Por Óscar Lovera Vera, periodista

El hombre fue encontrado muerto dentro de su vehículo. Lo descubrieron los vecinos de un barrio de Lambaré. La forma en que lo encontraron sugería que fue una venganza, pero había algo más y no lograban descubrirlo.

Esa camioneta llevaba ya un tiempo estacionada en ese mismo sitio, una calle poco concurrida del barrio San Isidro de la ciudad de Lambaré. El día se imponía con los prematuros claros de la mañana, caminando sobre algunos minutos de las cinco de la mañana del 7 de setiembre del 2012. Tan temprano y muchos percibían un día intenso. El ambiente estaba pesado, por el calor y la sequía que llevaban días provocando estragos.

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En una de esas calles, de arena y piedras, los residentes se preguntaban por qué el conductor de un vehículo amaneció aparcado en ese sitio. Sin embargo, con el temor de meterse en algún problema decidían pasar de largo pese a que tenían un presentimiento profundo que era algo más que un desatinado durmiente.

Sesenta minutos de reloj, el tiempo pasó y las personas continuaban saliendo de sus casas con destinos habituales, pero nadie sentía una curiosidad impertinente, no la suficiente para acercarse a ese coche.

Claro que eso no tardaría mucho en romperse. El dueño de la casa en cuyo frente invadía impetuoso aquel conductor se propuso descubrir qué misterio envolvía al que pernoctó con sombra sospechosa en un barrio donde –a lo mucho– las riñas de vecinos copaban los comentarios del día, de los fines de semana, los de peluquería.

Liberó el seguro de su portón y lo hizo a un costado, el chirrido del metal óxido le puso una película de suspenso entre él y los pocos pasos que dio para asomarse al cristal de la puerta del acompañante.

Veía algo, pero difuso, el polarizado oscuro dificultaba su visión. Pero comprendió que una persona estaba acostada sobre ambos asientos. Este se quedó a dormir en su vehículo…–pensó el hombre, mientras rodeaba la camioneta en dirección a la puerta del conductor.

Solo por unos segundos pensó que no era correcto inmiscuirse demasiado, pero qué más daba, solía hacerlo siempre en los problemas del barrio y este también debía resolver. Tomó el picaportes con seguridad, anteponiéndose a la posibilidad de que esté con el seguro, lo jaló con firmeza y sin dificultad logró abrirla. Estupefacto, cortando aliento, su mente no alcanzaba la velocidad de su sorpresa. Con la vista recorría toda la escena para descifrar lo que –con tétrico asombro– guardó toda la noche y madrugada el habitáculo de aquella misteriosa camioneta.

PARECÍA UNA VENGANZA

El cuerpo de un hombre yacía entre el asiento del conductor y el del acompañante, el torso lo tenía sobre este segundo asiento. El resto era sangre, bastante como para no percibir qué ocurrió. Un desorden inusual, lo que hizo pensar que una pelea sucedió

–quizás– antes de su muerte.

Aquel vecino no vaciló más y fue hasta su casa, tomó el teléfono y llamó a la Policía, pero más efectivos eran los residentes de la cuadra, que en poco tiempo rodearon el lugar desprendiendo cientos de conjeturas sobre el crimen. El Sol pesaba sobre sus hombros, pero no importaba, era más importante tomar fotografías en el lugar.

Aquel enjambre de curiosos fue dispersado con la llegada de los patrulleros que pertenecían a la comisaría local.

La escena demandó la presencia de técnicos, los agentes de Criminalística. La espera se hacía larga y esta vez el cordón perimetral separaba a la llegada de más vecinos, se convirtió en un espectáculo de primera necesidad, más que la urgencia de la cocina y el comercio de barrio.

Tres cuartos de hora después, la baliza encendida para abrir paso se hacía lugar sobre el empedrado. Las derruidas calles de la ciudad hicieron mella en la tardanza, pero lograron llegar. Con sus maletines a mano y los guantes puestos, preguntaron quiénes tocaron el vehículo con la intención de descartar sospechosos.

En su primera inspección notaron que la víctima no tenía su billetera o lo que utilizaba para portar sus documentos, se percataron de perforaciones en tres sitios de la cabina del conductor, los tres en direcciones diferentes, con salida, perforando los cobertores y la chapa a metálica. Les sugería –sumado el desorden– una pelea previa entre el asesino y su víctima.

El análisis del forense sumó más conjeturas a las preguntas que se hacinaban sin respuesta.

–La víctima recibió tres disparos, todos con entrada y salida de un arma calibre 22. El primero en el estómago, después otros dos en el rostro. Perdió muchísima sangre, esto se encuentra en el tapizado, lo que nos pone en la escena del crimen.

