Por Óscar Lovera Vera, periodista

Con el tiempo su salud fue deteriorándose, se medicaba y bebía en exceso. Su estado depresivo la llevó a un sitio del que no pudo salir, no pudo salvarse. El daño irreversible que ello generaría fue impensado, tanto que hasta hoy el dolor perdura.

María y su esposo Jorge atravesaban por problemas financieros graves. Necesitaban una salida urgente para mejorar sus ingresos, la familia era amplia y las necesidades estaban igualando. Eran seis hijos, los dos mayores fueron los primeros en encontrar una primera solución: viajar a la Argentina para trabajar.

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A los pocos años se les unió su padre, tres hombres trabajando lograrían equilibrar su maltrecha economía, lo que no imaginaron es el efecto colateral que ello provocaría.

AÑOS DESPUÉS DEL VIAJE

Doce de agosto del 2011, ese día compungido por las pocas horas que le quedaban al viernes, se imponía bipolar, cielo gris, opaco, pero con bullicio por el arrebatador fin de semana.

En el barrio Santo Domingo de la compañía Hugua de Seda, un asentamiento en las profundidades de la ciudad de Luque, la vida era diferente. Lejos de los movimientos incesantes de la ciudad que se estremecía por cerrar la jornada, estaba aquella comunidad abstraída en el tiempo.

El cielo lloraba lo que acababa de ocurrir, quizás por eso el tiempo impoluto mostraba indolencia en su silencio. Los cuerpos de las dos niñas estaban sobre la cama, tendidas, envueltas en su sangre. La policía rodeaba la casa cercando el lóbrego escenario, lo que tiempo antes era descripto por la asesina “yo las maté señor comisario” retumbaba aún en la pequeña oficina de guardia en la comisaría cincuenta de aquella ciudad.

María tenía 42 años de edad por ese entonces. Se aseguró de colocarle el cerrojo a las puertas y caminó quinientos metros hasta pararse en frente a la vetusta estación de policía, en el centro comercial de Luque.

Tomó aire, sedada por sus actos, caminó parsimoniosa, sus manos con sangre las colocó por encima del roble escritorio y con sórdida mirada clavó –una vez más– su mirada en el joven agente.

–Florida y De Los Pinos –dijo ella sin vuelta en su relato.

–Perdón señora, ¿qué dijo? – contestó el policía aún sin comprender qué necesitaba aquella mujer, pálida, despeinada y turbada.

–Quiero hacer una denuncia, quiero contar que maté a mis dos hijas…

Suspenso irreversible, lo condujo a lo profundo dejándolo absorto. El jefe de guardia devolvió la mirada dejando a un lado el bolígrafo, poniendo en pausa su última transcripción de denuncia por efecto de la desgarrante revelación.

NUEVE Y CINCO

Las pequeñas fueron atacadas con un machete y un cuchillo de la cocina. Cinco y nueve años son las edades de las víctimas. Sus cuerpos fueron llevados a la cama, no las mató en ese lugar, lo sabían por el charco de sangre en el comedor.

Lilian y Clara eran las más pequeñas de los seis hermanos. Aún más inquietante de la perturbadora escena fue el desorden que encontraron. Las ropas de las niñas estaban esparcidas en la acera, frente a la casa, el patio interior, y entre las plantas del jardín. María se las sacó luego de matarlas y con ellas limpió la sangre vertida en el comedor.

Recordó –en su tétrico relato– que ese día las pequeñas debían asistir a la escuela, como cualquier otro. Mientras distraídas desayunaban, la mujer tomó un machete que lo guardaban para asear el jardín, y un cuchillo que lo guardan en el último cajón de la alacena. Fue hasta ellas, a paso lento y atacó a la mayor de las dos. La sujetó del cabello, jalando para atrás y cortó su delgado cuello. Su demencial determinación no acabó ahí, la hirió en varias partes del cuerpo, en el tórax, estómago, pese a ello la niña intentaba por reflejo defenderse, en sus brazos quedaron los rastros de una estéril escapatoria.

Sin comprender mucho pero reaccionando al dolor, la más pequeña sollozaba en su silla, pero ello no conmovió a su madre. La mató de la misma forma, su pequeño cuerpo quedó rendido, sin vida, en ese mismo lugar. El forense tomó la temperatura de los cuerpos, la rigidez cadavérica y el livor mortis, todo le indicó que el crimen habría ocurrido cuatro horas antes de la notificación policial, entre las 4 de la madrugada y las seis de la mañana.

Al día siguiente la mayor cumpliría diez años, todo acabó para ellas en ese momento.

UNA RONDA DE TRAGOS

El martes 16 de agosto, cuatro días después del crimen. La policía de homicidios seguía el rastro que obtuvo luego de varias declaraciones, les resultaba imperiosamente llamativo que la mujer actuara sola, para ellos tuvo que recibir ayuda para someter a las dos niñas. Esa pista condujo no muy lejos de la escena del crimen, una modesta casa particular ubicada en las calles Cedro y Quebracho, del barrio Laurelty.

