• Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas 

El jueves pasado, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés), a través de una plataforma que permite encuentros virtuales múltiples, cuando en esta región promediaba la mañana, anunció que el Premio Mundial Libertad de Prensa Unesco-Guillermo Cano 2020 fue otorgado a la colega periodista y escritora latinoamericana de Colombia, Jineth Bedoya Lima, desde hace algún tiempo subdirectora del diario El Tiempo. Me alegré profundamente. Celebré mientras estaba online con París para no perder ningún detalle de la premiación.

Don Gabriel “Gabo” García Márquez murió el 17 de abril del 2014. Al pulmón más potente para oxigenar el periodismo iberoamericano, aquel día, se lo llevó una neumonía. Cruel contradicción. Profunda tristeza. Era tanta mi desazón que hasta llegué a creer que este oficio habría de derrumbarse por la anoxia que imaginé que provocaría su último suspiro. Rioplatense y tanguero, encontré en el remedo de un verso que el poeta popular Cacho Castaña escribió para homenajear al eterno Roberto “El Polaco” Goyeneche lo que podría pasar a los periodistas después que “Gabo” se fue. “A mí y al periodismo nos falta siempre el aire cuando no está tu voz”, pensé. Doloroso. Recuerdo que lloré mientras releía todos sus textos que exudaban periodismo en cada coma, en cada punto, en cada párrafo. En uno de mis tantos regresos a Colombia –con una doble sensación de vergüenza y pudor que me acongojaban– confesé mis sentimientos sobre la mesa de un bar, a lo largo de varios vasos de ron ámbar, a Javier Darío Restrepo, otro maestro entrañable que nos dejó el 6 de octubre del año pasado. Me escuchó con atención. Quedamos en silencio unos minutos hasta que él levantó su copa y, como si fuera un brindis, propuso no olvidar que “Gabo dejó este oficio sembrado con la semilla de la libertad y la que nos compromete con la obligación de informarnos e informar con cada una de nuestras historias”.

Cuando García Márquez fue ungido con el Premio Nobel de Literatura, en 1982, para aceptarlo expresó en Noruega un discurso al que tituló “La soledad de América Latina”, una vibrante pieza literaria. “La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia”, sostuvo irónico en el inicio del tercero de los quince párrafos que lo integran. Así caracterizaba don “Gabo” a muchos de los autores de los textos que escribieron algunos de los navegantes que llegaron a nuestra América desde 1492, como es el caso, que menciona, de “Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo”. En la reseña posterior a ese introito, con pinceladas tan breves como contundentes para probar que de aquella locura colonial nuestra Patria Grande transitó a otras, da cuenta que “el general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles.

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El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas”. En ese contexto histórico, el colega Gabriel procuraba exponer la irracionalidad criminal que arrasaba Iberoamérica ocupada por crueles dictadores y llamaba la atención del mundo con la idea de que millones de ojos se posaran sobre “las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”.

Como habitante dolido de esta tierra sufriente, desesperada, secuestrada, desparecida y desesperanzada, desgrana su queja que sonó a letanía y a plegaria: “No hemos tenido un instante de sosiego”. Y fueron, justamente, los sujetos residuales de aquellos dictadores genocidas y malditos desde donde emergieron los malnacidos que tendieron una perversa trampa a la joven cronista Jineth Bedoya Lima, en un intento por acallarla y evitar que sus lectores supieran de las delictivas tropelías que aquellos represores ejecutaban contra la humanidad. Fueron contra ella por periodista y por mujer. Jineth no hacía periodismo de investigación en soledad.

Junto con un grupo de colegas del diario El Tiempo, investigaban y denunciaban las violaciones de los derechos humanos y el tráfico de armas en el interior de la cárcel La Modelo, en Bogotá. Que aquellos delincuentes de alta peligrosidad la eligieran como blanco fue una cuestión de género. De allí que después del ultraje, del abuso en manada con pretensión de impunidad política que se extendió hasta este Día Mundial de la Libertad de Prensa, las bestias –a esa joven desgarrada, gravemente herida– se lo dijeron claramente: “Este es un mensaje para todos los periodistas colombianos”.

Desde aquel trágico 25 de mayo del 2000, Jineth Bedoya Lima se dijo a sí misma y a millones de mujeres: “No es hora de callar”. Trashumó incansable y en soledad los tribunales de su país para denunciar a Miguel Ángel Arroyave y a Ángel Custodio Gaitán, los fallecidos jefes de aquella banda delictiva parapolicial que ordenaron a un cómplice, Mario Jaimes Mejías, apodado en aquel mundo de hampones como “El Panadero”, que, junto con otros dos compinches, Alejandro Cárdenas Orozco, alias JJ, y Jesús Emiro Pereira Rivera, alias Huevoepisca, acometieran contra ella. Soledad. En el 2011 recurrió con su caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIHD), que recién lo aceptó el 30 de julio del 2014. Soledad. El 26 de setiembre del 2014, el Ministerio Público dictaminó: “A Jineth había que sacarla de en medio; ella era un estorbo para la consecución de estos propósitos criminales (…) es a partir de allí, cuando la organización ilegal paramilitar que se había conformado con los reductos privados de su libertad y operaba desde la cárcel, empieza a fraguar un macabro plan criminal”.

La pesquisa judicial determinó que “días antes del secuestro, una reunión que fue convocada por Arroyave y Gaitán” en el interior de la cárcel, de la que “participaron desde su inicio ‘El Panadero’; Juan de Jesús Pimiento, alias Juancho Diablo; José Enrique Osorio, alias Carracas; George Paredes Rojas, alias Pablo; Jhon Jairo Polo, alias Águila, y Luis Alberto Medina Salazar, alias Cristo Malo o Negro Julio”, para planificar los delitos contra la joven reportera. Como alguna vez lo consignara el diario El Espectador, desde “ese día Jineth Bedoya fue declarada objetivo militar”.

En ese mismo dictamen la fiscalía categorizó el calvario de Jineth como “delito de lesa humanidad”. Soledad. El 7 de mayo del año pasado –casi dos décadas después del trágico ataque que sufriera– los delincuentes de lesa humanidad, Cárdenas y Pereira, fueron condenados a cumplir 30 y 40 años de prisión, respectivamente, por el ataque contra la periodista. “En 19 años de dolor, de soledad, de revictimización, en esta lucha sin tregua, muchas veces escuché que ‘me lo busque’, que ‘lo inventé’, o que ‘me gustó’. Quiero decirles que la violación es el peor crimen que se puede cometer contra un ser humano. No nos lo buscamos. Dimos un gran paso contra la impunidad”, dijo Bedoya Lima conocida la sentencia. Su soledad, notablemente similar a la que denunciara García Márquez en el 82, en Noruega, concluyó. “No es hora de callar”.

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