Por Ricardo Rivas

Periodista

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Especial, este domingo. Aquí, en la Argentina, es el Día del Periodista. El 8 de setiembre, la efeméri­des tendrá alcance global. Pero no podremos reunirnos para celebrar, para compartir una copa, para brindar por lo que nos dé en gana. No. Estamos aislados socialmente, en forma preventiva obligatoriamente. Solo podríamos salir del con­finamiento si fuera para traba­jar. Pero no es ese el caso. Zoom, Meet, Teams, Skype, Weibo, Wechat o Whatsapp, las nue­vas esquinas del barrio virtual serán los puntos de encuentro.

Especial, este domingo. Un Día del Periodista en el que todas y todos cubrimos el covid-19. La pandemia. Un hecho histórico de esos que siempre soñamos cubrir, pero que, en esta oportuni­dad, alcanza a todas y todos. Corresponsales de pandemia.

Mi primera publicación con firma en el desaparecido diario “Mayoría”, el 18 de mayo de 1975.

Especial este domingo. Refu­giado en el descanso que pro­pone la mecedora junto al fuego para transitar los primeros fríos de un invierno que será dentro de dos domingos, estre­mece y enoja leer, en un reporte de la organización Fundame­dios, que “15 periodistas de ori­gen latino han sido agredidos durante protestas en EEUU”. Donald –el pato rengo– Trump lo hizo. Generó las condiciones necesarias para el avance del autoritarismo –su autorita­rismo contagioso– sobre las libertades públicas. El ase­sinato del ciudadano George Floyd fue el disparador de las protestas que encendieron Minneapolis, el pasado 26 de mayo. “La prensa (desde enton­ces) ha sido duramente gol­peada”, agrega aquella comu­nicación. El Press Freedom Tracker publica que “hasta este 3 de junio (el jueves pasado) se han producido 279 violacio­nes a la libertad de prensa. Un total de 40 daños de equipos, 45 detenciones arbitrarias y 180 agresiones (67 ataques físicos, 40 ataques con bomba lacrimó­gena, 23 con gas pimienta y 69 con balas de goma u otros pro­yectiles” y precisa que “en 149 casos fue la policía quien agre­dió a los periodistas”. Vamos mal y todo hace pensar que en dirección a peor. Lo que sucede allá lejos, en donde se hicieron cientos de películas –algunas de ellas de corte casi épico– para destacar el rol de los medios en un Estado Demo­crático de Derecho, lamenta­blemente, más temprano que tarde induce a las mismas prác­ticas en todos los rincones de la Aldea Global. Indigerible. Esa es la línea que llega desde aquel país en el que los perio­distas –en tiempos de mafia y ley seca– llegaban desde donde fuere hasta los escenarios en los que un colega había sido asesinado para cubrir esa tragedia. Esa es la línea que llega desde aquel país en el que, desde 1976, “Todos los hombres del Presidente” –aquella película nor tea­mericana que diri­gió Alan J. Pakula y pro­tagonizaron Robert Redford y Dustin Hoffman, entre otros– hizo posi­ble que supiéramos que el trabajo perio­dístico puede hacer caer al presidente corrupto de una potencia hegemónica. Casi todo ha cambiado. El eco­sistema mediático, en el que se encuentran los periódi­cos, inmerso en la lucha por los cliques, en no pocas o c a ­s ione s p i e r d e densidad. Gana en la pérdida de audiencias que procu­ran algo más. Información de calidad y firmas reconocidas.

Rodolfo Walsh: “Carta de un escritor a la Junta Militar”. Desaparecido el 25 de marzo de 1977.

Especial este domingo. Con la vista clavada en las chispas que emergen desde las entra­ñas del quebracho colorado, acompañado de un copón de Tierra Franca Bonarda del 2015, el pensamiento hace un alto en Rodolfo Walsh –“Ope­ración Masacre”, “¿Quién mató a Rosendo?”, “Esa mujer”– des­aparecido por la última dicta­dura cívico-militar el 25 de marzo de 1977, luego de que con su “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar” los hiciera trepidar de temor. El poder de la palabra escrita. No fue Walsh el único. En el 529 14th St. NW, 13th Floor, de Washington, donde se encuentra el Club Nacional de la Prensa, más de un centenar de plaquitas metálicas los homenajea a cada uno de aquellos colegas junto a periodistas norteamerica­nos. Conmueve.

