Por Ricardo Rivas

Periodista

Twitter: @RtrivasRivas

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Poroto Botana casi no hablaba de mujeres. Cuando lo hacía, sin embargo, nunca era en el tono ni el sentido que los hombres de hasta no hace muchas décadas solían hacerlo. Se molestaba cuando alguien, en su presencia, presumía de actitudes machistas que consideraba despreciables para con ellas. Reivindicaba a algunas féminas con fervor y cariño. Constante, recor­daba agradecido a Roberto Arlt –de quien aseguraba que “con mucha frecuencia se enamoraba”– porque “por él conocí el significado de la palabra ternura en toda su dimensión”. Con alegría pro­funda guardaba en su memo­ria a quien Roberto le había presentado como Roxana que, por algún tiempo, vivió con los Botana en la villa “Los Granados”. Al parecer, Poroto la deseaba. Su institu­triz paraguaya, Papy Freuck, impedía celosamente que alcanzara aquel deseo. Pero, como todo custodio, aquella rígida mujer tuvo un descuido que llegó con el anochecer y su sueño pesado. Roxana, fantasmal, vulneró por pri­mera vez los límites pudoro­sos del joven Helvio Botana. “Con cuidado, dedicación y ternura extrema fue mi guía para iniciarme en el rito de vivir con suavidad”, decía Poroto con algo de melan­colía porque, tal vez, aquel aprendizaje no se extendió lo suficiente. Aquella, de un amanecer para otro, desapa­reció con un novio que no era Arlt. Dejó dos almas dolien­tes.

En cada oportunidad que repetía aquel relato iniciático aseguraba su admiración por Roberto, aunque destacaba que su “mayor agradeci­miento (para con él) es por­que me dejó, desguarnecido, al alcance de Roxana”. Para quienes procurábamos res­puestas a tantos porqués, en particular el porqué las futu­ras amantes de Arlt residían en la villa Los Granados, Hel­vio, con paciencia extrema, explicaba que Roberto –habi­tante clave en la redacción de Crítica– en cada nuevo ena­moramiento conducía a la flamante depositaria de sus repentinas pasiones ante Sal­vadora Medina Onrubia para que la conociera, protegiera y guardara hasta que llegara el momento adecuado para concretar el abandono de su anterior amor y abordar la nueva unión enmarcada siempre en la ética ortodoxa del anarquismo, “que es durí­sima”. No por entonces, pero sí años después, cuando visité la casa de León Trostky y Natalia Sedova, en Coyoacán, aquella afirmación me con­fundía. En México, de boca de un guía sabio en aquella residencia, supe que Diego de Rivera sostenía que “el amor, al igual que el talento, no puede pertenecerle a un solo hombre”. Trotsky, quien alguna vez debatió con el bar­celonés Jaime Ramón Mer­cader del Río, luego su ase­sino, pocos días antes del magnicidio, sobre la idea de la fidelidad, afirmaba que “la traición (cuando del amor se trata) es un concepto burgués porque si no hay propiedad privada, todo es alcanzable. No es necesario tener un espíritu posesivo”. A aquella dura discusión principista que Mercader del Río plan­teó –luego de saber que León y Frida dormían juntos en las siestas– Diego le puso fin con cuatro palabras: “Esto es la revolución”. La propia Kahlo sostenía que “los que no pla­nean vivir mucho, nunca se niegan a los placeres carna­les. El sexo y la muerte tie­nen mucho que ver”. A los 47 años murió. El magnicida que llegó desde Barcelona, tal vez en línea con la moral estali­nista, tenía la convicción de que “el amor libre es una acti­tud primitivista”. Dialéctica, uno de los mundos que tam­bién transitaba apasionada Blanca Luz.

Con el tiempo supe, personal­mente, que aquella práctica de Roberto Arlt para despedir buenos amores y dar la bienve­nida a los nuevos, aunque con pequeñas variantes, Poroto la adoptó para él mismo. De hecho, constituyó una suerte de consejo de ex esposas con las que se reunía litúrgicamente para presentar ante ellas a aquellas con las que luego –si las ex la aprobaban– reinci­día en el matrimonio. Tal vez, por esas mismas historias que alguna vez me confidenció y, más tarde, fueron parte de sus memorias, no me sorprendió su silencio sobre aquella mujer uruguaya, Blanca Luz Brun, la anarquista que –hasta 1935– compartió unos pocos años de su flamígera vida con su com­patriota Natalio Botana, el con­servador no menos encendido.

David Alfaro Siqueiros dejó Buenos Aries y a Blanca Luz luego de firmar su mural sub­terráneo, “Ejercicio plástico”, en Los Granados. Así alcanzó la liberación de aquel romance ardiente que encendió al mura­lista y a la poetisa cuando se conocieron en 1929, en Monte­video, a donde viajaba ella con frecuencia pese a que vivía en la capital argentina. “Tú te vie­nes conmigo”, dicen que impe­tró Siqueiros. Partieron hacia México. En el viaje Blanca Luz supo que David tenía esposa. Atrás quedaron aquellos días que, junto con quien con el tiempo sería su “rey David” – como llamó al muralista hasta exhaló para siempre–, vivían en el clima revolucionario mexicano. La dialéctica doc­trinaria que hizo suya emergió sin fronteras en aquel depar­tamento del quinto piso en la calle Abraham González, donde coincidían en tertulias que comenzaban nunca antes de las 18:00 Diego, Frida, Car­men Mondragón –seudónimo de Nahui Ollin–, Ione Robin­son y otros prominentes mili­tantes del Partido Comunista Mexicano (PCM). Era el 21 de agosto del 29 cuando Kahlo (22) y De Rivera (43) se casa­ron en el palacio Municipal del Coyoacán. A pocas cuadras de donde vivió y murió León Trotsky. Atrás quedaron tam­bién admiradores e intelectua­les trascendentes como Alejo de Carpentier, Augusto César Sandino, Jules Supervielle, Raúl González Tuñón, Carlos Mariátegui. En 1931 deseaba ser Rosa de Luxemburgo. Sus caminos y senderos carecían de una brújula que marcara nin­gún otro Norte que el polo mag­nético de su voluntad. En 1943, residente en Chile, deja atrás a su cuarto marido, Jorge Bée­che Caldera, empresario y dipu­tado, y a la hija de ambos. Viaja nuevamente a Buenos Aires por atracción al peronismo o –a ese hombre, militar nacionalista– Juan Domingo Perón. Lo quiso acompañar desde el vamos. En sus memorias asegura haber sido su jefa de prensa, impul­sora del 17 de octubre de 1945 para liberar al fundador del peronismo que estaba encar­celado y ser la creadora del eslogan de campaña electoral “Braden o Perón”, con el que el general triunfó en los comicios de 1946.

