Por Ricardo Rivas

Periodista

Twitter: @RtrivasRivas

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La historia familiar de los Binaghi –tal vez dramá­tica, quizás trágica– me permitió creer que una breve historia borgiana que alguna vez leí, si no era verdad, al menos, era verosímil. ¿Cómo olvidar, sin prejuzgarlo, que a una de sus obras la tituló “Fic­ciones”? La tan querida y res­petada Antonia Caputo de Gallicchio, la profe de Litera­tura cuando cursaba 4to año en el Instituto San Román, en el Bajo Belgrano, mi pueblo natal en Buenos Aires –unos 1.260 Km al Sur de mi querida Asunción– puso, por primera vez, delante de mis ojos a Bor­ges. Desde entonces, se cruza siempre en mi camino. Y más aún, esta noche, en que varias historias, hechas duda, con­vergen y me abruman.

La vuelta del malón- Della Valle, Ángel (Museo de Bellas Artes. Bs.As. Argentina).FOTO:(ILUSTRACIÓN)

ELCAUTIVO

Entrecerré los ojos para escu­char y ver los sonidos del silen­cio. “Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo”. Esas 65 palabras, esos 370 caracteres que son apenas cinco líneas de aquel cuento que en 1951 escribió Borges, aturden mis sentidos. Me atrapan. No puedo despren­derme de ellas pero, no sé si quiero hacerlo. Incomprendo la razón por la que no agrega mayores datos de aquel que fue un niño que “desapareció des­pués de un malón” y se dijo que “lo habían robado los indios”. Solo aporta que “en Junín o en Tapalqué”, vaya a saber en qué año, aquella tragedia circulaba entre las mujeres y los hom­bres que habitaban esa pampa a la que muchos, desde siem­pre, procuran endilgarle sal­vajismo. Tal vez, lo tenía. La imprecisión no me sorprende. Borges, aunque transitó, unas tres décadas antes de aque­lla creación la redacción del mítico diario Crítica, del uruguayo Natalio Botana, no era periodista. Don Ricardo, mi querido viejo, que también trabajó en aquella redacción, cuando se reunía en algún café con viejos compañeros, siem­pre recordaba que “Borges, casi no venía al diario”.

Mauricio Rugendas. El malón.FOTO:(ILUSTRACIÓN)

Regresé hasta aquel frag­mento disparador al que don Jorge envolvió con 188 pala­bras más. Tal vez sea una de sus historias más breves. La llamó “El Cautivo”. Mi vieja mecedora apenas se movía. Me incorporé en busca del copón para elegir con qué satisfacerlo. La cava ofreció un chianti superiore Flac­cianello della Pieve, del 2013, fino producto de uvas sangio­vese hechas en la región ita­liana de la Toscana central. Acepté gustoso y brindé, en silencio, conmigo mismo y con las amigas y amigos que se extrañan al cabo de poco más de 200 días de confina­miento para que el coronavi­rus no nos encuentre.

Dorotea la Cautiva, india blanca por amor. (Fragmento de la vuelta del malón).

EL CACIQUE BLANCO

Aquel cautivo del que Borges da cuenta, asegura que fue descripto a sus entristecidos padres por “un soldado que venía de tierra adentro” como “un indio de ojos celestes que bien podría ser su hijo”. ¿Era aquel pequeño niño el que el malón se habría llevado? Juan Basterra, ese hermano cha­queño, enorme escritor, con el que dialogamos con frecuen­cia, alguna vez me contó una historia parecida.

“Luis Bina­ghi y Anita, su mujer, son des­cendientes del Cacique Blanco que se internó en El Impene­trable sin que nadie supiera más de él”, dijo Juan. Los Binaghi, cuando di con ellos, no anduvieron con vueltas ni misterios. “A Carlo, un antepa­sado adolescente, durante un malón, los quom, se lo lleva­ron cautivo”. Curiosa coinci­dencia con aquella historia que Borges hizo cuento en el ’51. Faltaban 90 minutos para la medianoche. “Ambrosio Bina­ghi llegó a Buenos Aires, desde Italia, en 1880. Atrás –aun­que no para siempre– queda­ron Vedano Olona, el pequeño pueblito donde nació en 1810, muy cerca de Suiza, en la Lom­bardía”. Con esa breve reseña Ana inició un relato atrapante.

Jorge Luis Borges.

“Llegó junto con Josefa Broggi, su mujer. La pareja trajo con ellos a Carlo (10), el hijo mayor y, a Marcelino, el menor. Más tarde llegaron otros dos hijos y, por lo menos, una hija. Todos italianos”. En 1882, Ambrosio dejó atrás la gran ciudad con la idea de asentarse en Las Tos­cas, provincia del Chaco, “per fare l’America”, como lo inten­taban, por aquellos años, quie­nes procuraban mejor calidad de vida o alcanzar alguna utopía. Nada infrecuente.

