POR Ricardo Rivas
Periodista
Twitter: @RtrivasRivas
Édgar Morin, uno de los más grandes pensadores europeos, el pasado 8 de julio, comenzó con el curso titulado “Los 7 saberes y la Agenda 2030”, que dirige. En línea y de alcance global. Soy uno de sus estudiantes. Una valiosa realización de la Unesco que tiene sentido transitar. Pero más allá de los conocimientos que, finalmente, podamos atesorar hay un dato extracurricular que induce a la reflexión. Morin, el día del inicio, cumplió 99 años. Guerrillero (maquí) que combatió contra los nazis junto con la resistencia en Francia.
Expulsado del Partido Comunista en 1951, el año en que nací. Protagonista del Mayo Francés del ’68 cuando era docente en Nanterre. Como parte de aquella rebelión estudiantil, introdujo el rock en la Sorbona para terminar con “la edad media” en los claustros franceses. Cincuenta años después relativiza los resultados de aquel movimiento histórico pero sostiene que “sigue siendo un electroshck”. Me emociona pensarlo. ¿Cuántas veces pensó y repensó el siglo XX? ¿Cuántas se pensó y repensó a sí mismo? “Pronto se lo preguntaré”, me dije en tono de propuesta que rápidamente acepté.
¿Qué es la edad? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué son los años? Las respuestas no emergen ni se alcanzan fácilmente. “El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos”. La medianoche de este viernes tiene algo de pasado. Pero también y por sobre todo, mucho de presente. “Vamos viviendo, viendo las horas, que van muriendo, las viejas discusiones, se van perdiendo entre las razones”. La vida –y hasta la idea de la muerte o la muerte misma– pueden tener música y letra. Alguna vez escuché – ya no recuerdo dónde– que ser jóvenes es, además, imaginar la inmortalidad. Sonreí recostado en la vieja mecedora. Alá por los ochenta y tantos, tuve que ver al maestro Borges (Jorge Luis). Me lo encargaron en Canal 11 porque lo entrevisté en noviembre del ’84, cuando trabajaba en Canal 9. Aquel 24 de agosto, una vez más frente a él, le pregunté qué significado tenía aquel día. No recuerdo cuántos cumplía.
“No mucho”, dijo. Apoyado sobre el cayado de su bastón, agregó que “importante fue celebrar mi primer año, cuando comenzó el siglo, porque era toda mi vida, hoy –desde el año que pasó– es una mínima ava parte, un pequeño fragmento de mi vida”. No fue sencillo seguir. La salida común fue preguntarle si acaso pensaba en la posibilidad de morir. Palabra más palabra menos, como si esperara esa poco imaginativa pregunta, Don Jorge –palabra más, palabra menos– luego de admitir que “con cierta frecuencia” lo hacía, agregó, con irónico humor: “Me resulta difícil pensar en la muerte. Algo desconocido. Algo nuevo. ¿Puede, acaso, pasarme algo nuevo siendo tan viejo?”. Me fui de aquel casi mítico departamento en el 6º piso “B”, de la calle Maipú 994, en profundo silencio. No puedo precisar cuántas, pero no fueron pocas las oportunidades en que respondió con reflexiones parecidas en el transcurso de otras entrevistas. Lo vi cuando lo hizo con la televisión española.
Poco tiempo después de aquel encuentro, que fue el último, partió hacia Suiza –donde vivió cuando muy joven– y nunca regresó. Frío invernal, leños, calidez y un copón con un italianísimo Bruno Giacosa Barolo Riserva Le Rocche del Falletto Double Magnum con el clásico perfume de las uvas Nebbiolo aportó adecuadamente a la reflexión. Alguna vez, Humprey Bogart comentó que “el mundo tiene más o menos tres copas de vino de retraso”. Me relajé sin dejar de pensar en Borges que, como un fantasma tanguero y troileano, “siempre está volviendo”. Los años y los tiempos. Nada nuevo. Marcus Tullius Cicero –Cicerón– escribió Senectute (“El arte de envejecer”, en alguna traducción al español)- cuando tenía 62 años, en el 44 aNE. “Si quieres ser viejo mucho tiempo, hazte viejo pronto”, dice en aquella obra. No lo consiguió. O sí. Fue decapitado dos años más tarde. Solía afirmar que “toda la vida de los filósofos es una meditación sobre la muerte”.
