Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

“El 19 de junio de 1931, Inés [Guimarei], agotada de pujar, sonrió cuando alguien puso sobre su pecho al pequeño Jorge que tardó bastante en salir”, me comentó una vez, muchos años atrás, un viejo vecino de San Telmo –Don Pepe– que me presentó, por aquellos años, Naum Velyanovsky, querido amigo, presidente de los Corresponsales de la Televisión Internacional y, simultáneamente, ministro del Interior de la pretensiosa República de San Telmo de la que también fue presidente. Con el añoso, muy respetado en la zona histórica de Buenos Aires, platicamos largamente. La tarde era propicia y el Bar Plaza Dorrego –en la esquina de Humberto 1° y Defensa desde alrededor de 1870– aportaba un escenario perfecto.

TIEMPOS DE “MALARIA”

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El bebé, era el tercero de los varones y dos mujeres que Inés concibió con Jesús Villarino, su marido, en tiempos de malaria económica y social. “Dónde hay un mango [peso], viejo Gómez”, cantaba la Merello, cuando Jorgito ya tenía dos años. Ivo Pelay y Francisco Canaro, con esa ranchera, le pusieron letra y música a la miseria creciente que el presidente pauperizador, Agustín Pedro Justo, instaló en la Argentina. “Viejo Gómez, vos que estás/de manguero doctorao/ y que un mango descubrís/aunque lo hayan enterrao/definime, si podés,/esta contra que se ha dao,/que por más que me arremango/no descubro un mango/ni por equivocación;/ que por más que la pateo/un peso no veo/en circulación”. Contundente. Artistas comprometidos. Canciones de protesta, antes que el rock se instalara como tal. Tal vez por eso la sonrisa de Inés. Otro varón –Jorge– para ayudar a la familia con su trabajo. Sueño de madre.

VIDAS PARALELAS

Seis meses después de aquel parto, a pocas cuadras, nació Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz 1980, el 26 de noviembre. Vidas paralelas. Francoise [Chiappe], con 11 años, correteaba los muelles de Marsella, Francia, en busca de aventuras. La mamá de Emilio [Petcoff], en Bulgaria, con apenas cinco años lo ilusionaba para, un año más tarde, conocer a su padre en el lejanísimo Norte argentino. Evaristo [Meneses], que ya pasaba los 24 años, el 3 de enero de 1934, se hizo policía. En eso pienso, este viernes casi sábado, refugiado en la vieja mecedora, con una fina copa de tubo destellante con los reflejos violáceos y rojizos en la espuma y burbujas ascendentes de un Emilia Lambrusco Rosso Amabile “Amabile” – Rinaldini. Los años pasaron. Jorgito, así lo llamaba su mamá, pasaba sus días con pequeñas réplicas de automóviles. Los “preparaba” para desafiar a otros pibes con carreras que corrían en circuitos imaginarios que marcaban en las veredas con carbón. José, su papá, verdulero, con mucho esfuerzo, años más tarde, le regaló un camioncito para que lo ayudara con el reparto de mercaderías en el barrio y hasta el puerto cercano donde tenía un cliente. En esos viajes, dejó de ser un pibe.

