Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

En una crónica policial extraviada que desde que la leí, muchos años atrás, sé que siempre hubiese querido escribirla –aún hoy– ante el hallazgo de un cuerpo descuartizado, Emilio [Petcoff] –palabra más, palabra menos, si la memoria no me juega una mala pasada– escribió: “Fulano, rompió ayer el viejo axioma según el cual un hombre no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Su cabeza apareció en la vereda y su cuerpo en la vereda de enfrente”. Contundente. Nunca olvidé esa frase. Se lo dije a Emilio algún verano en Mar del Plata mientras, en un atardecer, compartíamos una copa con nuestros ojos puestos sobre el mar. Sonrió. “Creí que [Thomas] De Quincey, aquel autor inglés que escribió sobre ‘El asesinato considerado como una de las bellas artes’, laburaba en Clarín”, agregué. No emitió palabra.

“HACER LA AMÉRICA”

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Nicolás Antonio Petcoff partió de Bulgaria con la idea de “hacer la América”. Pese a ser joven, ya tenía claro los saberes de la vida y, por qué no decirlo, de la muerte. Sin que lo deseara y reclutado por la escuela Militar de Sofía –la ciudad más antigua de Europa con más de 8 mil años de existencia– supo de su vocación de supervivencia como combatiente en la inacabable guerra de Macedonia. Aún en ese contexto adverso, logró su título de maestro y fue director de escuela. Allí, conoció a una colega que sería su esposa y con quien, en 1926, tendría su único hijo. No estaba tranquilo. Constituir una familia con la amenaza bélica siempre presente desde el fondo de la historia, seguramente, le hizo pensar y sentir que migrar era su obligación. Como miles, tal vez, millones, dejó atrás la península balcánica. La navegación fue larga, interminable. En 1931 desembarcó en Buenos Aires pero no se quedó allí. Semanas más tarde, viajó a Misiones, en el Nordeste argentino. Se unió a unas 7 mil personas, mayoritariamente europeas, lideradas por Adolfo Schwelm, un europeo que nació en Stuttgart, Alemania, en 1884, y migró al Reino Unido. Estudió en Oxford y adoptó la ciudadanía inglesa. Juntos fundaron el pueblo de El Dorado. Pero no permaneció allí. Cuando en 1932, arribaron su mujer y Emilio (6), los tres se instalaron en el poblado de Capioví, donde se dedicaron a cultivar camelias. Con la vocación docente de ambos y la nutrida biblioteca que siempre los acompañaba, enseñaron a leer y escribir a muchos de sus vecinos. Sin temor al error puedo afirmar que, desde ese momento, el niño comenzó a conocer a su padre. En la adolescencia de Emilio, la relación con Nicolás, no era buena.

EL PERIODISMO

Diez años después de llegar, liberto intelectual, se inició en el periodismo en el diario “El Territorio” de Posadas. Tal vez en ese laburo tomó la decisión de dejar Capioví. En Buenos Aires procuró el sustento con cualquier oficio decente. Pero, el periodismo tira. Llama. Seduce. Y mucho más en su caso que lo hizo como muy pocos pueden hacerlo sin que nadie lo haya superado hasta nuestros días. En esas vidas pensaba, la pasada noche despejada de lunes, cuando Júpiter y Saturno –como enlazados– ocupaban el cielo y opacaban las estrellas como no lo hacían desde hace casi ocho siglos. Bellísimo. No volveré a ser testigo de esa danza celestial. Sucederá nuevamente en 80 años. “Porque ese cielo azul que todos vemos,/ni es cielo ni es azul./¡Lástima grande/que no sea verdad tanta belleza!”, escribió alguna vez Lupercio Leonardo de Argensola, allá por el 1600. Penoso. ¿Será, como se sostiene, que se trata de aquella “Estrella de Belén” con la que los Reyes Magos se guiaron para llegar hasta el lugar exacto donde nació Jesucristo? Siempre hay lugar para las dudas. Me estiré en la vieja mecedora. Entrecerré los ojos. El copón ocupado con un Lovico Suhindol Merlot Reserva, cosecha 1995 –excelente vino búlgaro descendiente de aquellos que Homero destacó tanto en “La Odisea” como en “La Ilíada”– que alguna vez compré en México, abogó por el retorno de Emilio, el hijo de Nicolás, a mis recuerdos. Cuando los años ’50 las redacciones de los diarios eran diferentes de las de hoy. También el mundo lo era. Aquel joven, como muchos compañeros de trabajo, abrevó conocimientos, construyó sueños, procuró estilos para escribir con la lectura de Hammett, Chandler, Ross McDonald, Chase, infaltables en la nutrida biblioteca de su padre. Arlt, Bioy y Borges se agregaron, ya afincado en la Argentina. Se nutrió de sabiduría. De poesía y de deseos. Pero nunca pudo encontrar la fórmula para metabolizar las frustraciones. Así llegó al periodismo. Cuando promediaba el siglo pasado. Los periodistas de entonces no sabían de horarios para trabajar. Las pasiones, poco tienen que ver con los relojes. El alcohol al igual que el tabaco y las ludopatías, eran parte de aquel ecosistema en el que los “Siete locos” de Roberto Arlt se multiplicaban ad infinitum.