Norberto Bobbio, uno de los grandes pensadores europeos de la ciencia política, cerca de los 90, también escribió sobre la vejez. En “De senectute”, precisó: “Hablar como viejo, es hablar como octogenario”. Marcó diferencias –no solo etarias– con Cicerón quien afirmaba que “no puede haber cosa más alegre y feliz que la vejez pertrechada con los estudios y experiencias de la juventud” porque “el viejo no puede hacer lo que hace un joven; pero lo que hace es mejor”. Bobbio, va por otro camino reflexivo: “Ser viejo, no es bello”. Dos milenios después que Marcus Tullius Cicero, describe que los añosos de su tiempo transitan “una vejez ofendida, abandonada, marginada por una sociedad mucho más preocupada por la innovación y el consumo que por la memoria”. Acusa: “En una sociedad donde todo se compra y se vende, también la vejez puede convertirse en una mercancía como las demás”. Pero también justifica esa obra con indisimulado pudor: “Hablar de uno mismo es un hábito de la edad tardía. Y sólo en parte cabe atribuirlo a vanidad”. Envejecer, a más de inevitable, es una suerte de fijación.
Para todos y todas. Aunque cada uno o una en lo suyo. Gabriel García Márquez, relata en “Memorias de mis putas tristes”, que Rosa Cabarcas, la vieja amiga prostibularia de un nonagenario periodista al que se conocía como El Sabio, alguna vez lo increpó burlonamente preguntándole que había quedado de aquel viejo columnista que a lo largo de su vida se acostó con más de cincuenta mujeres. “Me estoy haciendo viejo”, atinó a responder, seguramente abrumado. Tal vez, esa convicción lo perseguía atormentándolo. “Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distinto que iba cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años. A veces parecía ser un zarpazo de la muerte y al día siguiente se esfumaba”, dijo a su médico cuando lo visitó cerca de cumplir los 90. Tal vez, el Maestro Gabo pensaba así. Como El Sabio. El conocimiento, siempre es incompleto. “El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar”. Envejecer también es una búsqueda de razones para encontrar sentido a lo incomprensible y vivir para contarlo. “La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”, dice el inventor del realismo mágico. “La senectud es eso. Y empieza, según me informa el pujante director de esta revista al encargarme un artículo para que cuente aquí en primera persona cómo me va a mí en la mía, entre los cincuenta y los sesenta años. La senectud consiste en eso: en que uno deja de hablar con los amigos de mujeres o de fútbol (o, si es uno colombiano, de cábalas electorales) y confina la charla al ámbito (infinito) de la propia salud: la vista cansada, el adoloramiento de las articulaciones, la disfunción eréctil del pene. Un milenario aforismo hipocrático afirma que si pasados los cincuenta años uno se despierta y nota que no le duele nada es porque está muerto”, definió alguna vez. “Pasan los años, y cómo cambia lo que yo siento; lo que ayer era amor se va volviendo otro sentimiento. Porque años atrás, tomar tu mano, robarte un beso, sin forzar un momento formaban parte de una verdad”, arremete Milanés.
Todo envejece. Cada día soy un día más viejo. Paul McCartney se preocupaba por su vejez en 1967. Tenía 25. “When I’m sixty-Four”, en aquel álbum mítico que fue “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band”. Algo lo preocupaba más que nada: “When I get older losing my hair (Cuando sea mayor, perderé mi cabello)”. La vida lo desmintió. Sir Paul, a los 78, tiene mucho pelo y algunas canas. Caballero del Imperio Británico, Su Satánica Majestad, Sir Mick Jagger (76), también hiperpiloso, alcanzó un grado similar, entre otros temas, por el aporte cultural a Inglaterra que explican, entre otros, temas “Star me up” y “Painted black”. La Reina Isabel II (96), que también envejece, a los 87, le otorgó el título de nobleza. Atrás quedaron los psicodélicos años en los que “Su Alteza”, la princesa Margarita, era una fan demasiado cercana de Mick, a la vista de la Casa Real. El rock, también está cerca de ser octogenario. ¿Qué es la edad? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué son los años? “Cambia, todo cambia”, sigue cantando Mercedes Sosa.