Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

“¿Qué hicieron Siqueiros y Brun en Buenos Aires?”, preguntó Archivaldo. Los compañeros chinos escuchaban con tanta ansiedad cómo la evidenciaba el querido nicaragüense. Dije muy poco. “David y Blanca Luz vivieron en la residencia del conservador Natalio Botana, plantada sobre 18 hectáreas en las que había un zoológico de especies exóticas, una vivienda principal de mil metros cuadrados, tres Roll Royce.

A bordo de uno de ellos, con chófer, Salvadora Medina Onrubia iba a las manifestaciones anarquistas. En algunas de ellas, junto con mi abuelo Héctor Daniel exigían la libertad de Simón Radowitzky, que con una bomba casera mató a Ramón Falcón, jefe de policía porteño”. Heterogéneo ecosistema el que habitaba “Los Granados”, el nombre de aquella propiedad tan particular.

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Por alojamiento y comida allí, Siqueiros compuso uno de sus murales más célebres a pedido del avasallante dueño de casa. Durante meses trabajó sin descanso en una bodega y sótano casi cilíndrico, de poco más de 250 metros cuadrados. En ese espacio, Natalio se reunía con amigos para jugar al póquer. Llamó a aquella obra “Ejercicio plástico”. Era el 1933, con él colaboraron los maestros Juan Carlos Castagnino, Lino Enea Spilimbergo, Antonio Berni y Enrique Lázaro, un escenógrafo uruguayo. Se autodenominaron como “Equipo Poligráfico Ejecutor”. Expliqué que “quizás, para no ofender a Botana, David no ejecutó una obra revolucionaria”. Silencios. 

Mecedora. Leños ardientes en el hogar. Silencio majestuoso en la medianoche de este viernes de junio. Un copón de Rioja 890, Gran Reserva Selección Especial 2005 de Bodegas La Rioja Alta –un tinto riojano único que se envasó en el 2012– que en mi última visita académica a la Universidad Complutense de Madrid (UCM) –la querida “Complu”– me obsequió, para que lo recuerde, el querido Profe Javier Bernabé Fraguas, sacudieron, como ventarrón. Aquel pasado en el inicio del siglo 20 arremetió. 

TIERRA DE TENSIONES 

Europa era tierra de tensiones. En estas tierras, algunas y algunos las proponían como propias. Especialmente, aquellas y aquellos que aún hoy abogan por imaginarnos sólo como descendientes de los barcos que zarpaban desde puertos europeos en busca de “hacer la América”. Para esas y esos, somos huérfanos de toda abuelidad que no sea blanca judeo-cristiana. Fin tardío del siglo XIX, cuando promediaba la segunda década del ’20, Blanca Luz Brun transitaba la revolución personal y universal como una forma de vida. Después de la ejecución del Zar, creer en la revolución del proletariado era posible. “Hasta (Jorge Luis) Borges, cantaba loas a la Revolución de Octubre del ’17”, me dijo Don Ulises Petit de Murat, periodista de Crítica, escritor y dramaturgo, cuando comenzaban los ’70.

En setiembre del 1920, el autor de “El Aleph”, escribió “Rusia”, un poema que publicó en la revista “Grecia”. Con asombro escuché recitarla, en una tarde lejana, a Helvio “Poroto” Botana –uno de los dos hijos de Natalio– sobre una mesa silenciosa en el bar La Poesía. “La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje/con gallardetes de hurras/mediodías estallan en los ojos/Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres/y el sol crucificado en los ponientes/se pluraliza en la vocinglería/de las torres del Kremlin/El mar vendrá nadando a esos ejércitos/que envolverán sus torsos/en todas las praderas del continente/En el cuerno salvaje de un arco iris/clamaremos su gesta/bayonetas que portan en la punta las mañanas”. Escuché en silencio. “¿Cómo era tu casa, tu familia, ‘Poroto’?”, pregunté. “¿No te contó tu viejo?”, respondió. Clavó sus ojos en el puño izquierdo de la camisa blanca que asomaba de un viejo traje de tres piezas color gris.

Quise creer que la había mojado con una lágrima que logró limar las rejas de su alma. La caminata por la calle Balcarce en dirección al Parque Lezama, cargado el corazón en aquel invierno que llegaba con un par de copas de Camus Cuvée 2105, aprendí que San Telmo es también una especie de República de la Memoria o una tierra de nadie enclavada en el territorio inexplorado del olvido. Pasaron algunos días. Supe que “Poroto” sentía que me adeudaba una respuesta.

