Por Ricardo Rivas

Periodista

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Los líderes de la nada de escala global suelen estar rodeados de excelentes creativos que los entornan. Especialmente para ajustar el discurso en pos del relato. Suelen ser aquellos que tanto les insisten con la importancia de cómo habrán de decir lo que dirán que, por alguna extraña razón, en no pocos casos, esos asesorados dejan de tener en claro que, quizás, algunos pun­tos por arriba –en importan­cia– se encuentra lo que dirán.

Lo políticamente correcto – esa especie de controvertida forma de presunta ética glo­bal con la que hay quienes afir­man que se vulnera la libertad de expresión– parece ser cen­tral, desde muchos años, en todas partes. Allí estaba plan­tada la reflexión, a propósito de Donald Trump que, semanas atrás, recomendó, en una con­ferencia de prensa, consumir desinfectantes, inyectables o bebibles para terminar con el covid-19. Una noticia falsa, un bulo, una fake news, desde lo más encumbrado del poder glo­bal en momentos de una crítica emergencia sanitaria que, por estas horas, contaminó cerca de 19 millones de personas y puso fin a la vida de poco más de 700 mil.

Paul Tibbets, en el centro de pie, comandante del bombardero B29, Enola Gay, que bombardeó Hiroshima el 6 de agosto de 1945.

En pocas horas más, desgraciadamente, serán más. Pero, junto con la pandemia que nos lleva por delante y aparece como imparable, también se nos impuso el aislamiento que –para qué repetirlo– se nos pre­senta como la única salida. El “no se junten” –en estos aciagos tiempos– parecería ir en sen­tido opuesto, en tanto signifi­cado, a lo que los sentimientos demandan. ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligato­rio) y DISPO (Distanciamiento Social Preventivo y Obligato­rio), las siglas más mencionadas aquí, en el país de los eslóganes eufemísticos, procuran amor­tiguar el real sentido del tan increíblemente extenso como socialmente incomprensible confinamiento que, sin vacunas ni tratamientos, parecería ser lo más apto para enfrentar a este nuevo SARS que se mantiene como imbatible. Tal vez, en otros rincones de la aldea glo­bal, no sea muy diferente.

De allí que en la noche de este viernes, que en poco tiempo dejará de ser, los pensamientos recorrían senderos impensados. En aquel escenario de mecedora, leños crepitantes, algo de música y un italianísimo Domenico Clerico Barolo Aeroplan Servaj 2010, en el copón, que algunos años atrás el entrañable amigo Eugene Giovanni Zappietro, enorme escritor y maestro, me rega­lara –supongo– para beber en una medianoche como esta, llegó la voz hecha mensaje de WhatsApp de Augusto dos San­tos, ese hermano de vida y oficio periodístico, desde mi querida Asunción. El confinamiento preventivo como herramienta para la emergencia sanitaria y sus efectos, que comenta­mos días atrás, fue el dispara­dor. “Uno tiene la grandeza de enfrentar estos tiempos, pero el saldo que deja, en materia de mala calidad de vida, de rela­ciones sociales, de confort inte­lectual, cultural, ausencias, es inconmensurable.

El 2020 nos va a quedar debiendo muchí­simo, pero... hay que avan­zar”. Lo escuché en silencio. Solo atiné a clavar mis ojos en el resultado de esas uvas Neb­biolo para descubrir, en el tras­luz del copón contra las lla­mas, infinidad de rojos que se disparaban hacia un cosmos misterioso. Con la convicción de que “nunca es triste la ver­dad” porque “lo que no tiene, es remedio”, como canta el Nano Serrat, creí descubrir la pro­funda reflexión que encierra el pensamiento de Augusto.

Las fake news, las noticias falsas, los bulos, nada tienen que ver con el oficio periodístico que siem­pre incomoda porque revela, sin pedir permiso, las falseda­des. El reloj dio cuenta precisa del inicio de un sábado más. Lo recibí con alegría, pero sin dejar a pensar en ese peligroso juego tan humano que enfrenta a mentira con verdad. “Dividi­dos”, esa banda rockera que me encanta, me mueve e interpela: “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad…”.

El primero de los días de este agosto tan distinto de otros que vivimos, Adolfo Pérez Esqui­vel, ese amigo desde más de cua­tro décadas, Premio Nobel de la Paz en 1980, me envió un correo para recordar que 75 años atrás –el 6 de agosto de 1945– se pro­dujo el primer bombardeo ató­mico de la lacerante historia de muertes y exterminios de la humanidad.

“El avión –recuerda Adolfo– sobrevoló la ciudad de Hiros­hima. Los pilotos listos para cumplir su rutina de gue­rra. Arrojar las bombas sobre territorio enemigo y regresar a la base. Ese día las instruc­ciones de sus jefes fueron que llevaban un arma especial. Por ello, debían arrojar la bomba sobre el objetivo asignado y alejarse lo más rápido posible del blanco. El cielo estaba sin nubosidad y el comandante feliz porque habían puesto el nombre de su madre, Enola Gay, en el fuselaje del avión.

