Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas
La noche del viernes suele ser el momento indicado para las reflexiones. El silencio, que cerca de la medianoche todo lo envuelve, es también espacio para los balances. El suave movimiento de la mecedora junto a los leños encendidos completa la construcción de un clima de recogimiento en el que el primero de los pensamientos es para poner todo en duda. Bienvenida la incertidumbre, porque de ella emergerá el mundo que resulta difícil de imaginar.
No son pocos los que a lo que no saben, a lo que desconocen, lo llaman la nueva realidad. Una categorización tan amplia como imprecisa. La cantidad de muertos en la aldea global, a los que el virus se llevó, se acerca a 800 mil. Los contagiados, en torno de los 22,5 millones. Impensado recuento algunos meses atrás en un mundo que vanidosamente se vanagloriaba de los avances de la ciencia que, a la luz de la tragedia, resultan inútiles para acotar los daños de un virus hasta ahora imparable. No son pocos los que para rescatarse a sí mismos de la angustia que los embarga leen una y otra vez que, en ese escenario, unos 12 millones se recuperaron.
El medio vaso lleno para justificar desde el relato sus corruptas ineptitudes. “Hay tres tipos de mentiras: mentiras, malditas mentiras y estadísticas”, sostienen muchos que sostuvo alguna vez Mark Twain. Hasta Raymnod Redington, el cínico protagonista de “Black List”, es uno de los que aplican esa mentira para justificar su vida criminal. Mis ojos se posaron en los reflejos de firmes y bellos tonos rubí que escapaban del copón cargado de Balthazar Petit Baron Rouge 2016 Vignerons de Buzet. Las nobles cepas Merlot, Cabernet Franc y Cabernet Sauvignon, cuando mis párpados bajaron, me llevaron a suroeste de Francia, en las cercanías de los Pirineos, hasta donde alguna vez llegué, no mucho tiempo atrás, en el 2005, luego de dejar atrás a mi querido México. Una videollamada de Whatsapp me alejó de aquellos recuerdos.
No respondí. No era momento para una charla tecno como la que nos propone el ecosistema digital en el que desarrollamos una buena parte de nuestras cotidianeidades aquellas y aquellos que tenemos acceso constante a internet desde hace poco más de 150 días cuando el apretón de manos, la caricia, el abrazo, la cercanía dejaron abruptamente de ser demostración de afecto para trocar en peligrosos hábitos que pueden poner en riesgo nuestra vida. Una mierda. Cuando más necesitamos sentirnos cerca, sentirnos juntos, sentirnos seguros para enfrentar la pandemia global, los líderes de la nada, con la ayuda de los inventores e inventoras de eslóganes eufemísticos, de siglas metafóricas, nos dicen que, para salvar la vida, lo mejor es estar socialmente aislados.
¡Quedate en casa! Parece que, en esta, juntos no somos más. Salvaguardas para pocos. Al ecosistema digital no acceden los que no tienen casa ni aquellos que viven hacinados. Desigualdad. El absurdo mundo del Second Life parece ser ese nuevo barrio cerrado en el que ingresan unos pocos que, de la mano del acceso a internet, sienten seguridades de todo tipo. Compramos alimentos y artículos de limpieza en el supermercado virtual. Los actos médicos –”para no contagiarnos”– los hacemos con el recurso de la telemedicina. Estudiamos y trabajamos a distancia. Celebramos cumpleaños, fines de curso, divorcios, nuevas parejas, cocinamos gourmet con los más exquisitos chefs. Todo en la red.
Hasta lo más cercano queda lejos en la realidad virtual cuando lo que están en juego son los sentimientos. Alguien me contó que hasta los velorios se hacen en alguna de esas plataformas que trocaron en las autopistas del afecto y la vincularidad virtuales porque no más de tres personas pueden acompañar al que parte en su último viaje. Una buena parte de todas y todos somos como activos personajes de una Play Station global. Ninguna de estas prácticas están al alcance de quienes padecen de analfabetismo, pobreza o indigencia digitales. Parimos y morimos en soledad.
La memoria me puso nuevamente en México. En la puerta misma del Museo de Antropología, en el DF. Recordé al llamado Hombre de Madera, del que supe junto con el querido colega periodista y amigo nicaragüense Archivaldo Chow. Con él leímos y releímos con atención, durante algunos días, las páginas del Popol Vuh, libro sagrado de los quichés, pueblo originario de Guatemala. En aquel texto magnífico supimos que los dioses se ocultaban debajo de plumas azules y verdes y que, por esa característica, los llamaban Gucumatz. En las creencias de aquellos antepasados – supimos después de conversar largamente con un guía en Teotihuacán– existían el cielo y el Corazón del Cielo, que era la forma en la que llamaban a Dios.
El relato dice que la vida se inicia con Hunapú (Maestro Mago) e Ixbalanqué (Pequeño sacerdote local), hermanos gemelos que, con el tiempo, se transforman en el Sol y la Luna, iluminadores de la nueva raza. En Teotihuacán, se los recuerda con sendas pirámides a cuyas cimas subimos –no sin esfuerzo– con el amigo Chow. Según las escrituras sagradas de los quichés (pueblo originario) en el Popol Vuh, los dioses crearon tres veces al hombre. Primero fue el hombre de barro; luego el de madera; y, finalmente, el de mazorcas de maíz.
Si bien pasaron muchos años, la conversación con el viejo fue riquísima. Nos dijo que “a los muñecos de palo, a los hombres de madera los mataron los utensilios”. Nos sorprendimos y quisimos saber más. “Traicionaron a los dioses porque no hablaban con los creadores, no pensaban. No pensaban en sus padres. El Corazón del Cielo, para terminar con ellos, primero produjo una inundación y luego, los utensilios fueron contra ellos. Como si hoy los autos, los aviones, los inventos atacaran a la humanidad”. Hicimos silencio. “¿Usted dice que aquellos inventos tecnológicos los mataron?”, preguntó Archivaldo con tanta extrañeza e incredulidad como la que yo sentía. “Sí”, respondió el guía y agregó: “Después de la inundación, los animales, pequeños y grandes, se acercaron a los hombres.
Los palos y las piedras, que venían detrás de ellos, comenzaron a golpearlos en la cara. Los platos, los cuencos, las ollas, las tinajas, las piedras para moler, los comales se levantaron en el aire y se estrellaron contra sus caras. Todos los animales y los utensilios los atacaron por los males que les causaron”. En el Popol Vuh dice, aseguró aquel guía maya, que las piedras de moler, quejosas dijeron a los muñecos de palo que “éramos atormentadas por ustedes, cada día, cada noche, al amanecer, todo el tiempo hacían holi, holi, huqui, huqui nuestras caras a causa de ustedes”. Regresamos a DF en silencio. Los dos pensamos, como aquel relator ancestral nos los comentara, que para aquella humanidad la tecnología de entonces la llevó a la falta de diálogo, primero; y, a la destrucción, después. Quien quiera leer, que lea.