UN HABITANTE DE LAS NOCHES PORTEÑAS

Emilio era un habitante de las noches porteñas. El café “Los 36 billares”, un punto de encuentro tradicional en la Avenida de Mayo, era uno de sus lugares. Como también lo eran viejos bares en Puente Alsina en la zona Sur y marginal de la capital argentina. Dos de sus amigos imaginarios, por llamarlos de alguna manera, el licenciado Juan Eduardo Plechbenda y Fermín Rivas, el seudónimo con el que firmaba sus notas en Clarín sobre casos policiales, aportaban música y letra a esas verdaderas composiciones literarias clásicas del género. Incrédulo de la objetividad –idea que comparto desde la convicción de que la subjetividad es parte esencial del sujeto social– Plechbenda y Rivas bien podrían haber intercambiado ideas sobre aquellos sucesos criminales con el parisino comisario Jules Maigret que creara Simenon [Georges Joseph Christian], gigantesco literato belga. Aunque cada uno por su lado y para medios diferentes, con Emilio, algunas veces, intercambiamos pareceres sobre la muerte violenta de Alicia Muñiz, asesinada por su pareja, el ex campeón mundial de boxeo Carlos Monzón. Con cada una de sus conclusiones, que casi nunca concluían, aprendí que la crónica policial es el relato de la vida misma en situaciones extremas. “El periodista es un escritor que no tiene por qué inventar el argumento: se lo entregan servido. Lo importante es seguir la trama sin distraerse”, definió Emilio ante el colega Osvaldo Aguirre. ¡Maestro! En una larga sobremesa veraniega cargada de nocturnidad, le pregunté por Evaristo [Meneses]. Con simpleza, sólo respondió que lo recordaba como “un lector incansable. Un comisario duro que había sido boxeador y no pudo comprender el cambio de época que le tocó transitar”. Pese a su parquedad, continué. “¿Villarino [Jorge]?”. No se apresuró para responder. Encendió un cigarrillo y junto con el humo lanzó una confesión sorprendente: “Piantadino, como también se lo apodaba al Rey de la Fuga, era un personaje muy particular. Siento que nunca pude terminar de conocerlo. No fueron pocos los hampones y pistoleros que casi me convencen que tenía una relación intensa –negocios– con la policía y los penitenciarios que no lo custodiaban demasiado”.

LA CONECCIÓN CORSA

El silencio quedó de mi lado. “¿François [Chiappe]?”, quise saber. “Un criminal sin límites que no dejó nada por hacer. Con Sarti [Lucien] y Joseph [Ricord], cuando Europa los acorraló por sus crímenes, huyeron para saciar aquella sed de sangre y de negocios en Sudamérica. ‘La conexión corsa’ que, con el apoyo del ‘Tano Russo’, un fascista que vivía en el Bajo Belgrano, logró vincularse con un alto jefe penitenciario que era vecino del barrio para que pudiera fugar de la cárcel en el ’73”. Parecía tener en claro todo. Incluso de aquellas vidas paralelas que –intuyo– nunca podrían haberse cruzado en ningún otro tiempo y ni lugar que no fuera en aquella Buenos Aires que, atravesada por novedosas y múltiples violencias, cambió para siempre. Plutarco, enorme pensador, además de sostener que “el tiempo de las armas no es el de las leyes”, con la precisión de aquellos que conocen a fondo la condición humana advirtió que “quien en zarzas y amores se metiere, entrará cuando quiera, mas no saldrá cuando quisiere”.

Emilio Petcoff: “El periodista es un escritor que no tiene por qué inventar el argumento: se lo entregan servido. Lo importante es seguir la trama sin distraerse”.

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