Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas 

Alguna vez, cuando joven, pensé –por alguna razón o la muy humana de siempre– en el miedo. ¿En el miedo de otros? ¿En el miedo posible? ¿En mi miedo? ¿En el miedo a morir? ¿En el miedo a vivir? ¿En el miedo al miedo? ¿En el miedo al amor? ¿En el miedo al desamor? No lo recuerdo. Especialmente, porque no recuerdo haber reconocido al miedo entre las tantas angustias que reconozco, supe tener y, seguramente, tendré. “Es el miedo de ser nosotros lo que nos lleva delante del espejo”, leí alguna vez en un viejo libro –agotado tres veces– a cuyo autor nunca le pagaron sus derechos por escribirlo. Pero, lo escribió. Más allá de que muchos le advirtieron que aquel editor incumpliría todo a lo que se comprometió en aquel escrito que firmó. Miedo. 

“De todas las valentías, que el coraje supo darme, confieso mi cobardía, nunca quise enamorarme”, lo escuché con devoción cantar alguna madrugada en “Caño 14” –uno de los templos tangueros de Buenos Aires que ya no existe– al “Polaco” Goyeneche. Siempre imaginé que el miedo era su compañero inseparable. Que era parte de su vida que la contaba fraseando. “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste? ¿Dónde estaba el Sol que no te vio?”. ¿Temía del amor? Tuve miedo de preguntárselo. “¡No te mueras nunca, ‘Polaco’!”, imploraban sus seguidores entre aplausos y vítores. “Dios te oiga”, respondía con los ojos puestos en ese o esa que se iba con la ilusión de que con aquellas tres palabras respondía agradecido a su fervor. Sus fans no fuimos escuchados. Él, tampoco. 

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El miedo. La vieja mecedora con un movimiento imperceptible provocaba al pensamiento. Invitaba a los recuerdos reflexivos. El corazón quebrachero de los leños crepitantes proponía calidez. El viento y la lluvia invernales, con algún trueno esporádico, aportaban al diálogo intimista. El aislamiento al que obliga la pandemia hace que hasta los afectos, al igual que las amigas y amigos más cercanos, estén lejos. Busqué una copa. Alguna noche parecida, cerca de París, con el querido Naume Velyanovsky, aquel amigo entrañable con el que siempre disfrutábamos hablar de todo y casi nada, lejos del Río de la Plata, donde era presidente de la increíble República de San Telmo, discurrimos sobre el miedo.

Una buena parte de aquel diálogo nocturno que inevitablemente trocó en madrugada e imperceptiblemente en amanecer, nos acompañó Hennessy 8. Naume, enfáticamente aseguró que “es el mejor cognac del mundo. Lleva el nombre de un milico irlandés que guerreó para Luis XV hasta que en 1817, Jorge IV de Inglaterra le encomendó destilar para él algo superior, inigualable, que su creador denominó VSOP (Very Superior Old Pale)”, agregó. Degustamos en silencio. Amigo que era de Eladia Blázquez, recordó con su voz ronca que aquella enorme poetisa sentenció que “el miedo de vivir es el señor y dueño de muchos miedos más, voraces y pequeños, en una angustia sorda que brota sin razón, y crece muchas veces ahogando el corazón”.

Lo escuché en profundo silencio. Sentí que hablaba con alguien que no era yo. Con una ausencia. “Lo compuso en mi casa, en Humberto Primo y Defensa y hasta me animé, porque éramos muy amigos, a decirle que aquellos versos me parecían tristes. Desoladores. Pero, como era Eladia con los amigos, para complacerme, agregó un final casi épico: ‘¡El miedo de vivir es una valentía!’”. Nunca creí aquella historia. Pero, debo confesarlo, me encantó imaginar que me había contado la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Un VSOP, casi todo lo puede. Cuando nos dejen viajar nuevamente, volveré a París, me prometí. Quiero debatir con Guilherme Canela, ese hermano menor del corazón, brasileño global, las bondades del Hennessy 8 y, por qué no, reflexionar sobre el miedo y la alegría del reencuentro. 