UNA TIERRA DIFÍCIL

Giuseppe Garibaldi –aquel que cerca de 1872 no dudó en afirmar que “la guerra es la verdadera vida”– por sólo mencionar a alguno de aquellos migrantes, contemporá­neo de Ambrosio, que el 4 de julio de 1807 nació en Niza, hoy Francia, pero en aquella época territorio del reino piamon­tés, 43 años antes, revolucionó estas comarcas, como antes de dejar Europa lo había hecho en Italia. Cazadores de sue­ños.

La familia de Ambrosio Binaghi, después de un largo viaje, hacia el Nordeste, llegó a Las Toscas, en el Chaco. Allí, el cura Ermeté Costanzi –de estrecha relación con la comu­nidad– les indicó que, lo mejor, era que se instalaran en San Antonio, 30 Km al Sur, donde sólo había algunos pequeños ranchos de adobe. Un pueblo en ciernes. Tierra difícil para aquellos colonos. Desde 1870, el presidente Domingo Faus­tino Sarmiento ordenó ocupar los territorios que habitaban varios pueblos originarios. Guaikurúes, Matacos, Zamu­cos, Guaraníes, entre otras etnias, fueron blanco de lo que algunas y algunos, aún hoy, llaman la Conquista del Chaco que se extendió hasta 1917, cuando gobernaba Hipó­lito Yrigoyen.

En aquel contexto, el 7 de marzo de 1887, se desencade­naron varias tragedias que se iniciaron cuando un comer­ciante, dueño de un almacén de ramos generales, denun­ció ante el coronel y comisa­rio Marcos Piedra, que “los indios” le habían robado un poncho. Era una tarde lluviosa. Los policías que acompañaban a Piedra, cuando llegó hasta el boliche, eran étnicamente hermanos de los denuncia­dos. Dos de los señalados –que admitieron haber sustraído aquella prenda que inmedia­tamente devolvieron– fueron encerrados en un calabozo. La bronca ganó espacio entre los originarios que decidieron liberar a los presos y castigar a quien ordenó encerrarlos. A las 9 de la noche, con enga­ños consiguieron que Piedra abandonara la comisaría para buscar a un cacique toba que “se escapó de la reducción”. La vida del milico terminó a medio kilómetro del cuartel. Fue lanceado por sus hombres en cada costado.

LA TRAGEDIA

La rebelión que estaba en mar­cha apuntaba a poner fin a 17 años de violencias, barbarie y avasallamiento que un Estado moderno ejercía sobre cultu­ras ancestrales para “civilizar­las”. Lo de siempre. Augusto Roa Bastos acuerda en “Intro­ducción a las culturas”, con Bartomeu Meliá, quien afirma que “estos pueblos, agonizan cantando su muerte y cuyos cantos son la poesía de la lucidez y de la clarividencia, densa y brillante como un dia­mante”, como consecuencia de aquellos ataques inhuma­nos que abrieron paso a “esta vieja tragedia de esclavitud, degradación y exterminio”. El segundo en caer muerto fue el sargento Cleto, quom reducido. Intentó evitar que sus hermanos subleva­dos se llevaran “100 carabi­nas Remington, 6 mil tiros, sables y lanzas”.

No lo consiguió. Ambro­sio, desde su ranchito en San Antonio, percibió el peligro. Dos veces, los alzados, pasaron por aquel pueblo casi invisible al galope, con gritos de guerra y las Remington y lanzas lis­tas para devolver la violencia criminal de Piedra golpe por golpe, muerto por muerto, muerta por muerta. Procura­ban justiciero alivio luego de años de traiciones, engaños y muertes impiadosas. Alar­mado, ordenó a Carlo (14) y Marcelino (9) que buscaran y arriaran la poca caballada para ponerla a salvo. Lo único que tenían. Mala decisión. Los niños fueron descubiertos por los enardecidos. Se lanzaron detrás de ellos. Carlo, para pro­teger a Marcelino, lo escondió en una falla del terreno que, también, era el borde de un pozo de agua. Allí lo dejó y corrió para distraer a los gue­rreros. Inútil, el chico murió ahogado. Carlo, fue capturado. Nunca más se supo de él.

Fray Ermeté Costanzi. Francisco Layana, caudillo chaqueño, por defender al pueblo de los terratenientes, ordenó asesinarlo.

El levantamiento terminó un par de días más tarde. Ambro­sito (13), hermano de Carlo y Marcelino, fue el siguiente ele­gido por su padre para que bus­cara a los que nunca regresa­ron. Engañado por Jerónimo Naingalé, los quom lo embos­caron. Lanceado y casi dego­llado cayó de bruces sobre aquella tierra dura que fue permeada con su sangre. Un vecino, del que solo supe su apellido, Aranda, lo socorrió y, aunque lo creía muerto, lo entregó en brazos de Ambro­sio que tuvo que amenazar de muerte –con un viejo revol­ver– a un cobarde médico a sueldo del Estado, para que lo atendiera. Con una aguja gruesa e hilo común, cosió el cuello de Ambrosito y salvó su vida. El tiempo siguió su camino. La familia Binaghi, la comunidad de San Antonio y los quom, en territorio sel­vático, volvieron a lo de siem­pre. Por su parte, Carlo, al que todos creían muerto y, en verdad, era cautivo, también siguió con su vida que casi no tenía puntos de contacto con la que había conocido. Se unió en familia con Ahiti, una joven quom –también mujer del cacique– que al poco tiempo fue mamá de mellizos. Solo uno sobrevivió. Entristecidos, al sobreviviente, lo llamaron Oloneq, que significa “solo”.

