Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Casi seis meses de aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO). Estúpida expresión, estúpida sigla que, seguramente, alguien vendió por buena plata a quienes no saben qué decir sin un libreto. “La cuarentena”, como se la menciona por estas tierras arrasadas por la imparable pandemia de SARS-COV-2, el encierro y las ausencias estragan. Debilitan. La vieja mecedora junto al hogar con leños crepitantes, como cada viernes, es mi refugio. El copón, en mi mano derecha, oxigena con moderado movimiento circular un Gran Mascota Cabernet Sauvignon 2016, que Mascota Vineyards produce y cría con dedicación en Cruz de Piedra, Maipú, provincia de Mendoza, 1.350 km al noroeste de Mar del Plata, Argentina, y cerca de 1.760 km al sudoeste de mi querida Asunción, donde el suelo comienza a elevarse para constituirse en esa Cordillera de los Andes que nos une con Chile.

Con los ojos clavados en los brillantes reflejos rojo oscuro que emergen en el mágico instante en que el cristal teñido con la coloración intensa de las uvas de esa cepa orgullosa madurada en barricas de roble francés, pensé que los más recientes abrazos que di y recibí fueron en los últimos días de aquel verano que ya pocas y pocos recordamos cuando solo faltan para la venidera primavera 20 amaneceres sobre el horizonte de ese mar gigante, color plata, que cada día parece más lejano aunque está allí, a pocos pasos, prometiéndonos misterios, revelaciones, adioses, bienvenidas y, por qué no, refugio para millones que lo eligieron como última morada. Tristeza infinita. “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido…”, cantaba una vez más El Nano desde un ya casi vetusto joven cederrón. “Nada más amado, que lo que perdí…”. Tal vez, la libertad de andar haciendo caminos. Su música y sus letras contienen. Tal vez, tengan algo de tango cuando gana melancolía. Nunca imaginé que tanto extrañaría aquellos abrazos. Yo te abrazo. Tú me abrazas. Él me abraza. Nosotros nos abrazábamos.

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La emergencia sanitaria todo parece resignificarlo. Atrás – archivados– quedaron los abrazos. Lo que ayer era gesto de consuelo, de contención, de reencuentro, de amistad, de esperanza, de festejo, de golazos, ha trocado en amenaza de muerte posible. Tristeza infinita. ¿Cuándo podré volver a abrazarte? ¿Cuándo volveremos a abrazarnos? Maldito virus que también nos priva de estrecharnos las manos. De esos apretones de manos con los que sellamos para siempre esos vínculos que nos mantuvieron, nos mantienen y nos mantendrán con vida más allá de la vida. Porque también con esas manos que hoy nos prohíben entregárnoslas, ofrendárnoslas, regalárnoslas, podremos –como ahora, en este tan mágico como sagrado momento– aferrarnos a aquello que nos permitió conocer la felicidad y a despedirnos, para llevarnos, en cada partida, el calor de esa mano que siempre permanecerá unida a quien nos las entregó con el sueño y la esperanza del regreso. ¿Cuándo volveremos a vernos cara a cara, a tocarnos, a sentirnos sin esa puta virtualidad de por medio? De haberlo sabido, de haberlo imaginado, las despedidas –cuando los últimos encuentros sin limitaciones– seguramente hubiesen sido diferentes. Distintas. Sin dudas, con un chau sencillo no hubiese sido suficiente.

Tal vez, no nos hubiésemos permitido irnos. Alguna vez, habibi Hamurabi Noufouri –un hermano que la vida me regaló desde hace poco más de 30 años– en una larga madrugada, mientras fumábamos narguile o hookah, me explicó que, en tiempos del Al-Ándalus –en un momento que no logro precisar, el profe Emilio González Ferrini– dijo que en la lengua de la arabidad de entonces, labio y frontera, eran la misma palabra. Amante de las inexactitudes que atesora mi ignorancia cuando quiero creer en la belleza de ciertos relatos, quise encontrarle sabiduría a esa coincidencia. No son pocos ni pocas las que claramente con sus labios – desde donde exteriorizan sentimientos hechos palabras– son creadoras y creadores de fronteras. Los que esta medianoche recuerdo, extraño, aquellos y aquellas de las que tengo saudades, son las que con sus labios que nada limitan. Las y los que entienden que son como fronteras abiertas para que de ellos, en ellos y con ellos, solo emerjan verdades, libertades y nunca impedimentos. Los labios de aquellos y aquellas que nunca jamás podríamos imaginar, ni aceptaríamos sin amenazas y aun con ellas, cubrir con barbijos, tapabocas, mascarini o como quieran llamar a esa mordaza que nos impide dar o recibir amor, de dar o recibir esperanza o, simplemente, dar o recibir. “Sentir tus labios despintados, como luego de besarnos…”. Aquel catalán grandioso para sobrellevar esta noche nostalgiosa, quedó atrás. La aguardentosa voz de Virgilio (Espósito), aquel viejo amigo al que, en más de una madrugada, quizás cargado con alguna copa demás, supe incomodar con lo que imaginaba que era cantar cuando él ejecutaba su piano mágico cerca de cada medianoche porteña en “Los Teatros”, aquel restaurante litúrgico que nos recibía en la cercanía de donde se cruzaban Talcahuano con Sarmiento, a metros de la inmortal calle Corrientes, ganó espacio.

El profundo silencio de esta madrugada en desarrollo me trajo las imágenes y voces de muchos noctámbulos y/o madrugadores que, como se vanagloriaba otro tanguero, con hidalguía, nos acostábamos cuando el Sol se asomaba para que supiera que no era la intención opacarlo. Sueño con el momento de ese reencuentro que casi todas y todos esperamos. Como entonces, sueño con que nos volvamos a ver y sentir sin limitaciones. Sueño con el abrazo de las hijas, los hijos, las nietas, los nietos, las amigas, los amigos y hasta el roce callejero inevitable con desconocidas y desconocidos en aquellos tiempos sin pandemia.

Sueño con que nos enseñen (y aprendamos) a vivir –y convivir, a vivir con– en tiempos de pandemia, sin que tengamos vacunas ni tratamientos. Sueño con que volvamos a ser nosotras y nosotros para reencontrarnos con esas otras y esos otros que también son nosotras y nosotros. Desperté con frío. Los leños eran solo un montoncito de cenizas. Alguna calandria reportaba con un hermoso canto bitonal que el Sol comenzaba a ocupar el firmamento. No tuve el coraje necesario para romper el silencio. Las imágenes de una noche misteriosa volvían una y otra vez sin interrupciones. Comencé a descubrir que el regreso de una vigilia tan intensa no es sencillo.

Los interrogantes atropellan. ¿Soledad nostalgiosa? ¿Tal vez un sueño? Me asusta la posibilidad de encontrar una respuesta. “Si el sueño fue (como dicen) una tregua/ un puro reposo de la mente/ ¿Por qué, si te despiertan bruscamente/ sientes que te han robado una fortuna”, escribió alguna vez Jorge Luis Borges. Gladiador dialéctico que enfrentaba cada madrugada a sus insomnios, prosiguió: “¿Por qué es tan triste madrugar?/ La hora nos despoja de un don inconcebible/ tan íntimo que solo es traducible/ en un sopor que la vigilia dora/ de sueños, que bien pueden ser reflejos/ truncos de los tesoros de la sombra/ de un orbe intemporal que no se nombra/ y que el día deforma en sus espejos./ ¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño, del otro lado del muro?”. No me animé a responder al interrogante del maestro. Me abruma imaginar que muchas y muchos gritaron en mi sueño lo que no se atreven a decir al poderoso o poderosa que fuere lo que sienten.

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