Por Óscar Lovera Vera, periodista

A poco de terminar el primer mes del 2003, un horrendo crimen oscurecería el mundo artístico. El fenómeno del piano, Lobito Martínez, fue asesinado con un machete y abandonado en su habitación, en el barrio Republicano. La Policía tenía la misión de disipar todas las teorías confusas y encontrar al verdadero asesino.

Enero se esfumaba contra su voluntad a sus 25 días del 2003, agotado en su primer tramo parecía ya no querer continuar. Quizás, extenuado por las coléricas demandas de crisis económicas, el pueblo exigía su retirada, sin embargo, no se extinguiría sin marcar una cicatriz en el arte, una que sucumbiría en las colinas del alma de trovadores contemporáneos.

Esta historia –podría– comenzar en el mismo nacimiento del protagonista. El once de mayo de 1952, en Asunción se oiría el primer aullido, Jorge “Lobito” Martínez Ayala fue concebido de la unión de otro gran artista, Eladio Martínez: cantante, guitarrista y folclorista, y su segunda esposa, Aida Ayala.

Jorge comenzaría temprano su descubrimiento por la música, a los seis años sus estudios lo inclinaron al piano y de ahí su ascenso fue impetuoso, al punto de ser considerado un prodigioso pianista, compositor; aunque él quería ser considerado un intérprete.

Ser introvertido no le restaba carácter o ser notado en escena, más bien generaba el efecto contrario: pasión. Aquella que cautivaba a estudiantes que lo rodeaban al escuchar su feroz voluptuosidad. A propósito de feroz… su apodo se ganó por su peculiar parecido con el hijo del lobo feroz, el personaje de caricaturas inmortalizado por Disney. En su estudio Little Wolf grabó dos emblemáticas piezas, las que más lo representan “Juego de Niños” y “Sonido de Luz”. No fueron sus dos “hijos”, su huella en el mundo los dejó en Jorge Luis y Jacqueline María…

Un mago en el piano, cuando lo escuchaban salirse de lo clásico e incursionar en despiadadas notas de rock and roll en restaurantes de Asunción, claro, siempre que el local tenga la infortunada merma de clientes. En el caso que apareciera uno, “Lobito” volvía a su faceta sobria.

Tal vez no le haga justicia estos párrafos, “Lobito” representó esa faceta de la vida artística donde la leyenda nace cuando se va, pero de esta forma no debía ser…

EL COMIENZO DEL FINAL

Teniente Desiderio Villalón al 4.080, la vivienda donde el músico componía, soltando las melodías de su piano logrando estremecer a la cuadra. Era un concierto eterno. Desde hacía años se asentó en el barrio Republicano de la capital, luego de su larga estadía en Boston, Estados Unidos, donde estudió y enseñó.

Con el tiempo el trabajo lo tomó cansado, necesariamente necesitó de un par de manos que lo ayuden a sobrellevar la carga de los conciertos, tocadas y sus creaciones.

Así resultó la contratación de Jorge Daniel González Torres, un joven de 25 años de edad. Esa juventud no le extirpaba su conocimiento en computadoras y la habilidad logró convertirlo en un valor notable y considerable para “Lobito”. El residente en el barrio central de la ciudad de Luque obtuvo el mayor de los premios, ganarse su confianza y –aún más– al ser el encargado de almacenar todos los archivos.

A cambio Jorge recibiría un sentimiento fuerte hacia la música, quedó enamorado de ella, lo que escuchaba y le generaba. Pasó de ser un asistente a pupilo, su relación con su maestro creció en poco tiempo. Hasta aquel 25 de enero, aquel día todo cambió.

RASTRO DE SANGRE

La casa estaba con una quietud inusitada, aquel bullicio de la música estaba ausente. Para María Cristina, la pareja de “Lobito”, eso no encajaba en el horario en el que siempre llegaba a la casa, y más aún con las puertas y portones abiertos de gentileza.

Para mayor sorpresa de la mujer, el automóvil fue encendido repentinamente, con brusquedad el conductor imprimió fuerza al acelerador y en reversa fue escupido por la cochera. Las cubiertas rechinaron en el asfalto y poco después el horizonte lo perdería con prontitud; era Jorge, se dijo para sí, pero ¿por qué conduce así?

Su mente estaba bloqueada por un batallón de ideas que no le permitían comprender las situaciones con las que se había encontrado en ese momento. ¿Estará bien “Lobito”? Nuevamente se interpeló, solo que esta vez con prontitud. Sus pensamientos estaban más claros y temía que algo le haya sucedido al hombre de su vida.

Caminó los pasos que acostumbraba, solo que con cautela y un miedo que la poseía paulatinamente como si la muerte le susurrara al oído lo que había hecho. La sangre era notable en el suelo, no podía resultar otra cosa más. El sendero la condujo al estudio del músico, ahí la dantesca escena fue más grotesca; más sangre, por doquier, regada en el piano, el suelo, los muebles y el escritorio.

Fue suficiente para convencerse que a “Lobito” algo le ocurrió ¡amor! ¡“Lobito”! ¿dónde estás? Grito estéril que recorrió la casa sin hallar respuesta, lo que provocó una angustia mayor en María.

Corrió a la habitación y lo peor estaba regado al pie de la cama. El cuerpo de Jorge bañado en su sangre yacía inmóvil, irreconocible por las marcas en su rostro, brazos y pies. No lograba distinguir sus facciones, pero sabía que se trataba de él, quién más que el hombre a quien amaba, muerto de una atroz forma. Intentó gritar, pero la voz no escapaba de su garganta. Estuvo petrificada por minutos, su cuerpo le pesaba más de lo que alguna vez sintió cargar en sus brazos, su mente le daba órdenes a sus pies, sin embargo, ellos no respondían; no lograba motivar a ningún nervio de su ser. Tampoco podía retirar la mirada de “Lobito” buscando un atisbo de aliento, aunque dentro de sí sabía que fue salvajemente asesinado.

Al fin logró deshacerse del entumecimiento provocado por el pánico, pensando en lo que pudo haber ocurrido. Salió de la habitación y solo en ese momento comprendió la brutal pelea. La casa estaba revuelta, trastes, papeles y muebles, todos arrojados al suelo como si alguien buscó algo más que el arrebato de vida.

María notó que no estaba la computadora de “Lobito”, faltaba la máquina completa. La misma que su asistente y alumno, Jorge, se encargaba de administrar. –Lo mataron por la computadora –dijo.

Convencida de su argumento llamó a la Policía reportando con dificultad. La voz quebrada y el impacto de lo que vio desarmaban su temple, el mismo que tuvo para recorrer lo que alguna vez fue el templo de la creatividad musical, así lo creía. Muy por el contrario –en ese instante– solo quedaba el metálico olor a sangre, no solo ese que penetraba en la nariz hasta retumbar extrasensorialmente en uno, sino aquel que en muy poco tiempo pasaría a redecorar la casa.

Continuará…


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