La pandemia evidenció aún más las necesidades básicas insatisfechas de varias comunidades indígenas del departamento de Canindeyú. Si bien en lugares como La Fortuna, la organización y el trabajo comunitario hicieron que las cosas sigan funcionando, en otros pueblos la realidad es dolorosa; no tienen camino, luz eléctrica y deben caminar kilómetros para conseguir un vaso de agua.

Por Aldo Benítez

Fotos Pánfilo Leguizamón

Machete en mano, Estelvina Cañete limpia su chacra bajo el sol impiadoso que cubre toda la tarde de este martes el departamento de Canindeyú. En la comuni­dad indígena 8 de Diciembre, ubicada en el distrito de Villa Ygatimí de esta región del país, la plantación de sésamo de la comunidad esta vuelta fracasó, por lo que están procediendo a la limpieza completa del terreno. Estel­vina y su familia limpian al menos 4 hectáreas.

En la comunidad 8 de Diciem­bre viven unas 24 familias indígenas del pueblo ava guaraní. Estelvina es la lide­resa. Dice al equipo de La Nación que desde la pande­mia, no han sentido diferen­cia alguna, ya que no han reci­bido ayuda alguna en estos ocho meses, ni desde el Insti­tuto Paraguayo del Indígena (Indi) u otras instituciones del Estado, tal como es cos­tumbre.

La lideresa habla pausado. Tiene las manos llenas de callo y las zapatillas remen­dadas. Dice, con pudor, que comen cualquier armadillo –si tienen suerte en la caza, ya que cada vez hay menos animales por la pérdida de hábitat–, hirviendo sola­mente al agua, sin ingredien­tes ni verduras. Desde hace tiempo no tienen sal para darle un mínimo de sabor a sus comidas, agua para beber, ni energía eléctrica. El pozo artesiano que tenían se secó por completo con la sequía y, entonces, tienen que bus­car arroyos cercanos para consumir agua. Mientras tanto, Estelvina pide que al menos se les pueda ayudar con herramientas para poder seguir con el trabajo en la chacra. “Nos faltan mache­tes y azada”, dice en guaraní.

En la comunidad indí­gena Marcelino Montanía, de Curuguaty, del pueblo mbya guaraní, la situación de algunos habitantes es de pobreza absoluta. Esta comunidad tiene titulada a su favor unas 1.253 hectá­reas en donde viven alrede­dor de 36 familias y está ubi­cada a la vera de la ruta que une Curuguaty con Villa Yga­timí. En este lugar, los indí­genas tienen amplios terri­torios y reservas de bosques, pero los que viven más reti­rados de la ruta carecen de caminos, agua y electricidad. Una de estas familias la con­forman Tomás Esquivel, de 66 años, y Mauricia Villalba Montanía, de 60 años. Como si la casualidad de ser perso­nas adultas viviendo en tre­mendas carencias no fuera suficientemente cruel, ambos perdieron la vista en el ojo izquierdo. Tomás, porque una rama le golpeó cuando estaba trabajando y Mauri­cia, porque la habían operado de cataratas hace unos años, pero la operación salió mal y perdió la vista.

Si no fuera por la radio, don Tomás no se enteraría que Paraguay y el mundo se paralizaron por una pande­mia hace ocho meses. Sus prioridades no eran justa­mente estar atentos a lo que pasaba fuera de su ranchito, sino en conseguir algo de tra­bajo a su edad, ya que tenía que seguir trayendo algo de comer a la casa. Después, con la sequía, la situación empeoró. El único pozo de la zona que abastece a cerca de 10 familias en esta parte de la comunidad se quedó sin agua. Entonces, todos tenían que ir hasta un arroyo distante a unos mil metros para poder tener agua para tomar.

Doña Mauricia no habla. Está sentada en un tronco, en cucli­llas, casi como ausente. Desde que perdió la vista, su vida ha sido aun más difícil, dice don Tomás. Para poder tener agua, decidieron cavar dos metros más el pozo artesiano. El resultado es que sale agua con barro. Pero como don Tomás y doña Mauricia no tienen de otra, toman esa agua. Antes la filtran con un pequeño tramo, donde quedan todas las rami­tas y otras suciedades.

En la comunidad Cabayu Paso, del distrito de Ypehú, en Canindeyú, la situación es similar. Rufino Mendoza tiene 30 años y es el líder del lugar, en donde viven unas 87 fami­lias del pueblo mbya guaraní en 264 hectáreas tituladas. Rufino cuenta que al princi­pio de la pandemia recibie­ron alguna ayuda, pero fue mínima. Un poco de víveres, pero que de eso ya pasaron casi 4 meses. Algunas de las familias que están en Cabayu Paso también están sin agua por la sequía de sus pozos, por lo que deben recurrir a un arroyo dentro de una propie­dad privada donde hay planta­ción de soja, para poder beber.