El silencio no es una herramienta de pago. Sentados a una pequeña mesa circular con tapa de mármol, bajo la mirada de Alfonsina Storni, en el Café Tortoni inició un relato que sonó a rendición de cuentas. Con cadencia tanguera, desgarrado, volvió a su trágico enero del ’28. Amargado, hablaba sin rencor. Las broncas entre su padre, el conservador Natalio y, su madre, la anarquista Salvadora, no sabían de treguas. “Tenía de todo. No me faltaba nada. Aprendí a dejar atrás lo malo, lo desagradable, lo repudiable. Lo bueno, lo agradable, los momentos de felicidad, los guardé para siempre”, dijo en voz muy baja. “Quise mucho a Papy Feuck, nuestra institutriz. La extraño. Hablaba danés, francés, alemán, inglés y guaraní cuando se enojaba. Era paraguaya. Fumaba habanos”.

No hablaba conmigo. “El 17 de enero, Salvadora se reunió con mi hermano Pitón, seis años mayor que yo”. Sin dejar de mirar la nada, por momentos, sentí que imploraba silenció. “Con Tito, el menor de nosotros, en otro cuarto, esperábamos. Supimos del final de la reunión cuando escuchamos que el auto de mamita (sic) dejó la casa”. Concedí otra vuelta de café. Respiró profundamente. “Pitón, riendo, nervioso, nos dijo que Salvadora lo increpó por ser el preferido de papito (sic). Le exigió que no lo amara tanto. Que no se llenara la boca con él, porque, su padre es el doctor Pérez Colmán que la embarazó cuando tenía 16 años. Torturado, no paraba de reír, ni de llorar. Nos dijo que, antes de irse, le estrelló en la cara la partida de nacimiento. Pitón no habló más.

Nos abrazó con fuerza, nos besó y se voló la cabeza con aquel revolver niquelado, con cachas de nácar, que le regaló Natalio. Su sangre me salpicó la cara. Una gota gruesa y oscura cayó sobre el puño izquierdo de mi camisa blanca”. Lo abracé. Lloramos. Caminamos del brazo por la Avenida de Mayo. En mi juventud recién estrenada los viejos periodistas de Crítica aseguraban que “después de la tragedia Natalio y Salvadora, destrozados, se ayudaban con el opio y la morfina”. La ficción matrimonial continuó. En aquel clima de tragedia griega de baja estofa, Siqueiros creó su mural subterráneo.

Blanca Luz modeló desnuda para él. En cada rincón de los 33 cuartos de la villa “Los Granados” la atmósfera era irrespirable. Las tensiones alcanzaron a los huéspedes en forma de violencias envueltas en la cruel contradicción de convivir en la comarca de quien representa todo lo que odiaban y querían incendiar con fuegos revolucionarios. Con golpes brutales y alcoholes refinados escribieron, desgarrados, el final de la pareja. Blanca Luz y Botana dan rienda suelta a sus pasiones, desinhibidos en la cara de David. Federico García Lorca y Pablo Neruda fueron testigos del descuartizamiento del amor. Siqueiros, en alguna fecha imprecisa del ’33 firmó su obra. Tres meses después, el dictador Agustín P. Justo lo expulsa del país por participar de actividades comunistas. Sólo, viaja a Nueva York. Brun, que continúa su relación con Botana hasta 1935, se queda en la Argentina. Natalio y Salvadora no arrían sus deshilachadas banderas.

El alto el fuego llegó el 7 de agosto de 1941. En Jujuy, el Roll Royce de Botana volcó y desbarrancó. Natalio murió en los brazos de “Poroto”. Agónico, ateo confeso, sorprendió a su hijo. “Poroto, trae al obispo de Jujuy”, impetró. “¿Estás seguro, papito?”, respondió. “Poroto. Me queda poco. ¿Y si lo que cuentan los curas es cierto?”. Helvio Botana, cumplió con la voluntad de su padre. El obispo católico Enrique Mühn, lo absolvió de todos sus pecados. Oró junto al cadáver del uruguayo que revolucionó el periodismo argentino. En la Plaza de los dos Congresos Poroto, se detuvo. Me miró. “Pasaron más de 40 años para volver a besar a Salvadora. Gracias. Te dedicaré mis memorias”. Ni aquella madrugada, ni nunca, volvimos a hablar de Blanca Luz Brun. 

(Continuará)

Salvadora Medina Onrubia, anarquista, feminista, casada con Natalio Botana. Revolución en la villa “Los Granados”.
Natalio Botana. Fundador del diario Crítica. Conservador, ateo confeso. Agónico, indicó a su hijo “Poroto” que buscara al obispo de Jujuy, “por si lo que cuentan los curas es cierto”.
“Pasaron más de 40 años para volver a besar a Salvadora. Gracias. Te dedicaré mis memorias”, me dijo “Poroto” Botana en la Plaza de los dos Congresos.
“Poroto” Botana. “Mi hermano Pitón nos abrazó con fuerza, nos besó y se voló la cabeza con el revolver niquelado con cachas de nácar que le regaló Natalio”.

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