Por Jorge Rubiani

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Uno de los hechos por el que más frecuen­temente es criti­cado el mariscal Francisco Solano López, fue la presen­cia de menores en el ejército paraguayo durante la guerra de 1864 al ’70. Pues efecti­vamente, las fuerzas mili­tares dispuestas contra la Alianza fueron alimentadas en varios pasajes de la con­tienda, con preadolescentes o directamente, niños.

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Si no puede excusarse esta hipoteca sobre el futuro del Paraguay, es difícil, sin embargo, como ante cual­quiera de las consignas morales que la guerra pros­cribe, otorgar una condena al fenómeno sin atisbar en todas las características y situaciones que la misma deparó. Porque si ya muer­tos sus padres y hermanos mayores y peregrinantes tras los ejércitos... ¿Cuál era el destino de estos niños? ¿Cómo habrían podido escapar de un incen­dio que desde los campos de batalla se extendió hasta sus hogares y por todo el territorio de la República? ¿Cómo pudo haberse evi­tado que fueran vendidos como esclavos o enviados como “regalos” a las fazen­das del Brasil… como suce­diera a lo largo del conflicto armado? ¿O ser vejados o degollados una vez hechos prisioneros, según lo veri­ficaron también varios tes­timonios…?

CULPAS CARGADAS

Lamentablemente, los paraguayos cargamos cul­pas por situaciones que fue­ron generalizados durante aquella guerra. Con el agra­vante que la supremacía de las armas aliadas pare­ciera haber distendido los criterios morales de los vencedores, para apli­carlos con rigor a quie­nes correspondió la des­gracia de la derrota. Pues un ejército como el brasi­leño que además de niños, enrolaba esclavos para el dudoso “honor” de morir libres; o criminales bajo la bandera argentina ampa­rados con el eufemismo de “hombres de mala fama”... ¿Cuán condenable pudo haber sido la decisión de los paraguayos que, sin otras alternativas dejaran que los niños siguieran a sus progenitores o hermanos mayores para que final­mente fueran alcanzados por las acciones militares o sus secuelas? O que frente a la exaltación de las virtu­des heroicas con las que el bando aliado suele glorifi­car la actuación de meno­res en sus propias filas, nos preguntáramos con el escritor argentino Atilio García Mellid: “...¿Por qué era barbarie en López, lo que en Mitre o Flores era prematura expresión de heroísmo?”.

Finalmente y ante tanta sensibilidad de los enemigos del Paraguay ¿…no se die­ron cuenta de la presencia de estos niños, cuando des­pués de las batallas incen­diaban los campos llenos de ellos, cuando ya heri­dos o simplemente aterra­dos, se ocultaban entre los pajonales en el desespe­rado intento de huir de la matanza? A este respecto, para muestra un botón: tras la caída de Piribebuy, el 12 de agosto de 1869, el coronel brasileño Alfredo D’Scrag­nole, vizconde de Taunay, verificaba consternado “…el elevado número de niños muertos junto a las trinche­ras paraguayas recién con­quistadas. ¡Cuántos niños de 10 años o menos aun –recor­daba– muertos por heridas de bala o lanceados!”.

Arquitecto Jorge Rubiani.

LA BATALLA

Al caer la noche del 15 de agosto de 1869 y desde el pueblo de Caraguatay, el mariscal López advertía mediante un chasque al general Bernardino Caba­llero, que el ejército bra­sileño iba tras él. Ante la indicación, el jefe para­guayo aceleró la marcha de sus 3.648 combatientes, la mayoría de ellos meno­res de 14 años cuando no fueran heridos o mayores de 60, además de la compa­ñía de algunas mujeres que siempre seguían de cerca a la columna.

Pero el aviso llegaría tar­díamente o porque ya sin contratiempos en el camino, los brasileños darían alcance a la hueste de Caballero cuando éste atravesaba una vasta pla­nicie conocida como Acosta Ñu. Nombre derivado de su antiguo propietario, el por­tugués Juan Blas Acosta Freire y Caravajal. De la fuerza paraguaya, “...solo el batallón Nº6 cuyo jefe era el teniente coronel Ber­nardo Franco, estaba com­puesto de veteranos”. Este tenía, además, la asistencia de otro veterano, el coronel Florentín Oviedo.