UNA “MARCA” DELICTIVA

Con el camión vacío y la seguridad de que nunca lo detenían en ningún control, comenzó a contrabandear alcohol y cigarrillos. Su padre desesperaba. Cuando recién cumplió los 16 años, desesperado, sin saber ni poder contenerlo, lo echó de la casa. No volvieron a hablar hasta bien avanzado el 1954. Fue un golpe duro pero, después de un tiempo, se sintió seguro como para escalar posiciones en la vida. En unas pocas semanas –sin dejar de contrabandear– protagonizó poco más de dos docenas de asaltos. Su nombre casi desapareció. Comenzó a ser solo su apellido. Villarino se convirtió rápidamente en una marca delictiva. A los 27 años cayó. Lo encerraron en la cárcel de Devoto de donde logró escapar. Se inició la leyenda. Por las historias mentirosas con las que aderezaba cada relato de su breve historia de ladrón, lo empezaron a llamar “El Rey del Boleto [mentira]”. El 1957 “fue un año bueno para Villarino”, apuntó Don Pepe. Compartimos tres aperitivos en aquella mesa del Bar Plaza Dorrego. “Más de treinta afanos (robos) de caño (a mano armada) blancos (sin muertes)”, recordó el viejo vecino de San Telmo he hizo silencio. No quise preguntar. Quise creer que sabía demasiado. Que seleccionaba sus revelaciones. Omertá. Apuró un trago y detalló: “A la sucursal Rawson del Banco Provincia, la limpió. Con su banda se llevaron todo lo que había. Tres millones y medio”. Feliz y, por qué no, cebado, una buena parte del botín la gastó en compras llamativas. “¡Hasta una casa en Montevideo!”, precisó el añoso Pepe. Pero no le pareció suficiente. El 28 de agosto de 1957, con cinco compinches, asaltaron el Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública a pocas cuadras de la Casa Rosada, sede del gobierno argentino. Se llevaron los sueldos del personal. Casi tres millones de pesos. Villarino, conocedor del puerto y sus secretos, con dos maletas bien cargadas viajó a Montevideo. Sus cómplices, pese a que procuraron ocultarse, fueron traicionados. La policía los capturó en pocos días. Presos en Devoto. El “jefe” de los bandoleros –que fue extraditado desde la capital uruguaya– se sumó a ellos aunque, hay que decirlo, cuando regresó no fue lo mismo que cuando la detención anterior. Formó parte, desde que llegó a “la tumba” [cárcel], del grupo selecto de grandes hampones. Los dueños del penal. Con un pesado más respetado que él, Domingo Cipriano Prieto, apodado “El Loco”, planearon escaparse. Cumplieron el 9 de setiembre de 1959. “El Rey del Boleto” ganó un nuevo título: “El Rey de la Fuga”. Así son los apodos populares de los que se hicieron eco los diarios más importantes de la región. Menos de un mes más tarde fue recapturado y alojado en la cárcel de Caseros, un establecimiento construido en 1877. De alta seguridad, en el último cuarto del siglo 19, claramente, ya no lo era. Unos 7 meses habían pasado cuando, el 18 de mayo de 1960, Villarino fugó aquel enclave carcelario. Con una tira de sábanas atadas una a la otra se descolgó desde la ventana de su celda.

“UN SUSPIRO”

“La libertad le duró lo que un suspiro”, sostuvo el viejo Pepe que marchó una grapa. No pude acompañarlo más que con otro café. Su flamante domicilio transitorio fue la celda 531 de la Penitenciaría Nacional, en pleno barrio de Palermo, en la intersección de las avenidas Las Heras y Coronel Díaz. Allí, el 1 y el 2 de febrero de 1931 –cuatro meses antes que Villarino naciera– fueron fusilados Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó, respectivamente. Anarquistas italianos. Fue la última vez que en este país se aplicó legalmente la pena de muerte a civiles. Volvió a escaparse. Corrió por los techos del penal hasta alcanzar nuevamente la libertad. La voz de las calles argentinas –y no pocos hampones– sospechaban o aseguraban que Evaristo [Meneses, “un rati”, como llaman los delincuentes a la policía, con el que se construyó una leyenda urbana] lo ayudaba a escapar con la complicidad de “los candados”, como el hampa llama a los carceleros. “Así, Villarino no solo volvía a robar sino que, para mantenerse en libertad, debía compartir parte del botín con ratis y candados y, además, “buchonear” [señalar] a otros delincuentes”. Mentira, verdad, mito o leyenda, vaya a saber, alguna vez, aquel duro, en el transcurso de una entrevista, cuando se le preguntó por ese posible acuerdo espurio con Villarino, respondió: “Nos conocíamos mucho. Nos respetábamos. Él sabía que yo nunca le robaría”. No aclares que oscurece. Emilio [Petcoff], en un documental sobre ese comisario que realizó Mariano Petrecca, no habló demasiado sobre él. Solo lo describió como un tipo tenaz para investigar. Dijo saber que era memorioso y supuso que leía porque alguna vez lo vio con un texto de Stefan Zweig entre sus manos. No es mucho. ¿Piedad? Jorge desapareció. En 1961, fue detenido en Brasil, en el aeropuerto de Río de Janeiro, cuando estaba por volar a Italia. En una maleta de mano llevaba 14 millones de pesos. ¿Unos 582 mil dólares, al tipo de cambio de entonces? Esa fortuna nunca llegó a la Argentina. Tampoco saben de ella en Brasil. Misterios.

