Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas 

Santiago Julio Novoa Quint ana –El Chago– ese amigo hermano del corazón que la vida me concedió hace ya más de medio siglo, el viernes cerca de la medianoche, me contó que uno de sus deliciosos personajes le confidenció, café por medio, tener “la costumbre de dormir con los ojos cerrados y soñar con los ojos abiertos”. No me sorprendió. Alguna vez, en la vieja casona del Bajo Belgrano, aquel pueblo en el que nací, a los dos nos sucedió cientos de veces.

No era difícil. Las estrellas eran enormes cuando nos acostábamos en el parque, sobre el pasto húmedo, sólo para mirar aquel cielo que ya no se ve pero sabemos que está y pensar que éramos pequeños, aunque procurábamos la grandeza de conocer el nombre de alguna de ellas. Las noches eran musicalizadas por millones de grillos; tenuemente iluminadas por movedizas luciérnagas; perfumadas por los jazmines de Doña Juanita –nuestra abuelita y la de todos los pibes de la zona a la hora “de tomar la leche”– en aquel barrio que, como el del tango de Gardel y Lepera, cuando el sol se despedía, estaba “bañado por la Luna”. Recuerdo que, a la falta de “un fueye que rezonga”, cada tarde, El Chago, le ponía música de blues o, algo de son cubano, en el piano de “Negrita”, como la apodaban a mamá. Pese a Lennon y McCartney, los nuestros, no eran atardeceres de días agitados.

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Sin embargo, en aquel mundo que parecía cambiar, a voz en cuello cantábamos “It’s been a hard day’s night, And I’ve been workin’ like a dog, It’s been a hard day’s night, I should be sleepin’ like a log…”. El sábado comenzó. Era el momento de buscar el copón. Abandoné la vieja mecedora. La imaginé tambaleante. Las entrañas de algunos fragmentos de quebrachos colorados crepitaban. Mientras buscaba en la cava, una avalancha de palabras que intentaban ser pensamiento me mantenían en silencio. Decidí que un Aniello Viña 1932 Trousseau 2014, de Bodega Aniello, del que sólo se hicieron 2 mil botellas en el patagónico Mainque, Alto Valle Río Negro, era lo recomendado y recomendable.

“Los científicos dicen que estamos hechos de átomos pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias”, sostenía el maestro Eduardo Galeano. En eso estaba cuando me interrogué: “¿Todo tiempo pasado, fue mejor?”. Dilemático. “Lo peor, no es seguro. E incluso, en la peor de las hipótesis, todo podrá recomenzar para los supervivientes, rehabilitados, tal vez, de nuestras carencias, desconocimientos e incomprensiones”, sostiene Edgar Morin, ese enorme pensador centenario con el que, seguramente, habré de dialogar en pocos días más. De cara al futuro, en tono de recomendación, seguramente para alentar a quienes no saben dónde buscar el sol –quise pensar– Morin les dice que “quizás, encuentren, en alguna parte de las ruinas de una biblioteca, este mensaje que les devuelva la esperanza y e! coraje”. Enorme definición para quien casi todo lo ha pasado y que ha reflexionado tanto sobre la vida como sobre la muerte. Brindé con un largo y profundo trago para celebrar la audacia de pensar, de pensarse, de repensar, de repensarse. Si la convicción es con la búsqueda de una verdad colectiva, a partir de recorrer una senda personal, es necesariamente ético hacerlo. Respiré profundo.

Bugs Bunny cumplió 80 años, el lunes pasado. No sé por qué pensé en ello. “¿Qué hay de nuevo, viejo?”. Sonreí. Octogenario. Como el rock y varios rockeros. Desde el ’38, en el siglo pasado, fue una de las estrellas de Warner Bros y compañero de varias generaciones que rieron con él. También soñaron. Polémico personaje, para algunos y algunas, unos pocos meses atrás, este hijo de Cal Dalton y Ben Hardaway, que aparecía como un enorme lector de Groucho Marx, fue señalado por el presidente argentino, Alberto Fernández –en el transcurso de una charla de la que también participó el ex jefe de Estado uruguayo, “Pepe” Mujica– como “un gran estafador”. Sorprendente, aunque para nada inesperado.

No son pocos los que, en alguna forma, quedaron atrapados por el pasado y desde aquellas prisiones tienen certezas. “Para leer al Pato Donald”, un texto crítico de las caricaturas norteamericanas de 1971, escrito por Ariel Dorfman y Armand Mattelart, sostenía en esos años de “liberación o dependencia”, una hipótesis cercana a otras afirmaciones de Fernández. “Todos los dibujos animados de la Warner, como Bugs Bunny, el Pato Lucas, Elmer, el Gallo Claudio, son ejemplos de una disputa entre un tonto y un vivo, donde siempre gana el vivo. ¿Vieron alguna vez un estafador más grande que Bugs Bunny? Y fue modelo de muchos chicos y generaciones, un modelo de gran promoción del individualismo”.

Explicó también que “los controles sociales son aquellos mecanismos por los cuales nos dan valores”. Sonó a certeza. Dorfman, en el 2009, explicó: “Ese libro fue escrito en un momento de lucha social en Chile y dentro de una revolución que intentó cambiar todo. Se escribió en diez días, en el calor de la lucha por la supervivencia. Y yo diría que si uno mira la obra del Pato Donald, no como problema ideológico sino como forma de escritura, es una apropiación latinoamericana de un mito norteamericano”. Aquel autor agregó reflexiones interesantes que reprodujo el diario Clarín, de Buenos Aires: “En un sentido, el libro del Pato Donald sigue vigente. La estructura que nosotros vimos en los comics de Disney se ha globalizado. Disney es más global que antes.