Caballero ordenó a Franco que entretuviera al ene­migo hasta que él mismo pudiera ubicar al resto de los hombres en mejo­res condiciones para la defensa. Mientras llegaba hasta el arroyo Jukyry intentando posicionar la escasa artillería disponible y desplegar sus tropas. El contingente de la Alianza compuesto de 20.000 hom­bres de las tres armas, bien armados y conduci­dos por cinco experimen­tados generales: Manuel de Acevedo Pedra, José Luis Mena Barreto, José Anto­nio Correia de Cámara, Carlos Resin y Victorino José Carneiro Monteiro, ya iniciaba el ataque.

En las circunstancias seña­ladas, las tropas del Impe­rio iniciaron las cargas que se sucederían en el correr de la jornada, una tras otra. Las bajas “...eran conside­rables de una y otra parte, los aliados tenían la ven­taja de reponer a los que hubieran muerto o fueran heridos”, explica el histo­riador brasileño Fernando Batista. Estas contaban además con la ventaja de disponer de armamentos y municiones de reposición mientras que los paragua­yos, sin municiones para sus pocos cañones, los car­gaban con balas de fusil “... barriendo con ellas las columnas asaltantes”, de acuerdo a la explicación de Efraím Cardozo.

UN LEJANO RUMOR

Mientras Franco moría en el cumplimiento de la orden encomendada y Caballero vadeaba el Jukyry para que la lucha se viera reno­vada también en ese lugar, “...oyóse de repente un lejano rumor, como el una tempestad que se apro­ximaba. Era la caballería de Cámara, que llegaba a toda carrera”, de acuerdo al relato de Efraím Cardozo.

Aún con esta nueva y temi­ble presencia, Caballero y sus jóvenes soldados aguan­taron a pie firme. Pero si la entereza de éstos “era inquebrantable”, las ocho horas de combate empeza­ron a mellar su capacidad de lucha y de resistencia y el contingente ya se habían reducido solo a muertos o heridos. El general para­guayo pudo escapar enton­ces con un pequeño grupo de oficiales y tropa. Pero junto al coronel Franco quedaron muerto en el campo de batalla 29 ofi­ciales y 1.765 hombres de de tropa. Un total de 1.794 hombres.

EL ESPANTO

Prisioneros de los brasi­leños quedaron el coronel Oviedo, con 36 oficiales y 1.816 de tropa. Un total de 1.852 hombres. La mayo­ría de ellos, heridos. Que­daron además en poder del enemigo, banderas y armamento, municiones y carretas con provisiones. La carnicería terminaría con algo digno del jefe de la Alianza, Gaston D’Or­leans, conde D’Eu: el fuego que incendió el campo en donde todavía se arrastra­ban algunos paraguayos heridos “que sobraron” de la matanza. “... Las llamara­das iban carbonizando a los muertos junto con los heri­dos que no podían moverse; mezclados con el crepitar del fuego se oían sus gritos lacerantes de sufrimiento y de terror”. Versión que también se la debemos al Historiador Batista.

El bárbaro procedimiento también fue descrito en las “Memorias o reminiscen­cias históricas sobre la gue­rra del Paraguay”, del Cnel. Juan Crisóstomo Centurión, en la página 87, del Tomo IV, de la edición de 1987.

“…. Las llamas a esa hora devoraban una parte del campo donde murieron carbonizados muchos heridos. Y la porción no incendiada ofrecía a la vista el triste y doloroso espec­táculo de muertos y heridos esparcidos por doquier; aquellos iner­tes, estos palpitantes; lanzando gritos desga­rradores de dolor y de desesperación en las ansias de la muerte”.

También se consigna el hecho en la página 322 del tomo XII del libro “Hace 100 años”, de Efraím Cardozo:

“…Terminada la batalla el campo fue incendiado y de este modo perecieron centenares de los peque­ños heridos que yacían en los pajonales”.

REPORTE FINAL

Dos días después, en Valle’i, López recibía el informe de lo sucedido en Acosta Ñu. El mismo general Caba­llero, acompañado de unos 30 oficiales sobrevivien­tes (algunos mencionaron solamente cuatro) “… y una escasa porción de tropa”.

Otros grupos irían sumán­dose más tarde, “…hasta for­mar un total de 500 reincor­porados” a la columna del mariscal para la marcha que culminaría en Cerro Corá el 8 de febrero de 1870. “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas” Mt 15,28

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