Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

“Y e n t o n c e s , habiendo sido privados de la cercanía de un abrazo o de una mesa compartida, nos quedarán los medios de comunicación”, dijo alguna vez, muchos años atrás, Ernesto Sábato. Su voz, sentados en su casa de Santos Lugares, en los alrededores de Buenos Aires, vuelve una y otra vez.

Resuena en mis oídos. Recuerdo que cuando lo consulté sobre el alcance de aquella afirmación, don Ernesto, un tipo muy particular, me aclaró –vale decirlo– que “no” pensaba solo en los medios periodísticos, “que no satisfacen mi curiosidad”, sino en cada una de las formas con las que la humanidad se vincula. Sábato predictivo, me animo a declarar, enfáticamente, en esta noche de viernes, día 194 de confinamiento en la Argentina, para todas y todos. Y todavía no termina. Inaguantable. Inentendible. Incomprensible. ¿Habrá imaginado, alguna vez, Sábato este encierro obligatorio? Mis ojos, desde la mecedora, escudriñaron el pasado que, también según Sábato “se engendra en el presente”. Sabio, el viejo.

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Finalmente, la memoria, ese recurso con el que frecuentemente se nos interpela por múltiples razones y fines, por qué no, es también ese espacio que se construye tanto con lo que se recuerda como con aquello que se decide olvidar. Y, esta noche, caprichosamente, devuelve –fragmentados– encuentros con inmensos creadores y creadoras, con pensadores y pensadoras, mujeres y hombres increíbles, a quienes llegué y frecuenté en el ejercicio cotidiano del oficio de periodista. Sonreí. “¡Qué forma divertida de ser pobre!”, decía con ironía, a voz en cuello, Alejandro Sáez Germain, maestro de periodistas, cuando finalizaban los ’70, en el siglo pasado, y compartíamos redacción en Perfil y así definía, a voz en cuello, nuestro oficio y pasión. El copón se cargó con un Henri Jayer Richebourg Grand Cru, de 1979, de suavidad notable, con algo de madera, intenso, tal vez un tanto frutal, que alguna vez me regaló un diplomático francés cuyo nombre se extravió, quizás, porque aquella velada increíble nos acompañaron dos botellas y un centenar de historias. “Sólo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece”, sentenció Jorge Luis Borges.

En verdad, otra historia –no ésta– me rondaba en la semana que se acaba. Marycruz Najle –editora y amiga– me obligó a dejarla para otro momento. “Educación”, me dijo. ¡Joder!, pensé. No se lo dije. Lo guardé para mí. Alguna vez, cuando maestraba en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), un grande de la comunicación, el profe Héctor “Toto” Schmucler, sostuvo que “e-ducare es llevar hacia afuera lo que somos”. Porque confiaba en su sabiduría infinita, nunca lo verifiqué. ¿Por qué no creerle? Paulo Freire, sostenía que “nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo, (porque) las personas se educan entre sí con la mediación del mundo”. ¿De esto hablaría Schmucler? Es posible. De allí la importancia de la escuela. ¿Por la enseñanza? Sí. Pero, también, por la socialización. Por el verse cara a cara. Por el compartir. Por el intercambio. Por la convivencia, por vivir con. La pandemia interrumpió nuestras interacciones. De hoy para mañana las aulas quedaron atrás. Virtualidad y distancia avanzaron.

A los tumbos. Golpeándonos. Aislándonos. Algunas y algunos, incluso, hablan de desaprender la presencialidad porque lo que “llegó para quedarse es la educación a distancia y así será cuando termine la emergencia”. Tristísimo. ¿Con quiénes jugarán niñas y niños? ¿Con quiénes interactuarán para aprender a vivir con ellas y ellos que son diferentes, que no hacen las mismas cosas, que no juegan los mismos juegos, que no se aburren ni se divierten con idénticos estímulos? ¿Con quiénes y entre quiénes dejarán de lado el yo para aprender la relevante alegría enriquecedora de un nosotros? ¿Cómo aprenderán la libertad? ¿Quién los guiará en los infinitos senderos de las dudas? "Libres son quienes crean, no copian, y libres son quienes piensan, no obedecen.