Especial este domingo. Día 79 de “aislamiento social, preven­tivo y obligatorio”. Presun­tuoso título para esta ochen­tena decretada para combatir el coronavirus en el país de los eslóganes eufemísticos. Es el momento para recordar aquel 18 de mayo de 1975 cuando publiqué por primera vez con firma en el diario Mayoría. Para agradecer aquel abrazo que recibí de Don Ricardo, mi viejo, orgulloso porque comencé a recorrer los sende­ros del oficio que, antes que él, iniciara Don Héctor Daniel, el abuelo, uno de “los alegran­tes” en la redacción del mítico “Crítica” –el diario de Natalio Botana– según lo recuerda en sus memorias el querido Helvio “Poroto” Botana.

Especial este domingo. Para recordar –en tiempos de #fake­news, de bulos, de noticias fal­sas, de putas mentiras, por qué no– a aquellos editores gruño­nes, casi ogros, que con dureza nos decían: “Si su madre le dice que lo ama, joven, verifíquelo”. Para saber que no nos sentimos cómodos en las redacciones casi asépticas de estos tiem­pos en las que ya no están las tacitas de café, alguna petaca sobriamente escondida en el cajón de un escritorio, la tan dura como ruidosísima Olivetti y la densa humareda de cigarri­llos consumidos en más de un cenicero a un mismo tiempo. Ya no existen. Todo sano y polí­ticamente correcto. Casi diría, periodismo verde. Sin dobles intenciones. ¿Será así?

Especial este domingo. Para preguntarnos si las nuevas tec­nologías nos alejan de las calles y del “abajo, donde está la ver­dad”, como cantaba Facundo Cabral, aquel buen amigo que extraño desde que tem­pranamente se fue. ¿Egoísta? ¿Posesivo? ¿Irreverente con el destino –inaceptable– de aque­llos a los que se quiere y valora desde tantos tragos, confiden­cias, madrugadas y lecciones de vida compartidas? Para inten­tar saber –en tiempos de tra­bajo remoto– si este ha dejado de ser un oficio de cercanía para ejercerlo en, de y desde el seno de las sociedades que repor­tamos, más allá de la tragedia global, que se acerca a los 400 mil muertos. Para abrazar en la distancia a aquellas y aque­llos colegas, amigos, amigas, maestras y maestros como Marcelo Cantelmi, Verónica Goyzueta, Jorge Elías, Augusto Dos Santos, Pablo Sirvén, Car­los Pagni, Mauricio Weibel Barahona, Humberto Már­quez, Javier Bernabé Fra­guas, Alfredo Vega, Hamilton Almeyda, Gerardo Laborde, Alfredo Serra, Óscar Flores, Jineth Bedoya Lima, Mary­cruz Najle, Eva Bogado, Eli­seo Álvarez, Ricardo Pipino, Alejandro Di Giácomo, Javier Darío Restrepo, Gloria Bere­tervide, Svetlana Alekseievich a las y los que se admira y valora como personas y profesiona­les porque siempre de ellos y ellas emergen actitudes éticas y para aprender. Para saber que no somos el poder ni mucho menos el contrapoder. Para tener claro que somos solo con­tadores de historias.

Especial este domingo. De pan­demia, de esperanza, de miles de trágicas muertes por coro­navirus, para releer y descubrir una vez al maestro Don Gabriel García Márquez. Abrir una vez más –¿cuántas ya?– “El amor en los tiempos del cólera” y saber, por su pluma genial, que “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recor­daba siempre el destino de los amores contrariados. El doc­tor Juvenal Urbino lo perci­bió desde que entró en la casa todavía en penumbras, donde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más com­pasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro”. Ese enorme resumen descriptivo de una escena trá­gica, en el que nada falta, solo es posible, cuando quien escribe es periodista y lo hace en, de y desde el seno de la sociedad que reporta. Volvamos a la calle.

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