Hace pocos días dejaba este mundo uno de los artistas más representativos del Paraguay, Alberto de Luque. Tuvo una larga y fructífera vida siempre ligada al arte y llevó la música paraguaya a los escenarios más prestigiosos del mundo. Su amigo y varias veces productor, Fernando Pistilli Miranda, hoy le rinde un homenaje en estas páginas.

  • Por Fernando Pistilli Miranda

Mi primer recuerdo de Alberto de Luque es sentado en el corredor de su casa en el barrio San Vicente, donde vivía a pocas cuadras de la casa mi tía Tusca, adonde íbamos regularmente a comer los domingos los Miranda y nos tocó vivir un par de meses cuando nues­tra casa se inundó en el 82.

San Vicente –que mi sobrino Luis Miracca, cuando le comenté sobre el artículo, me dijo que el barrio, a pesar de que para muchos es San Vicente, se llama Palomar y que un vecino escribió y compuso una canción que querían que Alberto la interprete, lo que ya no pudo ser– se con­virtió en nuestro barrio de adopción y lo fuimos descu­briendo poco a poco.

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Así, un día lo vimos sentado e identificamos al personaje cantante que salía en la tele­visión y era uno de nuestros misterios. Resuelto el mis­terio, preparamos lo que inicialmente fue parte de una broma infantil y luego se convirtió en un ritual: juntos éramos una pandilla de diez primas y primos de entre 7 y 12 años (Miracca Miranda, Alcaraz Miranda, Miranda Crosta y Pisti­lli Miranda), con un com­plemento especial cuando Gloria, quien tenía 18, lle­gaba con su camioneta, nos subía a todos a la parte tra­sera (hoy sería una serie de faltas de tránsito) y nos íbamos al cine o a comprar helados del centro de Asun­ción.

Una de esas veces idea­mos un plan: al pasar frente a la casa de Alberto deten­dría la camioneta, gritaría­mos el nombre de Alberto y cuando él saliera, ella debía acelerar. Todo iba como lo planeamos, hasta que él asomó su alta figura y mi prima nunca movió el vehí­culo, lo que nos dejó cons­ternados, pero con una gran sonrisa él nos saludó dán­dose cuenta del hecho. Así, lo que empezó como una broma, se convirtió en un ritual, y a veces él nos regalaba alguna canción y siem­pre con la mejor de las son­risas.

UN SERIO PROFESIONAL

Años después me tocó tra­bajar con él y nos volvi­mos amigos. Preparamos su despedida (una de tan­tas, con él siempre era un hasta luego) montando un gran concierto en la calle, con un escenario al cos­tado del Hotel Guaraní. El día del concierto trabaja­mos desde muy temprano en la mañana, Alberto llegó al mediodía para la prueba de sonido, chequeó todo y luego de compartir algunas anécdotas de su carrera (como también era habitual en cada encuen­tro), acordamos cómo se desarrollaría todo y fui­mos a cambiarnos de ropa a nuestras casas.

Cuando volví una hora antes de la hora fijada para el inicio, él ya estaba en el camerino –improvisado sobre la calle Independencia Nacional– de traje, calentando la voz, listo para subir al escena­rio. Organicé muchos con­ciertos y siempre puse de manifiesto el grado de pro­fesionalismo que Alberto de Luque demostraba y que en todos esos años solo vi en otro artista: Armando Man­zanero.

ANÉCDOTAS E ÍDOLOS

Como señalé más arriba, a él le encantaba relatar algu­nas de las anécdotas de su rica vida y a mí me encan­taban particularmente las de su época de Buenos Aires, ya que compartió con muchos grandes de nuestra cultura como ser Flores, Jacinto Herrera, los her­manos Larramendia, Roa, Óscar Mendoza, Francisco Alvarenga, por citar algu­nos, y su gran amistad con Arsenio Erico, para quien cantó en su boda y que gra­cias al prestigio del “Sal­tarín Rojo”, pudo viajar a Europa con su grupo para iniciar otra etapa brillante de su carrera, ya que el dueño del Hilton en la capi­tal Porteña era su amigo y mecenas. Sobre como se dio esto y para que la memoria no me traicione, recurrí al libro de Alberto en que relata esta anécdota:

“Una noche fui a visitar a don Samuel en el Hotel Hilton, en Primera Junta.