Enseñar, es enseñar a dudar", sostenía el maestro Eduardo Galeano. La relevancia de la duda, en alguna medida, partera de lo utópico. “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¡Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para avanzar”, agregó don Eduardo. Internet –esa red de redes que hace posible imaginar que la presencialidad educativa y/o laboral ha quedado atrás– nació en 1969. Fue un proyecto público y privado. A quienes se los suele definir como “los padres de la Internet”, Tim Berners-Lee y Vin Cerf, nunca patentaron lo que inventaron. Desplegaron los estándares de la red y anclaron su funcionamiento en protocolos abiertos.

No la imaginaron privada. Fueron utópicos. Era de todas y todos, para todas y todos. Con el correr de los ’90 del siglo 20, todo cambió. El acceso no es igualitario. No es equitativo. No es para todas y todos. El 33% de la población de América Latina no puede acceder a la red. El 46% de las y los habitantes de la Aldea Global, tampoco. ¿La educación y el trabajo a distancia llegaron para quedarse? El 1 de junio del 2011, en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), declararon el acceso a la Internet derecho humano. Ese organismo multilateral, entre otros derechos asociados al derecho de acceder a la red de redes, pensó en el derecho a la educación, en el derecho a la salud, en el derecho a trabajar. Se avanzó, desde entonces, pero la utopía aún no se alcanza. El conocimiento no es aún ese bien social al que pueden acceder todas y todos. Edgar Morin, un pensador de dos siglos, con sus 99 años, semanas atrás, sostuvo: “Es muy reciente el hecho de que la educación, que es la que tiende a comunicar los conocimientos, permanezca ciega ante lo que es el conocimiento humano, sus disposiciones, sus imperfecciones, sus dificultades, sus tendencias tanto al error como a la ilusión, y no se preocupe en absoluto por hacer conocer lo que es conocer”.

Cerca de 2 mil cursantes lo escuchamos con atención. A distancia. El privilegio de acceder. “El conocimiento no se puede considerar como una herramienta ready made (lista) que se puede utilizar sin examinar su naturaleza”, agregó y fue más allá: “El conocimiento del conocimiento debe aparecer como una necesidad primera que serviría de preparación para afrontar riesgos permanentes de error y de ilusión que no cesan de parasitar la mente humana. Se trata de armar cada mente en el combate vital para la lucidez (porque) es necesario introducir y desarrollar en la educación el estudio de las características cerebrales, mentales y culturales del conocimiento humano, de sus procesos y modalidades, de las disposiciones tanto psíquicas como culturales que permiten arriesgar el error o la ilusión”.

Con precisión Morin nos advierte sobre “las cegueras del conocimiento” y, en ese contexto señala, como problema, “la supremacía de un conocimiento fragmentado” que impide “enseñar la condición humana” porque “el ser humano es a la vez físico, biológico, psíquico, cultural, social e histórico” y, “esa unidad compleja de la naturaleza humana, completamente desintegrada a través de las disciplinas, imposibilita aprender lo que significa ser ‘humano’. La condición humana debería ser objeto esencial de cualquier educación”. Me invadió el silencio cuando clareaba el sábado. El “Toto” Schmucler volvió a mis pensamientos. Llevar hacia afuera lo que somos es educar. Morin, ese pensador centenario lo propone taxativamente: “La educación debe no solo contribuir a una toma de conciencia de nuestra Tierra-Patria, sino también permitir que esta conciencia se traduzca en la voluntad de realizar la ciudadanía terrenal”. Que así sea.

Edgar Morin: “La condición humana debería ser objeto esencial de cualquier educación”.
Paulo Freire: “Nadie educa a nadie, nadie se educa a símismo. Las personas se educan entre sí con la mediación del mundo”.
Eduardo Galeano: “Enseñar, es enseñar a dudar”.
Héctor “Toto” Schmucler: “E-ducare es llevar hacia afuera lo que somos”.

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