POR OLGA DIOS, olgadios@ gmail.com 

“La pintura es el silencio del pensamiento, y la música de la vista”.  

Leí esta novela porque era la elegida en uno de esos clubes de lectura que no tengo la disciplina de seguir. Leí más de la mitad con todo el prejuicio posible: Premio Nobel, extremado “preciosismo” en cada detalle, me parecía del tipo de novelas que la gente lee solo para contar que la leyó, o para tener un par de opiniones “interesantes” que decir en voz alta. Pero… todo tiene un lado B. La segunda mitad del libro me hizo pensar qué intentó hacer el escritor, y opté por darle el beneficio de la duda. Terminé entendiendo –a duras penas– que en el siglo 16 existían dos visiones del arte: la de raíces otomanas y la europea o “francesa”. En ese imperio otomano, los pintores se llamaban “miniaturistas”. El europeo, representado por el brillo de los grandes pintores venecianos, busca en su trabajo mostrar tanto lo individual del objeto que pinta, como la verdad interior, que solo puede surgir de sí mismo. La historia del arte occidental sería una evolución de esto: mientras más interior, mejor, parados sobre los hombros de los gigantes que nos precedieron, la sensibilidad cambia según la perspectiva. Nuestra versión del modernismo, en el arte y en la vida. La visión oriental era totalmente opuesta: la visión del artista no cuenta, su mano es solo un instrumento para pintar la única versión posible del objeto: aquella que designó Dios, la versión única, verdadera y libre de pasiones de Allah. Esta novela es algo así como un thriller basado en el choque entre estas dos culturas. Dudo que fuese casualidad su éxito y el año de su publicación: 2001. 

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La leyenda es que, hace siglos, un sultán desea ganarle a su enemigo más grande y contrata al mejor “miniaturista” de su tiempo. Sabe que cuando lo termine, podrá ser contratado por su rival. Por eso anuncia que luego de terminar este encargo, naturalmente, lo matará. Alguien apela a su piedad y le plantea que no es necesario matarlo, basta con cegarlo. Aún así, con la sentencia sobre sus hombros, el artista le da todo a esa que considera será su última obra. Por esta devoción, Allah lo recompensa y le permite seguir pintando aún mejor luego de estar ciego. Porque solo en su ceguera ve el mundo como Allah lo desea. Obviamente, que va y pinta para el enemigo, y que el enemigo le gana al sultán y lo mata. O algo así. Pero esa es la leyenda que corre entre los miniaturistas en el siglo XVI. Su talento es discutido y comparado con el de un calígrafo. Poco importa la imagen. La única perfección que importa es obtener ese tono de rojo, invariable y homogéneo: el que se obtenía de un escarabajo seco que solo se podía encontrar en la región más cálida del Hindustán, olvidate de la delicadeza “francesa” de los diferentes tonos. Los miniaturistas se vuelven ciegos en el obsesivo servicio a su arte. La ceguera es, al final de cuentas, la única forma de pintar el mundo en su visión divina. 

Black, un ilustrador, debe descubrir la identidad del asesino de uno de los más grandes miniaturistas, el tío de la mujer que ama, Shekure. El talento narrativo de Pamuk es indiscutible, y, si le tenés un poco de paciencia, hasta te podés encontrar como yo: aprendiendo algo. El verdadero tema es la belleza, real o transfigurada, del Este o del Oeste. Quizás toda esa sensación opresiva fue a propósito, para que me ponga en la piel de lo que vivían sus protagonistas. A veces, un buen libro es el que te hace ver que no estás de acuerdo con absolutamente nada de lo que cuenta, y te recuerda por qué valorás tanto porqué no podés concebir un universo, un arte, una vida, sin libertad. 

“Me repiten la misma pregunta: ¿qué se siente ser un color? Soy tan afortunado de ser Rojo, soy fiero, fuerte. Los hombres me ven y no pueden resistirse. No me escondo, ni tengo miedo de otros colores, porque donde sea que me pinten, veo los ojos brillar, las pasiones elevarse, las cejas levantarse y los latidos acelerarse. Lo hermoso de vivir y mirar. Estoy en todos lados. La vida comienza y termina en mí”. 

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