Los golpes reiterativos molestaron a “anchón”, así lo llamaban a este fornido hombre de cuarenta y ocho años, los pies los arrastró, aún sin poder filtrar el alcohol de su torrente sanguíneo, carraspeó y alzó la voz, preguntando imperativo:

–¡¿Quién?!

–Policía, Juan de Dios Flores, tenemos información sobre su presencia en la casa de María el pasado viernes, necesitamos hablar con usted.

Juan de Dios abrió la puerta, entendió que lo ocurrido lo puso en un aprieto y alguien lo vio. Necesitaba aclarar lo que pasó unas horas antes, y no ser involucrado en el doble homicidio.

Su relato no fue convincente para los policías y lo llevaron bajo sospecha. El hombre se retiró de la casa durante la madrugada, un testigo de insomnio verificó el relato y con ello era suficiente.

–Fiscal, un vecino asegura que este hombre estuvo bebiendo con la mujer durante la noche y madrugada del viernes. Probablemente hasta el momento del asesinato –dijo uno de los policías de homicidios mientras sujetaba de las esposas.

Francisca Gómez, una joven agente del Ministerio Público fue asignada a la investigación, y sin que lo novata le pese coincidió en que –al menos resultaba sospechoso– la presencia de aquel sujeto en la casa, con una mujer casada y hasta altas horas de la noche. Una posibilidad que analizaban es que María haya tenido ayuda.

No dudó en pedir que ambos sean tenidos en cuenta para un régimen de prisión preventiva, en tanto dure la investigación. La madre asesina fue llevada al penal de mujeres, en La Casa del Buen Pastor, mientras que, Juan de Dios era entregado en custodia a la penitenciaria nacional de varones en el barrio Tacumbú de la capital.

EL CAMINO DE REGRESO

Jorge y sus dos hijos regresaron al país, cubiertos de tristeza e impotencia demostraban aún la profusa incredulidad sobre la acción de María, se negaban a entender que una mujer tranquila, apasible y atenta pudiera sacar un brutal demonio de su interior.

Teófilo y sus hijos comenzarían a descubrir paso a paso los cambios que determinaron a su esposa, conduciéndola a un camino sin retorno.

Poco después del viaje de su esposo a la Argentina, la mujer se entregó al consumo del alcohol. Primero fueron pequeñas raciones, luego estas aumentaron a botellas y estas se repetirían más veces durante el día.

El cambio de su carácter bondadoso a lo irritable e irascible se notaba con crudeza en los resquemores que mantenía con las dos hijas: Patricia con 19 años, y Zuny de 13 años, mayores a las niñas Lilian y Clara. Las discusiones aumentaban con el tiempo, hasta que un día –nuevamente– la familia se quebró. Las dos adolescentes fueron a vivir con su abuela paterna, quedando María al cuidado de las dos pequeñas.

Eso la hizo entrar en una segunda fase destructiva, el consumo de antidepresivos. Había consultado con un médico para que se los recete y lograba controlar bien sus emociones, pese a la desazón provocada por la partida de sus dos hijos mayores, su esposo, y ahora las dos muchachas.

Un día, uno de aquellos que no se sabrán, las dos vías congeniaron; el alcohol y los antidepresivos, o dejar de tomar sus pastillas para beber. Aquellos dos caminos la condenaron, cada vez la sumieron en un hondo pesar del que no pudo salir más. Sus alucinaciones la marcaban con serios problemas psiquiátricos, ya no era segura para las pequeñas.

Jorge en esa semana de su retorno comprendería todo lo que había pasado, nadie se lo contó para evitar su quebranto. Su madre intentó en dos ocasiones obtener la custodia de las niñas, pero su condición y la oposición de María se lo impidieron.

La vida se le derrumbó y se cuestionó tantas veces aquel viaje, aquello que serviría para mantenerlos fuera de la necesidad económica.

PENA COMPURGADA

En el 2016, María completó tres años de una condena previa por doble filicidio. Su expediente sumaba análisis psiquiátricos, clínicos, exámenes toxicológicos y otros exámenes que probaron su trastorno. Con eso obtuvieron una orden de traslado al Hospital Psiquiátrico de la capital, era momento de enfrentar a sus demonios. Pero eso duró poco, un año más tarde logró escapar del instituto y lo primero que hizo fue visitar el viejo barrio. Su familia se encargó de llevarla nuevamente hasta el hospital, esta vez pudo con la enfermedad… Solo un tiempo.

María obtuvo un tratamiento ambulatorio. Lucía bien después de esos años de fármacos y la decadencia del centro de rehabilitación, hasta dentro de esos días claros de marzo del 2018 atacó a su vecina, una mujer de 58 años. Dos certeros puñales que pusieron su vida en peligro. Quizás el destino y la ayuda de vecinos la salvaron.

María fue acusada por lesión grave y volvió a prisión, donde continúa hasta hoy…

Dicen que la depresión es como las ondas que genera una piedra al lanzarla al agua, se sabe dónde comienza, pero no dónde termina…

FIN

Las identidades de los integrantes de la familia fueron cambiadas por nombres ficticios para su protección.

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