Alguno de los que todo lo miden y dicen tener la llave de Mandala con la que encierran la verdad para que sea solo de ellos, en este largo tiempo de pandemia, asegura que, en la Argentina, el 75,4% de la población tiene “miedo”. El 51,7%, “algo” de miedo. El 23,7%, “mucho” miedo. Sorprende que el 23,4% asegure no tener “nada” de miedo. Me permito dudar de las respuestas. 

Volví a los miedos. Doña Juanita, nuestra querida abuela, en 1986, tenía 82 años gloriosos. Era sinónimo de amor, de alegría, de simpatía. Siempre cantaba algún tanguito en la enorme casona familiar de Monroe 839, en el Bajo Belgrano. Esa parte del barrio que no era pituca ni pudiente. Nadie se sentía más que nadie. Todas eran doña. Todos eran don. La noticia, por aquellos días, era que el cometa Halley, una vez más, pasaría cerca de la Tierra, como lo hace cada 75 o 76 años. Doña Juanita habría de verlo por segunda vez. Un logro involuntario. La primera, en 1910, tenía seis años.

Una tarde tertuliana recordó que, “cuando venía el cometa, la gente creía que llegaba el fin del mundo. Los diarios decían que un gas venenoso envolvería la Tierra y que nadie podría salvarnos”. Con dulzura me convidó con un matecito y continuó. “Mi papá, Don Francisco Constantino Ángel Castro, me llevó de la mano hasta la calle para mostrármelo. Era hermoso. Brillante. Grandísimo. No me olvidé nunca. Me gustó pero, una semana después, dos familias vecinas se suicidaron para no morir ahogados con el gas del cometa”, añadió. “Papá me dijo que eran unos estúpidos. Cobardes. Que nada nos iba a pasar. Le creí. No tuve miedo y hoy lo veo otra vez, gracias a Dios y a la Virgen”. Se persignó y no volvió a hablar del tema. Los rumores de entonces –con pretensión de información científica– aseguraban que “el gas cianógeno envolvería la Tierra” y que “millones de personas” habrían de morir. Los principales diarios del mundo intentaban tranquilizar. La publicidad ofrecía todo tipo de productos inútiles para salvar las vidas de quienes no estaban en peligro. Noticias falsas. Engañosas. #Fakenews.

Los suicidios se multiplicaban en toda latitud. Miles de muertas y muertos. Pero nada pasó. Miedo. “Angustia por un riesgo o daño real o imaginario. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea”, define el diccionario. Invoqué al querido Eduardo Galeano. Alguna vez, en el Café Brasilero, hablamos del miedo. Lo tenía claro. “Habitamos un mundo gobernado por el miedo, el miedo manda, el poder come miedo, ¿qué sería del poder sin el miedo? Sin el miedo que el propio poder genera para perpetuarse”, escribió el querido maestro alguna vez. “¿Pero a qué tenemos miedo, Eduardo?”, pregunté. “A todo o a casi todo”, respondió y sin tomarse tiempo ni dármelo, con unos pocos papeles entre sus manos, tiró sobre aquella mesa algunos pensamientos que años después fueron, ampliados, parte de un poema tan colosal como sencillo: “Es el tiempo del miedo. Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo. Miedo a los ladrones y miedo a la policía. Miedo a la puerta sin cerradura. Al tiempo sin relojes. Al niño sin televisión. Miedo a la noche sin pastillas para dormir y a la mañana sin pastillas para despertar. Miedo a la soledad y miedo a la multitud. Miedo a lo que fue. Miedo a lo que será. Miedo de morir. Miedo de vivir”. 

“Habitamos un mundo gobernado por el miedo”, Eduardo Galeano.
El cometa Halley en 1986.
Con el cometa Halley, en 1910, llegaría el fin del mundo.

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