Por Bea Bosio
El 25 de marzo de 1947 amaneció templado, pero más bien tirando a cálido con un ligero viento seco que provenía del Norte. La fecha quedaría guardada en la memoria de todos para siempre porque era el Día de La Encarnación y, como era costumbre, la familia Cazal estaba reunida en la mesa a la hora del almuerzo para honrar el santo ára de la abuela Chiquita (Encarnación) Delmás.
Todos los días eran pesados en aquel entonces, mucho más allá de la mala fama del viento norte. La Revolución del 47 tenía enfrentado al pueblo paraguayo en una cruenta Guerra Civil que afectaba a casi todas las almas y las noticias llegaban de a poco: bajas, victorias, dimes y diretes.
La abuela Chiquita –que presidía la mesa– se persignó antes de empezar el almuerzo y cerró los ojos como en un gesto de oración, susurrando palabras inteligibles. (Pero ni falta hacía entenderla para saber que encomendaba a su hijo, el subteniente Jorge Napoleón Cazal, que batallaba valientemente su insurrección en el Norte.) El abuelo esperó a que su mujer terminara el pequeño rezo y mientras transcurría la comida, sintonizó la Radio Nacional para escuchar el boletín del medio día. En todos los hogares había una suerte de zozobra y estaban pendientes de las noticias. En todos habitaba el miedo subrepticio de que llegara el día en que tocara la puerta la mismísima muerte. Pero nadie hablaba de ese temor abiertamente. Era como si nombrar la desgracia habilitara a que acontezca en cualquier instante.
El locutor fue trasmitiendo las novedades, mientras la familia, con gestos mudos, iba disfrutando la comida, hasta que el mundo se detuvo de repente:
“Lamentamos informar que en la zona de San Pedro, luego de intensos combates entre gubernistas y rebeldes, se confirma el fallecimiento del subteniente Jorge Napoleón Cazal, cuyo cadáver fue identificado junto a los de los soldados…”.
Una exclamación ahogada de conmoción sonó en el comedor al unísono y la abuela soltó un sollozo tan desgarrador que habitaría en la memoria de sus otros hijos para siempre. Se perdieron los platos, el almuerzo, las horas y el tiempo, y empezaron a llegar las visitas para dar el saludo sentido de los pésames. El único que no se rindió ante el dolor fue el abuelo, el comandante José María Cazal, quien preso de un pálpito fuerte desdeñó los abrazos como en un trance y salió de la casa, sin hablar ni mirar a nadie. Caminó sus pasos con la cabeza bombardeándole mil recuerdos de la propia gesta chaqueña, donde había peleado heroicamente. Retumbaban las metrallas y la sed hacía estragos en la garganta. El sol, el fusil, el temple del guerrero que solo se conoce en el fragor de la batalla. Aquel que hasta el último suspiro no se rinde. Y con ese vozarrón que lo había caracterizado en su propia hora, se abrió paso en la Radio Nacional y ni bien cruzó el portal, demandó enérgicamente:
“¡Soy el Tte. Coronel Cazal, quiero que me informen de inmediato sobre la existencia de esa lista donde figura como fallecido y reconocido mi hijo el subteniente Cazal!”.
Lo dijo de un modo tan vehemente que el oficial que estaba al frente se cuadró y le trajo la lista sin chistar. El teniente la tomó con el corazón disparado por la adrenalina y clavó en el nombre de su hijo su vista de lince.
“Su nombre está en lápiz de papel”, dijo aliviado, sacándose dos toneladas de dolor de encima.
Todos los otros nombres estaban escritos en tinta.
Y con esa certeza volvió a su casa a esperar tener noticias de su hijo y jamás lo creyó muerto, ni cuando llegaron los telegramas de la familia desde Villa del Rosario ni con toda la procesión de curas que desfiló a dar los pésames de la orden de los salesianos, hasta que tres meses más tarde, en un día claro y fresco de mayo, llegó una carta a puño y letra de su querido hijo:
“Me acabo de enterar que dijeron que había muerto y lamento tanto que hayan pasado por esa pesadilla. Lo bueno es que me dijo mi superior al enterarse de esto que cuando pasan estas cosas, uno ya se queda sin morir por un buen tiempo”.
* Efectivamente, Jorge Napoleón Cazal vivió una larga vida y luego de un tiempo de exilio pudo volver al Paraguay en el año 52, gracias a una suerte de amnistía que hubo para los revolucionarios de Concepción y de la Revolución del 47. Se casó y tuvo 3 hijos, de los cuales Carlos –que es amigo mío– me contó esta historia y me permitió reconstruir la anécdota para esta crónica.