Probablemente no se hubieran cruzado en esta vida si no fuera por aquello de las normas del distanciamiento social durante la pandemia, que los hizo coincidir en la fila para entrar a un supermercado.

Aguardaban para ingresar por turno todas las personas que habían llegado por las compras esa mañana y en ese grupo estaban dos hombres: uno más joven y el otro más entrado en años. José acababa de ingresar a la Facultad de Medicina y peleaba en el cuesta arriba del sustento diario. No era fácil costear los estudios y menos ahora que las cosas se habían complicado tanto. Su familia lo apoyaba como podía y él trataba de devolverles el favor ayudando en la casa o saliendo a hacer los mandados. Como aquel día, que aprovechaba para estudiar anatomía en la fila mientras esperaba su turno para los controles sanitarios. Francisco, que estaba detrás de él, reconoció el libro y comenzó el diálogo.

Tenían en común la medicina. Y, acaso, esa fila de supermercado. De resto todo difería en sus vidas radicalmente distintas: Francisco había salido de Paraguay hace muchos años. Trabajaba en un hospital en Estados Unidos y era profesor universitario. Estaba en Asunción de paso y a punto de marcharse de nuevo en uno de esos aviones-chárteres que repatriaba a residentes y ciudadanos americanos. Mientras esperaban su turno, la conversación dejó de ser pequeña y se fue ahondando: hablaron de vocación y de sacrificio. De costos de vida. De renuncias y de sueños. Francisco –allá, lejos– extrañaba la familia. Había perdido a su padre en la distancia y le angustiaba su madre. Llevaba un buen tiempo sintiéndose en un limbo entre el país de origen y el adoptado. Por otro lado, estaba cómodo y se sentía satisfecho y bien remunerado… José, de este lado del mundo, luchaba muy duro para no dejar la carrera. Su padre tenía un puesto en una oficina que apenas cubría los costos de la familia y más de una vez se había preguntado si no era muy pretensioso aquel sueño de la medicina. Le costaba acceder a los libros y se las arreglaba de mil maneras… A veces con fotocopias o juntándose a estudiar con los compañeros. Su vocación era clara – le dijo a su par de la fila, pero la vida no siempre ponía a la vocación con la oportunidad en la misma página. Francisco lo entendió profundamente. Pasó penurias para ser médico y tampoco había sido fácil su camino. Al fin y al cabo no eran tan distintos, convinieron. Acaso los que los separaban eran los años. La distancia que ponía el tiempo entre los anhelos difíciles y los sueños logrados. En la intensidad de la charla ni se percataron que habían ido avanzando y fue la empleada del súper quien cortó el diálogo para tomar la temperatura de José, que estaba primero.

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Entonces se despidieron. Los protocolos de distanciamiento no permitieron que pudieran estrecharse la mano, pero acordaron los dos que aquella pequeña charla había sido memorable para ambos, y por cualquier cosa intercambiaron celulares y contactos.

Unos días más tarde, mientras el avión de Francisco cruzaba los cielos, José recibía en su casa lo que sería la gran sorpresa de su vida en plena pandemia y a sus cortos años: la biblioteca completa de la carrera, que había pertenecido a Francisco en sus tiempos de estudiante universitario. Solo una pequeña nota sellaba aquel pacto entre pasado y futuro, entre sueños ya cumplidos y aquellos por llevar a cabo:

– No desistas.

Y con eso estaba todo dicho.

*Esta historia verídica que recreo llegó a mí por el relato emocionado de la tía de José que compartió esta vivencia conmigo. El hecho sucedió a principios de la cuarentena en el estacionamiento de un supermercado en Lambaré. Los nombres han sido cambiados.

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