Pasaron dos horas desde el hallazgo, el día se mostró más intenso. Una mujer se abrió paso en medio de la curiosidad saturada y los policías merodeando como gacelas a la pesca de una astuta pista, escondida en algún punto distal del vehículo o alrededor de este. Aquella mujer –de unos cincuenta años– tenía el rostro tieso, como si reconociera algo que estaba viendo y eso la ponía inerte en sus expresiones. Aun así, en su caminar y la forma en que se hacía lugar en aquel hervidero denotaba algo más.

ELLA SABÍA ALGO

Cuando finalmente puso la mirada encima del hombro de los policías, su vista penetró al interior de la escena del crimen y tras ello comenzó a llorar. Se echó sobre sus piernas y con las manos en el rostro, desconsoladamente repetía una corta frase que solo ponía claridad en parte…

–¡Es él, es él!

Aun así nadie comprendía lo que esa mujer sabía. Ella sollozaba palabras inentendibles. La frecuencia de sus lamentaciones se hacía más corta e intensa. El ataque de nervios la abrigó por completo, fue imposible calmarla, dialogar para explicar qué fue lo que vio, ¿a quién reconoció?

Mientras intentaban calmar a la desconsolada visitante, el jefe de Homicidios puso las ideas claras. Se trataba del comisario César Silguero, ya con años en el departamento y varios casos similares. Pensó –en un principio– que las aristas le mostraban una escena del crimen con estilo de venganza, pero se mostró dubitativo con algunos elementos que dispersaron su atención sobre esa línea de investigación.

Necesitaba aclarar sus ideas, se apartó con dos agentes a un extremo del cercado sitio. –Bueno, señores, ¿qué tenemos hasta ahora? El cuerpo no lleva más de ocho horas de fallecido, el asesino podría estar cerca y necesitamos de todas las pistas posibles.

–Jefe, lo primero es que no encontramos la billetera de la víctima, el que lo mató no quería que se sepa quién era, a lo mejor para evitar que sea identificado con rapidez o fue con fines de robo. Lo otro, y que sustenta lo segundo, es que tampoco encontramos un teléfono celular. Quizás también se lo llevó el tirador.

–Entonces, podemos presumir que el asesino podría ser una persona a quien la víctima conocía, estuvo sentando en el asiento del acompañante por un tiempo no determinado. Podemos sumar el desorden en el auto, hubo una pelea y luego el asesino sacó un arma. Los disparos apuntan a diferentes partes, tuvo que haberlo hecho en medio de la lucha, estaban muy cerca, de ahí el tatuaje que dejaron los impactos en el cuerpo. El detalle del calibre es clave, porque nos habla de un revólver. Los tres proyectiles no fueron hechos de una sola vez, tuvo que haber gatillado por cada plomo. Luego robó la billetera y el teléfono celular, su motivación no sabemos. Sin embargo, podemos deducir que existió un enojo tal que concluyó en un desquite.

Nuestra primera pregunta es ¿quién de su entorno tenía esa motivación?, ¿quién querría asesinarlo y por qué en este lugar, donde al parecer nadie lo conoce? Salvo aquella mujer que aún continúa llorando, sin poder explicar el motivo.

La paciencia no fue en vano, horas después un elemento más le sería revelado. El llanto había cesado y el sosiego recuperado. La mujer finalmente se repuso del impacto psicológico que le generó descubrir el cadáver. Las palabras le salían sueltas, sin mucha lógica, pero deducibles.

UN PRIMER INDICIO

–Le conozco… mi hijo… él (sollozos) salieron… juntos… –Luego se echó a llorar nuevamente. Aún con dificultad en su relato, esa mujer retomó sus ideas, exhaló profundo y liberó el estrés que le provocaban sus pensamientos.

–Ese señor es pareja de mi hijo, salen juntos, seis meses más o menos. Él solía frecuentar la casa en esa camioneta, por eso la reconocí. Mi casa no es lejos de aquí y ayer este hombre pasó a buscarlo. De mi hijo no sé nada, tengo miedo que lo hayan matado –y el silencio nuevamente se apoderó de ella.

Ahora la clave estaba en su hijo, quizás él sabría con quién estuvo el hombre esa noche.

–¿Cómo se llama este hombre, señora?

–preguntó el comisario Silguero, apuntando en dirección a la camioneta.

–Yo lo conozco como Nelson, Nelson González… –contestó gimoteando.

–Tu hijo, ¿cómo se llama? – preguntó seguidamente Silguero, necesitaba aprovechar cada segundo o la mujer volvería a entrar en shock.

–Juan Carlos Barreto, él tiene 19 años nomás, señor –la mujer quedó mirándolo fijamente, como intuyendo su pensamiento. Para aquel policía ese joven no podía ser tomado solo como víctima, podía ser algo más.

Continuará…


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