Fuerte, lúcido e integrado plenamente con aquel pueblo originario, el cautivo Binaghi ganó el liderazgo. Aquel joven blanco, de singular audacia, corpulento, con cabello rojizo, comenzó a conducir a un grupo de lanzas a los que se unieron “algunos gauchos alzados entre los que se encontraba un feroz criminal de apellido Rajoy, y un cuatrero italiano conocido con el nombre de Da Osla”, asegura Luis Binaghi. El 4 de enero de 1898, la vio­lencia volvió. El asesinato del cura Ermete Costanzi fue el detonante. Nada se investigó. “¡Fueron los indios!”, aseguró el coronel y comisario Esta­nislao Rojas quien, además, ordenó –el 5 de enero– que fueran a buscarlos y los tra­jeran cuartel. Una quincena fueron apresados. Algunas mujeres y unos pocos niños también fueron capturados. Rojas ordenó que les entrega­ran palas y que construyeran una fosa que cerca de las 10 de la noche estuvo lista.

Las Remington colmaron de fogonazos la oscuridad. El olor a pólvora saturó el monte. Las explosiones que­braron el silencio profundo. Cuando las armas enmude­cieron 14 hombres, una mujer y un niño pequeño yacían sin vida apilados en la fosa que debieron construir. Les dieron cristiana sepultura. El ritual quom fue ignorado. Violencia post mortem. En el pueblo se supo, tarde ya, que el asesinato del cura Costanzi fue orde­nado por Francisco Layana, caudillo chaqueño por aque­llos años. Acusaba al fraile de defender al pueblo frente a los terratenientes. Crecieron las tensiones. Cuando finalizaba 1898 se verificaron algunas escaramuzas. Entre marzo y comienzos de junio del 99 poco más de 30 pobladores fueron muertos. El 26 de aquel mes, poco más de 300 quom con carabinas y lanzas atacan La Sabana, un pequeño pueblo ferroviario. Carlo, quien ya era una suerte de leyenda, al que se conocía como el Cacique Blanco, lideraba. Vengar los asesinatos de Ahiti y Oloneq era la forma en que significaba la justicia. Todos los partes ofi­ciales de batalla reportan que fue herido y que huyó hacia el monte. Inútil perseguirlo. En la selva, era invisible.

Aseguran que los espíritus que habitan El Impenetrable vie­ron cuando aquel bravo caci­que miró por última vez hacia atrás. Sostienen que, cuando lo hizo, una lágrima tan traspa­rente como su alma rodó por su mejilla izquierda. Dicen, también, que nunca bajó la Remington que, como ban­dera de justicia, enarboló con­tra los violentos y suprema­cistas que, por un puñado de patacones inservibles, estig­matizaron a su pueblo ava­sallado.

Una mágica brisa le indicó que todo lo que amó y odió era parte del pasado. De su pasado. Describen que des­pejó sus ojos claros, cubiertos parcialmente con mechones rojizos, con su mano izquierda al tiempo que, con impronta litúrgica, respiró profundo hasta que casi estallaran sus pulmones. Al Impenetrable y a él los invadió un silencio pro­fundo. Tacuaritas, calandrias, yerutíes, naranjeros y loros habladores dejaron de cantar para acompañar las muchas soledades que alojaba en su pecho.

La selva tornó en sepul­cro de ilusiones arrancadas a balazos. También, recordó que alguna vez, otras ilusiones, le fueron arrebatadas a lanzazos. ¡Carajo! No quiso hacer espe­rar más a su destino. Volvió su curtido lomo hacia esos mun­dos arrebatadores y se largó a caminar hasta encontrar El Moscomita, aquel sendero marcado con ramas que solo los caciques y algunos ancia­nos curanderos conocían y al que algunas pocas y pocos acceden antes del viaje final. La voz gastada, trémula, casi inaudible de Borges retornó a mis oídos. “Que no hay entre los hombres uno solo/más vulnerable y frágil que el valiente”, sentenció.

El viejo maestro, con sus ojos semimuertos puestos sobre el recuerdo que no le era tan lejano de Facundo Quiroga, poco antes de su inevitable muerte, dejó brotar de su pluma aquellas palabras en tono de lamento compasivo. La mecedora, ya no mecía. En el copón algo de buen vino aún quedaba. De pie, lo elevé con sentir ceremonial. Lo supe cargado con sueños consagra­dos a la Paz. Mi brazo bajó len­tamente. Una pequeña pausa hizo a la altura de mis labios para ofrecer este último trago a la memoria de aquel Cacique Blanco que –tal vez como el Facundo que imagi­naba Borges– fue un valiente vulnerable y frágil.

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