“PARAGUAYO”, DE SAN PEDRO

De nuevo en Buenos Aires fue condenado –en 1965– a 20 años de prisión. Siete años después, en prisión, se convirtió en protegido de Francoise [Chiappe], que aquí cayó por traficar heroína y fue liberado en la noche del 25 de mayo de 1973. A Villarino, lo indultó –en 1975– la presidenta Isabelita Perón. Los dictadores que la derrocaron el 24 de marzo del ’76, lo excarcelaron el 10 de noviembre de 1976. Con una cirugía cambió su cara. Ilegalmente pasó a Paraguay. Allí obtuvo nueva identidad y flamante pasaporte. Como Jorge Eduardo Leguizamón Vidal, nacido en la ciudad paraguaya de San Pedro el 24 de febrero de 1933, viajó a España. En uno de sus bolsillos, también llevaba su vieja identidad. La real. Nada se supo de él hasta que en 1986 fue detenido en Valencia. Lo acusaron de robar una joyería y matar al policía nacional Manuel Rodrigo Berenguer, cuando quiso identificarlo. Negó los cargos pese a que varios testigos lo reconocieron. Declaró judicialmente que, el 4 de noviembre del ’83, cuando se produjo aquel asalto, estaba en Estados Unidos donde trabajaba para los servicios de la dictadura cívico-militar argentina. No convenció a nadie. “El Rey del Boleto” fue destronado. Nadie le creyó. Pero no fue la primera vez que la incredulidad lo abatió. En 1975, fue Tita Merello la que descreyó. Se conocieron allá por 1964 cuando se rodaba la película “Los Evadidos”, en la que el actor Jorge Salcedo interpretaba a Villarino. La Merello, en aquella ficción que dirigió Enrique Carreras, fue su esposa. En el deseo de componer su personaje en detalle, quiso conocer a Jorge y lo visitó con frecuencia en la cárcel donde el pistolero se casó, en 1965. Fue noticia de tapa. Aquella mujer falleció joven. Tita, arrabalera y solidaria como pocas, se hizo cargo de mantener a los hijos de la pareja para que no pasaran necesidades. Cuando Villarino recuperó la libertad la visitó para agradecerle pero fue más allá. Confesó amarla y le propuso iniciar una relación. Ser novios. No volvieron a verse. La historia la recibí un verano en Mar del Plata, en confidencia, del propio Carreras, un grande de la cinematografía en este país. “Tita lo sacó corriendo”, aseguró. Reímos. Tiempo después, en el atardecer de un viernes en Villa Gesell –una playa popular argentina– donde Tita veraneaba desde 1957, con una mueca de disgusto por mi pregunta, me lo confirmó mientras mateábamos en su casa de Avenida 8 y Paseo 104. “No habrá ninguna igual, no habrá ninguna”, como Tita, para mencionarla en tiempo de tango. Es imposible mentir a todos todo el tiempo. Los jueces españoles lo condenaron a cumplir 26 años de prisión. Sin embargo, lo liberaron, de la cárcel de Topaz, en Salamanca, sin que se sepa bien por qué, a los 11, el 28 de marzo de 1997. Volvió a desaparecer. Entre agosto y setiembre de ese mismo año, reapareció en Buenos Aires. Fue ubicado casualmente en sucesivas escuchas telefónicas a una banda de narcos que ordenó el juez federal Rodolfo Canicoba Corral, que ordenó su captura. Sin embargo, fugó, alertado de que lo iban a detener. El juez, jubilado pocos meses atrás y con varias denuncias por presuntos casos de corrupción sobre su cabeza que nunca fueron investigadas, no pudo hacer justicia. ¿Frustración? Con su identidad paraguaya viajó a Italia. En Milán, cayó nuevamente en noviembre del ’97 cuando estaba a punto de asaltar el Instituto Bancario Cariplo. Encarcelado en la prisión milanesa de Vigevano, la misteriosa señora huesuda, engalanada con su mejor guadaña, lo preparó para su última fuga que concretó en dos tiempos. Los carceleros lo trasladaron al Hospital San Paolo. Falleció a los 66 años, el 2 de diciembre de 1999. Los restos del ciudadano paraguayo Jorge Eduardo Leguizamón Vidal, desde entonces, descansan en el Cementerio Mayor de Milán. Sepultura 422.000. La cancillería argentina procuró ubicar, formalmente, a los familiares de Jorge Eduardo Villarino, una decena de días más tarde. Nadie respondió a esa llamada ni reclamó su cuerpo.

“El Rey de la Fuga”, preso y encarcelado en Argentina, España e Italia. Siempre escapó.
Jorge Eduardo Villarino. “El Rey del Boleto”. “El Rey de la Fuga”. Hampón y leyenda.
Tita Merello y su fiel compañero, “Corbata”. En Villa Gesell me confirmó que Villarino le propuso ser pareja. “¿Quién fue el alcahuete que te contó? Lo rechacé y nunca más lo vi”.


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