Por Bea Bosio
Manuel Domecq (1859) tenía apenas seis años cuando estalló en su vida el horror de la Guerra Grande. Desde entonces la breve infancia transcurrida en Tobatí –fugaz recuerdo de abrazos y canciones– quedó flotando como una nebulosa afectiva que a veces lo abrigaba en medio del temor y de las balas, de la incertidumbre y del hambre. En el cerco de Humaitá (1868) cayó su padre, y en Piribebuy, un año más tarde, perdió a su madre. Puso el pecho en Acosta Ñu con valentía (la batalla más triste del continente), y a los 10 años era uno de los tantos huérfanos errantes, que deambulaban entre las ruinas de lo que había sido una patria hecha añicos por una Triple Alianza funesta de hermanos invasores.
Solo, triste y desamparado, podría haberse perdido como otros tantos niños que fueron llevados por los soldados a sus respectivos países, pero Manuel tuvo la buena fortuna de tener una tía muy influyente, que ni bien llegó a Asunción desde el exilio en Buenos Aires, inquirió sobre la suerte que habían corrido sus parientes. Concepción Domecq de Decoud estaba casada con el segundo jefe de la Legión Paraguaya y no tardó en dar por extraviados a sus sobrinos huérfanos, los hermanos Manuel y Eugenia Domecq.
No tardaron en presentarse unos soldados a su puerta una noche:
–Usted busca un sobrino, señora, nosotros lo tenemos– dijeron sin más vueltas, y Concepción sintió que le volvía el alma a la sangre.
–Por favor, tráiganlo, ¡quiero verlo!– exclamó implorante, pero los brasileños demandaron el pago del “servicio” de aquella diligencia, y empezó un ida y vuelta de negociaciones hasta que al fin quedó fijado en ocho libras esterlinas el retorno del pequeño (una fortuna en aquel momento).
Manuel no conocía a la señora que lo abrazó inundándolo de lágrimas, pero sus ojos estallaron en luz cuando al fin pudo ver a su hermana. Algo del pasado quedaba en ella. Algo de aquellos años perdidos en la guerra. Muy pronto, los adultos decidieron que sería una buena idea alejar a los niños de esta tierra tan poblada de ausencias, y acordaron que estarían mejor en la Argentina. Se dispusieron a partir sin más espera, pero en el trayecto a pie a la estación de ferrocarril ocurrió lo impensable: Manuel volvió a perderse. Alertado del extravío, el tío que iba a recibirlos utilizó todo el poder a su alcance. A través de una circular dirigida a jefes y oficiales del ejercito aliado, pidieron desesperadamente noticias del niño, hasta que a los cuatro meses ocurrió el milagro: Resultó que aquel día de la partida, Manuel había subido al caballo de un oficial brasileño que terminó llevándolo hasta Brasil, donde acabó viviendo con el mismísimo Duque de Caxias, que estaba a punto de adoptarlo. Su tío fue en persona a retirarlo, y recién ahí Manuel pudo instalarse con su familia.
Asentado finalmente en la Argentina, Manuel se nacionalizó en el país hermano, y pronto inició una nueva vida que se colmaría de honores y logros a través de la Marina, donde se alistó al cumplir 18 años. El huérfano de guerra del país mediterráneo se enamoró del mar de tal manera que triunfó conquistando océanos, explorando los confines más remotos de la tierra (fue observador por ejemplo de la guerra ruso-japonesa). Estuvo en Estados Unidos, en Europa, fue contralmirante, comandante en jefe de la Escuadra de mar y tuvo a su cargo el acorazado Moreno y el acorazado Rivadavia como vicealmirante. En el gobierno de Marcelo T de Alvear llegó a ser ministro de Marina y fue tan grande su legado que hasta el sol de hoy el astillero que construye submarinos en la argentina lleva su nombre.
A pesar de los mil méritos enlazados a su estampa, nunca olvidó al Paraguay de sus amores, y cuando llegó de nuevo la guerra en el Chaco de nuestra patria, apoyó la causa de la tierra de sus padres. Fundó la Asociación Fraternal Pro-Cruz Roja Paraguaya, enviando frazadas, alimentos y uniformes.
Tal vez recordando sus harapos raídos,
El frío de su niñez mancillada,
El hambre de la guerra de sus dolores.
El día de su cumpleaños –12 de junio de 1935– una comisión internacional presidida por Saavedra Lamas (a quien Manuel Domecq asesoraba) logró finalmente el acuerdo de paz con Bolivia. Por fin el cese de fuego. Y para él sin duda, un júbilo profundo en el alma.
Manuel Domecq García vivió una larga vida y descansó finalmente a los 92 años en la ciudad de Buenos Aires. Los datos de su extraordinaria vida y de su espíritu resiliente han sido extraídos para esta crónica de un valiosísimo material del historiador Luis Verón y de una compilación de Eduardo Nakayama publicada en la Asociación Cultural Mandu’arã. En este día del niño, en memoria de los heroicos combatientes. Ilustración: Yuki Yshizuka.