Raúl Acosta fue asesinado el 18 de diciembre del 2009. Golpearon y cercenaron su cuerpo a la costa del río Paraguay, en el barrio Varadero. Las primeras pistas condujeron a una pelea que tuvo el pescador con su esposa, pero la trama va más allá.

Lea aquí la primera parte: www.lanacion.com.py/gran-diario-domingo/2020/05/10/el-rompecabezas-de-varadero-parte-i/

Por Óscar Lovera Vera Periodista

La pelea tuvo que ser feroz para que la mujer escuche a tres casas, o los vecinos muy curiosos para acercarse y ser al menos tes­tigos auditivos de lo que pasó aquella noche. Detalles, pensó el policía. Lo importante era analizar si esa discusión fue la primera pieza del rompecabe­zas de Varadero. Los enérgicos aplausos de los agentes fueron respondidos con prontitud por María Ursulina Paredes Mar­tínez, la mujer vivía en la casa que indicó la vecina.

“Señora, buen día. Somos de la comisaría primera y que­ría conversar con usted, por favor”, se adelantó uno de los patrulleros en el saludo. Necesitaban marcar con autoridad el diálogo.

“Sí, señor, ¿qué pasó, en qué le puedo ayudar?”, contestó María Ursulina.

Más tarde, la mujer reconoce­ría la discusión, al igual que lo periódico de aquellas peleas. Todo se debía a la afición de su esposo con el alcohol. Raúl Acosta vivía en un mejor matri­monio con el vino y la cerveza. Las peleas violentas con su mujer eran el efecto colateral de largas noches sin dormir, de las manos pesadas sobre su piel y los arrebatos de celos y para­noia desenfrenada.

“¿Dónde está tu marido, señora?”, interrumpió el inves­tigador.

“Aún no llegó de la pesca, ofi­cial”, respondió.

“Y… ¿eso es normal, hay días en que no regresa a la casa?”.

“Muy pocas veces, él siempre está antes que amanezca…”.

“Bueno, señora, necesitamos que nos acompañes a la ori­lla del río. Nos reportaron el hallazgo de un cuerpo y nece­sitamos que lo veas”.

LA MARCA SUBCUTÁNEA

María se cambió la ropa que llevaba puesta, se colocó unos calzados cerrados y acompañó a los policías hasta la morgue en la vecina Sajonia; recibieron la orden de llevarla ahí, ya que al momento de su interrogatorio, el traslado se hizo efectivo.

Apenas llegaron, dos oficiales y la fiscala la aguardaban en la puerta para llevarla hasta la sala donde estaba el torso que encontraron en la orilla de Varadero.

María observó a lo lejos un bulto bajo una sábana, sabía que se trataba de su destino. Recibió la advertencia pre­via sobre lo mucho que podría afectarla descubrir lo que ocul­taba la manta. Ella aspiró pro­fundo y soltó el aire mansa­mente, fue como una válvula de alivio buscando descompri­mir la ansiedad por averiguar qué ocurriría.

El forense retiró el manto de algodón. El torso sin extre­midades ni cabeza comenzó a destilar un hedor más intenso, tenía magulladuras de lo que pudo ser el ataque de peces y los puntos que fueron cercenados quedaron cauterizados qui­zás de forma natural, pasaron horas desde que lo encontraron.

Las pupilas de María se dila­taron al máximo, tanto que servían de espejo para refle­jar lo que colocaron sobre la plancha de metal. Ellas comenzaron a vibrar en medio de lágrimas, hervían de dolor. Era él, su esposo. Lo reconoció por un tatuaje en el omóplato izquierdo.

La marca subcutánea develó quién era, la tinta vieja y borrosa fue la determinante para comenzar la pesquisa y ella era la primera sospechosa.

SEGUNDA PIEZA DEL ROMPECABEZAS

La fiscala Gilvi tomó eso como el segundo paso a dar en su investigación; le fal­taba un sospechoso y en ese momento la tenía: María. La discusión fue su contexto, pero aún debía responder si además de asesinar a su esposo, lo que ocurrió antes fue tan intenso que la llevó a desmembrarlo. Un punto interesante que podría lle­varla al inicio de todo si no tenía sustento.

María Ursulina debió acom­pañar a la fiscala a su oficina. Pasó a un interrogatorio para documentar los detalles de aquella pelea que tuvo con su marido, lo que hicieron ambos antes y después.

La mujer describió su pasado virulento, una trama deste­ñida por golpes, discusiones alimentadas por la caña, esa bebida lo ponía más violento. Para Gilvi, todo eso podría ser un detonante de hastío, inconformidad, que detonó en un cruel crimen. Fue ella o lo encargó, pero su relato le daba lógica a la trama que dibujaba en su pensamiento.

Aportó un párrafo que no pudo apartar de lo que pensó que era su guion final. María contó que Raúl mantuvo diferencias ante­riores con un hombre del barrio, uno con quien en muchas veces se declararon la muerte, uno a otro. A esta persona lo identi­ficó como el gomero, y tenía un militar como cómplice. Este uni­formado de la marina siempre acompañaba al gomero cuando los conflictos por el territorio se disputaban, como un matón. El brazo armado del gomero. Y ahí estaba otra vez, una hipótesis con lógica natural. María dejó de ser la única sospechosa a ser parte de una lista de presuntos. La fiscala, esta vez, tendría su segundo rompecabezas.