Pero también se matizan mucho más las cosas, en el sentido que la realidad es mucho más compleja que lo que yo retraté en ese libro. Yo vivo en los Estados Unidos y la visión que tengo de la cultura norteamericana es muy diversa hoy, hay cosas de allí que si las importan acá son más liberadoras. No necesariamente todo lo que viene del Norte es negativo, y tampoco las cosas que hacemos acá son todas positivas”. Carlos Delgado, académico de la Universidad de La Habana, especializado en conocimiento humano, sostiene se trata de “un producto ingenerado por un individuo en un contexto de carácter social” y, “por tanto, nunca es una constatación exacta del mundo exterior” porque “todo conocimiento es, a la vez, una interpretación” ya que “siempre influyen” en esas construcciones “elementos que tienen que ver con la percepción del individuo, pero también con su memoria, con el mundo exterior que lo rodea, con la cultura a la que pertenece”.

Desde esa perspectiva, advierte que “existen errores de la razón”; que, justamente, de ella, “puede devenir la racionalización”, por lo que “se corre el riesgo de convertir la razón en una razón errónea que nos puede llevar hasta fanatismos extremos”. ¿Cuánto dura un sueño? ¿Por qué soñamos? ¿Qué es malo? ¿Qué es bueno? ¿Se puede dejar de pensar? Alguna vez, Ray Collins, un capo de la historieta global –del comic– desde cuando el mundo era mundial, me dijo con firmeza: “El mejor camino para olvidar es no pensar. Pero, también es el más largo”.

Recordé que los años de Bugs Bunny, también lo eran de Mickey (1928), Donald (1934), Superman (1938) o de Batman (1939). Aunque también leíamos Patoruzú (1928) y más tarde, “Las aventuras de Isidoro (Cañones)”, integrantes ambos de un grupo social argentino heterogéneo. Con Miguel, mi querido hermano, esperábamos cada semana que Don Ricardo, nuestro viejito, nos trajera la revista. Isidoro, un “play boy” argentino, una especie de deudor serial, ludópata que nunca devuelve lo que pide, que no le interesa trabajar, es también padrino del cacique Patoruzú, un descendiente de los tosnk, pueblo originario habitante de la Patagonia, de los que también eran parte los aonikenk, tehuelches o patagones que, al parecer, había llegado a Buenos Aires, en tren, donde lo esperaba el coronel Urbano Cañones, tío de Isidoro, quien al recibirlo le dijo, palabra más, palabra menos: “Hola Curuguacurúguagüigua, pero te llamaré Patoruzú porque decir tu nombre me descoyunta las mandíbulas”. Desde ese día y en ese momento tan especial, atrás quedó su cultura, su pasado, su historia, su identidad. Para pensar en lo que podría ser bueno porque nos pertenece o, malo porque nos llega desde el Norte, como apuntó Dorfman. 

Un especialista, cuyo nombre después de varios años no consigo recordar, me explicó que “daydreaming” –soñar despierto, en inglés– es “algo así como un momentáneo desprendimiento de una persona con su entorno”. En ese lapso, dijo, “se distorsiona su contacto con la realidad”. Agregó, con enorme paciencia, que “en ese tiempo, lo real es ocupado, generalmente, por una fantasía visual, saturada con pensamientos que la conectan con el placer, con las ambiciones, con las esperanzas que aparecen como inminentes, aunque el sujeto esté despierto”. Silencio reflexivo.

Alguna vez leí en un texto del año 1965 escrito por Paul Ricoeur –”Freud: una interpretación de la cultura”– y en sus páginas descubrí a la que dio en llamar como “escuela de la sospecha”, dominada por “tres maestros que, aparentemente, se excluyen entre sí: Marx (Karl), Nietzche (Friedrich) y Freud (Sigmund)”. Su hipótesis es que los tres –desde diferentes perspectivas– cuando abordan la conciencia en su conjunto, lo hacen para probar que es falsa. Marx –economista clásico, al fin– sostiene que se la falsea o enmascara por intereses económicos. Nietzche, porque los débiles son resentidos. Freud, por la represión del inconsciente. Bastarda síntesis. Los tres van en busca de la libertad de la humanidad. Marx, con la revolución del proletariado. Nietzche, que apunta a que humanas y humanos superen el resentimiento o la idea de la compasión, para recobrar fuerzas. Y, Freud, para que acepten la realidad. Diversos pero coincidentes dan por tierra con las ilusiones y proponen dejar de lado la falsa percepción de la realidad. El trío, finalmente y cada uno por su lado, planea alcanzar la utopía. 

No mucho tiempo atrás presencié una conversación profunda entre dos queridos amigos. Luis Carrizo, uno de ellos, apoyándose en el pensamiento de Edgar Morin, destacó enfáticamente que “en el mismo principio de la incertidumbre reside el de la libertad” porque “lo incierto viene con la promesa de que las cosas pueden ser distintas”. Guilherme Canela, su interlocutor, con contundencia fue más allá: “Las certezas definitivas son el caldo de cultivo de los autoritarismos”. 

Segismundo, parlante a través de la creatividad de Calderón de la Barca, en aquella obra de teatro excelsa estrenada en 1635, “La vida es sueño”, en su segundo monólogo, sufriente, sentencia: “Yo sueño que estoy aquí, de estas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.

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