Por Ricardo Rivas
Periodista
Twitter: @RtrivasRivas
Los líderes de la nada de escala global suelen estar rodeados de excelentes creativos que los entornan. Especialmente para ajustar el discurso en pos del relato. Suelen ser aquellos que tanto les insisten con la importancia de cómo habrán de decir lo que dirán que, por alguna extraña razón, en no pocos casos, esos asesorados dejan de tener en claro que, quizás, algunos puntos por arriba –en importancia– se encuentra lo que dirán.
Lo políticamente correcto – esa especie de controvertida forma de presunta ética global con la que hay quienes afirman que se vulnera la libertad de expresión– parece ser central, desde muchos años, en todas partes. Allí estaba plantada la reflexión, a propósito de Donald Trump que, semanas atrás, recomendó, en una conferencia de prensa, consumir desinfectantes, inyectables o bebibles para terminar con el covid-19. Una noticia falsa, un bulo, una fake news, desde lo más encumbrado del poder global en momentos de una crítica emergencia sanitaria que, por estas horas, contaminó cerca de 19 millones de personas y puso fin a la vida de poco más de 700 mil.
En pocas horas más, desgraciadamente, serán más. Pero, junto con la pandemia que nos lleva por delante y aparece como imparable, también se nos impuso el aislamiento que –para qué repetirlo– se nos presenta como la única salida. El “no se junten” –en estos aciagos tiempos– parecería ir en sentido opuesto, en tanto significado, a lo que los sentimientos demandan. ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio) y DISPO (Distanciamiento Social Preventivo y Obligatorio), las siglas más mencionadas aquí, en el país de los eslóganes eufemísticos, procuran amortiguar el real sentido del tan increíblemente extenso como socialmente incomprensible confinamiento que, sin vacunas ni tratamientos, parecería ser lo más apto para enfrentar a este nuevo SARS que se mantiene como imbatible. Tal vez, en otros rincones de la aldea global, no sea muy diferente.
De allí que en la noche de este viernes, que en poco tiempo dejará de ser, los pensamientos recorrían senderos impensados. En aquel escenario de mecedora, leños crepitantes, algo de música y un italianísimo Domenico Clerico Barolo Aeroplan Servaj 2010, en el copón, que algunos años atrás el entrañable amigo Eugene Giovanni Zappietro, enorme escritor y maestro, me regalara –supongo– para beber en una medianoche como esta, llegó la voz hecha mensaje de WhatsApp de Augusto dos Santos, ese hermano de vida y oficio periodístico, desde mi querida Asunción. El confinamiento preventivo como herramienta para la emergencia sanitaria y sus efectos, que comentamos días atrás, fue el disparador. “Uno tiene la grandeza de enfrentar estos tiempos, pero el saldo que deja, en materia de mala calidad de vida, de relaciones sociales, de confort intelectual, cultural, ausencias, es inconmensurable.
El 2020 nos va a quedar debiendo muchísimo, pero... hay que avanzar”. Lo escuché en silencio. Solo atiné a clavar mis ojos en el resultado de esas uvas Nebbiolo para descubrir, en el trasluz del copón contra las llamas, infinidad de rojos que se disparaban hacia un cosmos misterioso. Con la convicción de que “nunca es triste la verdad” porque “lo que no tiene, es remedio”, como canta el Nano Serrat, creí descubrir la profunda reflexión que encierra el pensamiento de Augusto.
Las fake news, las noticias falsas, los bulos, nada tienen que ver con el oficio periodístico que siempre incomoda porque revela, sin pedir permiso, las falsedades. El reloj dio cuenta precisa del inicio de un sábado más. Lo recibí con alegría, pero sin dejar a pensar en ese peligroso juego tan humano que enfrenta a mentira con verdad. “Divididos”, esa banda rockera que me encanta, me mueve e interpela: “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad…”.
El primero de los días de este agosto tan distinto de otros que vivimos, Adolfo Pérez Esquivel, ese amigo desde más de cuatro décadas, Premio Nobel de la Paz en 1980, me envió un correo para recordar que 75 años atrás –el 6 de agosto de 1945– se produjo el primer bombardeo atómico de la lacerante historia de muertes y exterminios de la humanidad.
“El avión –recuerda Adolfo– sobrevoló la ciudad de Hiroshima. Los pilotos listos para cumplir su rutina de guerra. Arrojar las bombas sobre territorio enemigo y regresar a la base. Ese día las instrucciones de sus jefes fueron que llevaban un arma especial. Por ello, debían arrojar la bomba sobre el objetivo asignado y alejarse lo más rápido posible del blanco. El cielo estaba sin nubosidad y el comandante feliz porque habían puesto el nombre de su madre, Enola Gay, en el fuselaje del avión.