DONDE LAS SOMBRAS SE CRUZABAN

“María, ¿quiénes son esos dos que mencionás: ¿el gomero y militar?”, preguntó Gilvi, inte­rrumpiendo el relato de María.

“Mi marido no era santo señora, muchos decían que era un temi­ble personaje que se había ganado gran mala fama en el barrio, donde sus enemigos se le cruzaban en cada esquina. Pero de algo estoy segura, el gomero nos amenazó de muerte y mi esposo también le respondió con lo mismo. Ese muchacho se llama Gustavo Acosta Domín­guez; él y el militar Rigoberto Franco son los que estuvieron en ese momento. Fue frente a mi casa y hace unos días nada más”. María le dio más argu­mentos a la fiscala para for­talecer la segunda rama de su encrucijada. El siguiente paso era resolver si estas dos perso­nas existían o no.

La áspera relación de Raúl con sus vecinos no demoró en hilar los cabos sueltos. Esa misma mañana del hallazgo, las pis­tas se fortalecían a medida que avanzaban con la confirmación de los datos que dio María.

Gilvi obtuvo su orden de loca­lización y detención para los dos hombres que mencionó la mujer. A medida que la noticia invadía con morbo las estacio­nes de radio y los noticiarios en la televisión, la presión en el juzgado generaba sus inusua­les acciones rápidas. No hubo el pavoroso letargo usual.

Diez hombres de dos departa­mentos, homicidios y la comi­saría local. Esa dotación iba rumbo a las direcciones que lograron confirmar en el vecin­dario. No transcurrió mucho tiempo hasta que dieron con los dos. Acosta Domínguez, en la gomería, y Franco Cáceres, en su casa, día de franco.

PARA QUÉ NEGARLO…

El gomero de 29 años se sentó en el pasillo de la oficina fiscal. Se mostraba tranquilo, aun­que el martilleo de su pierna derecha lo delataba, un tras­torno nervioso.

“Che ajuka pe tipo-pe, koãa ndorekói nada que ver, doc­tora (yo maté a ese hombre, él no tiene nada que ver)”, Domín­guez soltó su primera confesión al vuelo, sin remediar y sin con­tratiempo. Ni siquiera comenzó la indagatoria e intentó asu­mir con prontitud lo que había hecho. Su firmeza era abruma­dora, insistió en que su amigo –el militar– solo lo acompañó en la noche. Bebieron juntos y le pidió que camine con él a visi­tar a Raúl. Franco Cáceres –en ese entonces– tenía 24 años y la coartada que intentaban insta­lar pronto quedó sin sustento.

LA TERCERA PARTE DEL ROMPECABEZAS

Una confesión de parte y un trasfondo marcaron el paso de las averiguaciones. El motivo del asesinato lo tenían trazado: Acosta Domínguez amenazó de muerte a Raúl y a su familia por una disputa vieja de quién mandaba en las calles. Eso llevó a Raúl a responder enfrentán­dolo, fiel a su estilo intimidante. No podía dejar que el rumor de un hombre frágil se esparciera en todo Varadero. En la noche, el plan se gestó y el gomero con el militar –tras echarle com­bustión a su coraje con vino en cartón– fueron a matarlo.

Los detalles del crimen fueron estremecedores para la Fisca­lía. Cada parte del monólogo del gomero coincidió con los estu­dios preliminares del forense.

Un golpe fulminante en la cabeza, lo hizo con un palo y en la sien mientras dormía. Lo dejó en un más profundo sueño a Raúl Acosta. El pescador ni siquiera intuyó lo que ocurrió.

El metal afilado, con preci­sión, de un viejo machete sir­vió para cercenarlo. Primero la cabeza; corte perfecto en el cuello para decapitarlo. La piel no se desgarró. Fue rodando el suelo, manchando la maleza con sangre que brotó a bor­botones. La incisión de la vena carótida lo provocó. Luego se encargó de las piernas, luego la mano izquierda. La misma que Raúl levantó para recor­darle quién era el que man­daba en el paraje.

“¿Dónde arrojaste las par­tes del cuerpo?”, interpeló la fiscala, cuando el gomero puso punto final a su cruenta narrativa.

“Todas al agua, doctora…”.

Para esa tercera parte del rompecabezas, la Fiscalía necesitaba encontrar los res­tos y avanzar en el caso. Sin embargo, pese a los esfuerzos, no aparecían.

Así, transcurrieron dos días hasta que en una zona ya bastante alejada del primer hallazgo, la voz de alerta de un marino daría la noticia.

Una vez más, partes del cuerpo habían salido a flote a orillas del río. Esta vez, en las cerca­nías del Puerto Capitán Ortiz, en inmediaciones del Puerto de Itá Enramada.

Las piernas, brazos y la mano izquierda estaban en una bolsa de polietileno. La corriente las arrastró hasta ese punto, pero encontraron su final con los camalotes, que sirvieron para parar su naufragio.

“Encajaron a la perfección doctora, efectivamente le corresponden a la víctima del homicidio”, el forense Hugo Lara y Felicia Mora pasaron su reporte a la fiscala. Final­mente, la tercera pieza del rom­pecabezas se completó. Pero faltaba más.

Ursulina no estaba contando toda la verdad…

Continuará…

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