Conversábamos tomando mate de por medio y se me ocurrió contarle que había estado con su ídolo Arsenio Erico. “Por favor, ‘Negro’, yo quiero conocerle, te regalo una casa, un departamento o un auto, un viaje a Europa, lo que quieras, ‘Negro’”, me dijo.

– Déjame hablar la semana que viene con Arsenio y vamos a ver qué hacemos, le respondí. Le hablé a Arse­nio y me dijo que sí. “Vamos, jaha katu”. “¿ A quién vamos a llevar con noso­tros?”, “a Jacinto, que ya es amigo nuestro, y al Charro Moreno”, dijo Arsenio, Nº 9 del club River Plate de Bue­nos Aires.

La semana entrante cité a Arsenio para las 19:00 en una confitería de Primera Junta. Nos encontramos y fuimos caminando una cua­dra hasta la calle Colpayo 40, lugar del encuentro. Subimos al ascensor y hasta el vigésimo tercer piso no paramos. Una inmensa sala con ventanales de vidrio, desde donde se veía la bella Buenos Aires. En el fondo de la sala estaban don Samuel y señora, tomando mate.

Adelante íbamos Arsenio y yo. Al llegar donde estaban sentados, dije: “Don Samuel, lo prometido es deuda, y la deuda hay que pagarla, aquí está tu ídolo Arsenio Erico”.

Saltó don Samuel y le dio un abrazo a Arsenio, no termi­naba más.

Me llamó Jacinto y susu­rró: “Decile pues a este señor que termine la histo­ria y vamos a tomas whisky mba’e”.

Don Samuel le recordó a Arsenio una final cuando jugaban Racing e Inde­pendiente. Al terminar el primer tiempo, Indepen­diente perdía 3 a 0. “Apenas comenzó el segundo tiempo ya hiciste el primer gol, a los 22 minutos mandaste el segundo gol y el tercero lo hiciste a los 38, y el cuarto te llevaste con la cabecita de oro que tenés”.

La felicidad de don Samuel era increíble, parecía una criatura. Al rato había pica­ditas y whisky; además… comenzaba la charla entre ellos. Yo me fui a la cocina y me preparé un matecito. En un momento dado se acercó don Samuel y me dijo: “‘Negro’, tu viaje a Europa ya es un hecho. Te voy a dar seis pasajes ida y vuelta, el conjunto y el intérprete del hotel van ir con ustedes”.

¡PERFECTO, MAESTRO!

La última vez que me tocó trabajar con él fue unos meses después del grave accidente que le costó una pierna. En esa ocasión, junto al genio de Luis Cobos, pro­dujimos un disco magnífico: “El corazón de Iberoamé­rica”. Veníamos de dos días muy largos de grabación con la Sinfónica y estábamos a mitad de otra larga jornada, en la que tocaba grabar las voces de los cantantes en el estudio de Luis Álvarez. La sala de la casa de Luis, el patio que conecta al estu­dio y el estudio reunían a una pléyade de artistas que incluía a los miembros de Sembrador, Paiko, Genera­ción, Rigoberto Arévalos y su Trío de Siempre, quie­nes ensayaban sus partes o conversaban animados. Los ensayos y grabar, parar y grabar de vuelta se suce­dían, hasta que le tocaba a Alberto –quien se levantó de su reposo– y llegó cami­nando con muletas, leyó la letra, hizo una prueba, Cobos dio el ok para gra­bar y Alberto de Luque, de una, sacó su parte y escu­chamos algo único en todos esos días: la voz de Cobos diciendo: “¡Perfecto, maes­tro!”, y todos aplaudimos espontáneamente.

Alberto fue multifacético y desde que se inició siendo un niño en la música, tam­bién actuó en el teatro, pelí­culas y condujo programas de radio y televisión, uno de ellos nada más y nada menos que para el Canal de las Estrellas, en México. Él construyó su sólida carrera en un tiempo que se necesi­taban mucho talento, sacri­ficio y resistencia para ser conocido, ya que no existían los realitys y las redes socia­les para construir una efí­mera fama luego de prota­gonizar algún hecho ajeno al arte. Las canciones y la voz de este “andariego y trova­dor”, como él se autodefinía, serán eternas y, para los que tuvimos el privilegio de ser sus amigos, el recuerdo de su calidad de persona también.

¡Hasta pronto, maestro!

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