Sin embargo, cuando arrojaron la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, algo se quebró en su interior. El piloto (Paul Tibbets) gritó ‘¡Dios mío… Dios mío… qué hemos hecho!’. En ese minuto el mundo cambió. El presidente (Harry) Truman de los EEUU dio la orden de arrojar la bomba (Little Boy, su nombre clave) sobre Hiroshima, una ciudad civil sin bases militares, para terminar con la guerra (Mundial II). La bomba atómica desató el horror, la destrucción y muerte sobre la humanidad”. ¿Aquella tripulación desconocía qué nueva arma de destrucción masiva trasladaba en sus entrañas? Tres días más tarde, un segundo ataque atómico destruyó Nagasaki. Más de 200 mil personas murieron en aquellos actos bélicos. Truman, horas después del ataque, dijo al pueblo norteamericano: “El mundo debe saber que la primera bomba atómica ha sido lanzada sobre Hiroshima, una base militar”.
Falso. Es más, sus estrategas recomendaron que fuera lanzada allí porque esa ciudad, construida en un valle, rodeada de montañas, era el lugar ideal porque la radiación generaría mayor daño en esa zona amurallada naturalmente. Agregó Truman: “La (bomba, la) utilizamos para acortar la agonía de la guerra y para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes americanos”. Falso. La historia permitió conocer que, semanas antes, el gobierno japonés, cuando evaluó que la guerra estaba perdida, ofreció la rendición si se respetaba la vida del emperador Hirohito. Estados Unidos nunca respondió. El 15 de agosto de 1945, en un mensaje radial, el emperador informó al devastado pueblo de Japón la rendición. “El enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y sumamente cruel, con un poder de destrucción incalculable y que acaba con la vida de muchos inocentes”, dijo Hirohito, quien también ocultó la verdad que conocía y evitó mencionar a la bomba atómica, un secreto de Estado de los Estados Unidos.
Como un avance de la que se conocería años más tarde como la Guerra Fría, la verdad se encapsuló con el sello de “Top Secret”. Poco tiempo después, el general Douglas McArthur, informado de que su compatriota, el periodista George Weller, había ingresado vestido con uniforme de teniente coronel norteamericano en la destruida Nagasaki para informar al mundo de la gravedad de ese ataque nuclear, confiscó sus crónicas que permanecieron inéditas hasta el 2002 cuando, fallecido aquel trabajador de prensa, uno de sus hijos las publicó.
Todos mintieron. Se asegura que a quien se lo considera como el inventor de aquella máquina para matar, Robert Oppenheimer, uno de los mejores científicos del mundo de entonces, el 16 de julio de 1945, en la desértica Alamogordo, luego de la que podría señalarse como la prueba final de la bomba atómica, cuando aún al clásico hongo de tierra, polvo y fuego no lo había llevado el viento, gritó “funcionó” y, en tono de oración, decía a voz en cuello: “El Todopoderoso abrió las puertas del cielo y la luz de mil soles cantó a coro: Yo soy la muerte, el fin de todos los tiempos”. Al parecer, un fragmento del Bhagavad-Gita, un libro sagrado hindú. “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad…”.
Poco más de 270 km al oeste de Mar del Plata, donde vivo, se encuentra la ciudad de Azul –unos 1.520 km al sur de Asunción– rodeada de sierras bajas y campiñas de alto rendimiento agropecuario. En su cercanía, a 35 km, enclavado en medio de un paisaje formidable, apacible con amaneceres y atardeceres inimaginables, se encuentra el Monasterio Trapense, donde habita una comunidad de monjes contemplativos católicos, que conviven allí desde 1958.
Desde aquellos años, los viejos pobladores de Azul aseguran que allí vivió “el hermano Pedro”, un monje norteamericano que no era otro que “el general Paul Tibbets”, el piloto del B29, Enola Gay, que dejó caer al “Little Boy” sobre la indefensa Hiroshima. Los monjes lo niegan y, más aún –según una anciana vecina cercana que entrevisté algunos años atrás, ya fallecida–, con firmeza sostuvo que “aunque fuera cierto, lo negarían. Nunca delatarían a un hermano”. Sin embargo, un cura amigo que me pidió preserve su identidad compartió conmigo un dato cierto y, al parecer, verificable en los archivos del monasterio, que nunca vi. Cuando promediaban los años 90, en el siglo pasado, un tal “Paul Warfield Tibbets Jr., hermano del bombardero, estuvo allí por algún tiempo, en convivencia monástica”. ¿Era el hermano Pedro? Otras versiones aseguran que en el 2007, Tibbets murió en Columbus, Ohio, Estados Unidos, a los 92 años, unos 9.000 km al norte de Azul. “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad…”. Cuando apenas se iniciaban los años 70, escuché decir a un viejo amigo muy anciano que su memoria “era tan buena que hasta recordaba lo que nunca había ocurrido”.