Con David Alfaro Siqueiros. Su “Rey David” fue “el amor de mi vida”, admitió poco antes de morir.

“Pude haber sido Eva Perón”, dicen que dijo alguna vez no sin rencor a Evita que, según lo asegura en sus escri­tos, ya primera dama argentina, le dio “48 horas para abandonar el país”. Hay quienes van más allá y afirman que Blanca Luz y Juan Domingo fueron aman­tes. Incomprobable. ¿Mito urbano? Para el historiador argentino Felipe Pigna también es un interrogante. Se alejó del país, pero no de Perón. Regresó a Chile. Teñidos sus cabellos negros de rubio brillante, atrás quedaron sus tornados prole­tarios. Trocaron por huraca­nados ventarrones burgueses. Viró al anticomunismo. Se arrodilló para reconciliarse con Jesucristo. En 1957 ayudó a fugar de la cárcel de la capital chilena al peronista ultradere­chista Guillermo Patricio Kelly disfrazado de monja.

Su situa­ción se complicó con el gobierno de Chile. Huyó al archipiélago de Juan Fernández. Algunos aseguran que recibió presio­nes oficiales para que así ocu­rriera. Allí compro un pequeño terreno enclavado en la Bahía de Cumberland de la isla Más a Tierra. Construyó una cabaña con alguna ayuda de mari­neros que poco navegaban y anclaban con frecuencia en el alcohol. Mirándose en su más absoluta soledad, pese a que se casó cinco veces y parió cuatro hijas e hijos, a esa construcción la llamó El Solar de Selkirk. Una forma de evocar a Alejandro Selkirk, aquel marino que fue abonado en ese mismo lugar en 1704. Aquella vida solitaria, novelada por Daniel Delfoe, dio un lugar en la historia de la literatura a Robinson Crusoe. ¿Qué pasó Blanca Luz? ¿Quién fue el comandante de tu navío espiritual que, como al esco­cés Selkirk, de la tripulación del Cinque Ports, te abandonó como náufraga en la que ahora se conoce como la Isla de Robin­son Crusoe? ¿Por qué otros vientos inflaron tus velas? ¿Por qué ese inhóspito territorio fue tu nuevo lugar en el mundo para pintar y pasear sus desnudeces en aquellas campiñas barridas por los vientos del Pacífico? Con elegantes vestiduras negras regresó a Santiago para cami­nar en procesión frente a la casa de gobierno de Chile cuando el presidente Salvador Allende, el 3 de noviembre de 1970, con la Unidad Popular, llegó a La Moneda. ¿Qué pasó Blanca Luz? El trágico 11 de setiem­bre de 1970, su fervor reaccio­nario la hizo vivar al dictador Augusto Pinochet. ¿Qué pasó Blanca Luz? Encendida defen­dió al genocida. Negó enfática­mente “las calles de Santiago ensangrentadas” que denun­ciaba Pablo Milanés. ¿Qué pasó Blanca Luz? Negó las desapa­riciones forzadas, las torturas, los encarcelamientos, los fusilamientos en el Estadio Nacio­nal transformado en campo de concentración. ¿Qué pasó Blanca Luz?

En 1981, Pinochet le concedió la ciudadanía chilena en una importante ceremonia. Algu­nos consideran aquella sobre­actuación del dictador, que estuvo presente, como una con­decoración enchapada y bañada con la sangre de los desapare­cidos. En 1985, el 7 de agosto, en tierra santiaguina, murió. Cáncer de pulmón. Sus recuer­dos, aquellos que atesoraba – tal vez– para en secreto tratar de encontrarse en alguna de sus tantas vidas, quedaron en la pequeña casa que habitaba. Verónica Mato, la más reciente de sus biógrafas, afirma que es “un personaje fascinante y con­tradictorio”. Vaya si lo es. “Fue una mujer que se construyó a sí misma y se formó en la acción”, le dijo al diario uruguayo El Observador. En el 2000, un tsunami –una ola gigantesca– arrasó aquel archipiélago y todo lo que en él se asentaba. Nada quedó del Solar de Selkirk. En algún lugar secreto de las pro­fundas fosas del Pacífico se ocultan desde entonces aque­llos recortes memoriosos que te hacen inmanente. ¿Qué pasó Blanca Luz? Algunas y algunos, tan impiadosos como el diccio­nario, te dicen tránsfuga. “Per­sona que huye de una parte a otra”. Insuficiente, en tu caso. Tal vez, incomprensiblemente inadecuado. Quizás, como una forma de oxímoron vital, en Blanca Luz Brum inmanen­cia y trascendencia, no sean opuestos ni imposibles. Segu­ramente, siempre habrá quie­nes, apuntando a tu memoria con sus índices impíos de toda creencia cívica y humana, te dirán traidora o heroína. ­

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