Sin embargo, cuando arroja­ron la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, algo se quebró en su interior. El piloto (Paul Tibbets) gritó ‘¡Dios mío… Dios mío… qué hemos hecho!’. En ese minuto el mundo cam­bió. El presidente (Harry) Tru­man de los EEUU dio la orden de arrojar la bomba (Little Boy, su nombre clave) sobre Hiros­hima, una ciudad civil sin bases militares, para terminar con la guerra (Mundial II). La bomba atómica desató el horror, la destrucción y muerte sobre la humanidad”. ¿Aquella tripu­lación desconocía qué nueva arma de destrucción masiva trasladaba en sus entrañas? Tres días más tarde, un segundo ataque atómico destruyó Naga­saki. Más de 200 mil personas murieron en aquellos actos béli­cos. Truman, horas después del ataque, dijo al pueblo nor­teamericano: “El mundo debe saber que la primera bomba atómica ha sido lanzada sobre Hiroshima, una base militar”.

Falso. Es más, sus estrategas recomendaron que fuera lan­zada allí porque esa ciudad, construida en un valle, rodeada de montañas, era el lugar ideal porque la radiación generaría mayor daño en esa zona amu­rallada naturalmente. Agregó Truman: “La (bomba, la) uti­lizamos para acortar la ago­nía de la guerra y para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes americanos”. Falso. La historia permitió conocer que, semanas antes, el gobierno japonés, cuando evaluó que la guerra estaba perdida, ofreció la rendición si se respetaba la vida del emperador Hirohito. Estados Unidos nunca respon­dió. El 15 de agosto de 1945, en un mensaje radial, el empera­dor informó al devastado pue­blo de Japón la rendición. “El enemigo ha empezado a utili­zar una bomba nueva y suma­mente cruel, con un poder de destrucción incalculable y que acaba con la vida de muchos inocentes”, dijo Hirohito, quien también ocultó la verdad que conocía y evitó mencionar a la bomba atómica, un secreto de Estado de los Estados Uni­dos.

Como un avance de la que se conocería años más tarde como la Guerra Fría, la verdad se encapsuló con el sello de “Top Secret”. Poco tiempo después, el general Douglas McArthur, informado de que su compa­triota, el periodista George Weller, había ingresado ves­tido con uniforme de teniente coronel norteamericano en la destruida Nagasaki para infor­mar al mundo de la gravedad de ese ataque nuclear, confiscó sus crónicas que permanecieron inéditas hasta el 2002 cuando, fallecido aquel trabajador de prensa, uno de sus hijos las publicó.

Todos mintieron. Se asegura que a quien se lo considera como el inventor de aque­lla máquina para matar, Robert Oppenheimer, uno de los mejo­res científicos del mundo de entonces, el 16 de julio de 1945, en la desértica Alamogordo, luego de la que podría seña­larse como la prueba final de la bomba atómica, cuando aún al clásico hongo de tierra, polvo y fuego no lo había llevado el viento, gritó “funcionó” y, en tono de oración, decía a voz en cuello: “El Todopoderoso abrió las puertas del cielo y la luz de mil soles cantó a coro: Yo soy la muerte, el fin de todos los tiem­pos”. Al parecer, un fragmento del Bhagavad-Gita, un libro sagrado hindú. “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad…”.

Poco más de 270 km al oeste de Mar del Plata, donde vivo, se encuentra la ciudad de Azul –unos 1.520 km al sur de Asun­ción– rodeada de sierras bajas y campiñas de alto rendimiento agropecuario. En su cercanía, a 35 km, enclavado en medio de un paisaje formidable, apacible con amaneceres y atardeceres inimaginables, se encuentra el Monasterio Trapense, donde habita una comunidad de mon­jes contemplativos católicos, que conviven allí desde 1958.

Desde aquellos años, los vie­jos pobladores de Azul asegu­ran que allí vivió “el hermano Pedro”, un monje norteame­ricano que no era otro que “el general Paul Tibbets”, el piloto del B29, Enola Gay, que dejó caer al “Little Boy” sobre la inde­fensa Hiroshima. Los monjes lo niegan y, más aún –según una anciana vecina cercana que entrevisté algunos años atrás, ya fallecida–, con firmeza sos­tuvo que “aunque fuera cierto, lo negarían. Nunca delatarían a un hermano”. Sin embargo, un cura amigo que me pidió preserve su identidad com­partió conmigo un dato cierto y, al parecer, verificable en los archivos del monasterio, que nunca vi. Cuando promediaban los años 90, en el siglo pasado, un tal “Paul Warfield Tibbets Jr., hermano del bombardero, estuvo allí por algún tiempo, en convivencia monástica”. ¿Era el hermano Pedro? Otras ver­siones aseguran que en el 2007, Tibbets murió en Columbus, Ohio, Estados Unidos, a los 92 años, unos 9.000 km al norte de Azul. “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad…”. Cuando apenas se iniciaban los años 70, escuché decir a un viejo amigo muy anciano que su memoria “era tan buena que hasta recordaba lo que nunca había ocurrido”.

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