Mientras lo que ocurre en 8 de Diciembre, Montanía y Cabayu Paso es una cons­tante en muchas de las comu­nidades indígenas de Canin­deyú, otras como La Fortuna, de Curuguaty, muestra otra realidad, con base en una mayor organización y coor­dinación. En La Fortuna, qui­zás la colonia indígena más importante de todo el depar­tamento, viven al menos unas 800 familias indígenas en un terreno de 1.674 hectáreas titulado a favor de los indíge­nas. Las casas están hechas de materiales y fueron cons­truidas por el Ministerio de la Vivienda (Senavitat, en su momento). En el lugar fun­ciona además la Supervisión Pedagógica y Administrativa del Ministerio de Educación.

Bienvenido Morales, miem­bro del consejo que adminis­tra la comunidad –cuyo líder es Antonio Vargas– dice que durante la pandemia se ha trabajado como ha caracte­rizado a La Fortuna desde un primer momento: En comu­nidad. Es decir, han trabajado de forma coordinada para que se pueda evitar que haya con­tagios –de hecho, no tienen casos confirmados de covid-19 hasta ahora– y por sobre todo, para que los víveres anunciados por el Gobierno lleguen en tiempo y forma.

Por demás, los habitantes de esta comunidad parecen no estar muy pendientes de estos víveres. Cada familia tiene su propia chacra, que sirve para el autoconsumo e, incluso, para la cría de anima­les menores. Además, como la colonia tiene vías de acceso de forma continuada y segura, ya que un empedrado atra­viesa la comunidad desde la ruta, los habitantes que tie­nen otro trabajo –principal­mente en estancias o algunas empresas acopiadoras– no tie­nen mayores problemas para el traslado, haya lluvia o no.

Tal vez, el último problema reportado en esta comuni­dad tiene que ver con la falta de mayor equipamiento para la Unidad de Salud Familiar (USF) que funciona en el lugar, ya que la actual no da mayor abasto, teniendo en cuenta que es la única de toda la zona. Además, cuando se requiere alguna atención de mayor complejidad, necesa­riamente se debe trasladar al paciente.

Sin embargo, Morales dice que todos estos logros se deben al trabajo comunita­rio y a que las veces que tuvo que ser necesario, los habi­tantes de La Fortuna se hicie­ron sentir con manifestacio­nes, porque de lo contrario, es difícil que los indígenas sean escuchados.

Canindeyú es el departa­mento con la mayor canti­dad de comunidades indíge­nas de todo el país, llegando a 106, en donde se estima viven unos 14 mil indígenas. Según un informe de la Dirección General de Encuestas Esta­dísticas y Censos (DGEEC) de 2013, en todo el país, la población total de indígena llega a 117 mil personas, divi­didos en 19 pueblos.

EDUCACIÓN SACRIFICADA

La pandemia cambió todo el espectro de la educación en el país. Esos cambios fue­ron realmente sensibles en zonas vulnerables, como por ejemplo las comuni­dades indígenas, en donde tuvieron que hacer un enorme esfuerzo para que se pueda cumplir, en forma virtual, mediana­mente lo pactado.

Filemona Portillo de Vera es la supervisora pedagógica y administrativa de la colonia indígena La Fortuna, de la que dependen 23 escuelas y 3 colegios. Si bien son institu­ciones que están en comuni­dades indígenas, Portillo dice que tienen una importante cantidad de estudiantes no indígenas. “En principio fue muy difícil porque los docen­tes tenían que llevar, casa por casa, las tareas a sus alumnos”, refiere la supervisora.

Dice que después, en una segunda etapa y luego de varias reuniones con la gente del Ministerio de Educación y docentes de la región, se llegó a nuevos sistemas que incluyeron el trabajo vir­tual a través de teléfonos, vía Whatsapp, tareas que se daban a conocer mediante la radio comunitaria y aque­llos documentales donde los alumnos tenían que pasar a retirar de la escuela.

La supervisora cree que este año lleguen a terminar el colegio al menos 37 jóvenes indígenas de esta comunidad. Sin embargo, sostiene que el problema viene después, a la hora de ir a la universidad para seguir sus estudios, ya que no hay muchas oportu­nidades. “Tenemos algunas universidades privadas que dan media beca, pero no es suficiente para todos los que se reciben”, cuenta Portillo.

La supervisión local tiene registrado además a 101 docentes, 26 directores y un total de 1.093 alumnos. El año pasado, 47 adoles­centes se recibieron en los colegios de las comunidades indígenas de esta región. Para este año, la perspec­tiva es menor.

“La preparación acadé­mica no significa perder nuestra cultura. Tenemos que saber combinar ambas cosas”, dice a su vez Bien­venido Morales, uno de los consejeros de La Fortuna.

Como para ratificar aque­llo de lo que decía don Mora­les sobre lo difícil que es para los indígenas ser escuchados, sobre la ruta PY03, a la altura del cruce Ybyrarobana, siem­pre en Canindeyú, al menos unos 20 indígenas de la comunidad Tekoha Pyahu, cansados de que nadie les haga caso, toman la ruta. Aseguran que el ex líder que tenían, de apellido López, negoció las tie­rras que tienen y cedió unas 30 hectáreas de las 1.800 que per­tenecen a los indígenas a una empresa, que rápidamente ya deforestó el área para la pro­ducción agrícola mecanizada.

La Policía recomienda a los indígenas que dejen pasar a los automóviles para que no haya problemas.

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