• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

Consumí medios hasta tarde. Coronavirus satura. Las noticias hablan de pruebas con posi­bles vacunas, de recuperados, de sospechosos, de infortuna­dos muertos y de una absurda contienda para que el imperio del centro, desde el lejano Bei­jing, pague daños y perjuicios por montos hipermillonarios en monedas que para poco sir­ven. No mucho se dice sobre cómo el virus se extendió sin que nada ni nadie logre dete­nerlo. Mueren vidas por vivir y también vidas enteras.

Mucha mentira dicha con impronta de verdad. Mucho silencio cons­truido a partir de la ignorancia. Preguntas a quienes no saben, no quieren o no pueden respon­derlas. Cobardes que se adue­ñan de palabras nunca dichas. Muchos otros, por contraste, se esclavizan por palabras que dejaron escapar. Personas muy comunes ante la complejidad. Entre banalidad y datos duros, sensatez y verdad desaparecen. Aquella madrugada –aunque no podría afirmarlo– la tele y la notebook quedaron encen­didas. El celu se deslizó hasta extraviarse entre mi cuerpo y las sábanas. Las persianas caye­ron sobre mis ojos cansados.

Jamás imaginé que cerca de la mitad de aquel que creí el día siguiente, cuando el sol pegaba fuerte en la era de la pandemia, tendría un disgusto tan pro­fundo. Cuando lo miré, no me reconoció. Apenas caminé unos pasos desde que dejé atrás mi casa cuando la infausta nove­dad me hizo trepidar. Si bien desde algunos días eviden­ciaba algunos problemas de memoria, nunca imaginé que el deterioro sería tan veloz. Lo miré una vez más sin dema­siada esperanza. Fue inútil. Sin mirar me detuve frente a un espejado escaparate posmo que inesperadamente trocó la preocupación en carcajada.

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Comprendí que con barbijo, tapabocas o como quieras que lo llames, el smartphone nunca habría de reconocerme por mis rasgos faciales. No era un pro­blema de memoria. Un joven escritor que creí conocer, cuyo nombre ya olvidé, hace varias décadas, mientras caminába­mos de madrugada por la calle Suipacha cerca de Lavalle, en Buenos Aires, 1340 km al sur de mi querida Asunción, sostuvo que “es el miedo de ser noso­tros lo que nos lleva delante del espejo”.

Lo verifiqué. Sigmund Freud, maestro de la duda, alguna vez en Viena, cuentan que miró fijamente a un atri­bulado colega que, al parecer, no encontraba el camino hacia la felicidad y, con tono reflexivo, le sugirió: “Si aspiras a encon­trarte a ti mismo, no te mires al espejo porque allí encontra­rás solamente una sombra, un extraño”. Caminé hacia nin­guna parte en procura de ese lugar ideal y sin tiempos en el que acordé reunirme con ami­gos. No se trataba de un espacio de pureza. Un cartel con tonos fluorescente así lo establecía: “Aquí se puede fumar y echar humo cuanto le plazca”.

Ingresar no costó nada. La luz era tenue, pero suficiente. Solo dos mesas estaban ocu­padas. Los dos parroquianos que ocupaban una de ellas, por la impronta, impresionaban como creadores de mundos que sin éxito siempre busco. Indis­creto supe que uno de ellos explicaba a su compañero casi sin mirarlo que “sin utopía la vida sería (solo) un ensayo para la muerte”. Su interlocutor, que se distinguía por lucir un bom­bín gastado, con ademán des­preocupado y fría tibieza, res­pondió con certeza.

“Escucha Juan, la muerte es solo la suerte con una letra cambiada”. Bus­qué dónde ubicarme. Algunas palabras sueltas que se eleva­ban de la otra mesa y se estre­llaron contra mis oídos eran atrayentes. “Crisis”, “ignoran­cia”, “oportunismo político”, “el mundo que emergerá de la pandemia”, “nada será igual”. Bastante más mayores sus ocu­pantes que los otros dos permi­tían suponerlos conocedores, concretos y pragmáticos.

No veía con claridad sus rostros. El que más hablaba llamó mi atención preferencial. Exhibía dotes de orador incansable. Los cachetes regordetes que enmarcaban su cara invisibi­lizaban sus pequeños ojos que contrastaban marcadamente con la mirada casi inocente que tenía su interlocutor que, frente a él, lo miraba detrás de sus gafas de armazón finito. Estaba sentado en su propia silla. Una manta liviana tapaba sus pier­nas desde la rodilla. “Hacen lo que pueden W. Luchan contra un virus desconocido. Cons­truyen culpables para descar­gar culpas en alguien. Cuando las epidemias llegan y golpean, es difícil encontrar soluciones que la ciencia no tiene. Como alguna vez lo recomendaste: ‘Uno nunca debe dar la espalda a un peligro amenazante y tra­tar de escapar de él. Si haces eso, duplicarás el miedo. Pero si lo enfrentas de inmediato y sin titubear, reducirás el miedo a la mitad”.

El regordete bajó su grueso puro. Lo miró fijamente. Sus ojos atravesaron la gruesa voluta de humo blanco que buscó lentamente el techo del local. “Me sorprende Franklin que aceptes y recomiendes alguna de mis palabras. Tal vez quieras que me calle. Recuerdo nuestros desacuerdos en Post­dam. Pero estos tipos deberían entender, como tantas veces lo dije, que el éxito es la capacidad de pasar de un error a otro sin perder el entusiasmo porque la política es más peligrosa que la guerra, porque en la guerra solo te matan una vez”. Dispu­taban por la razón. ¿Cuál será la razón de lo que no se conoce, la razón de aquello de lo que nada se sabe? Me senté entre las dos mesas. El amigo, al que aguardaba sin saber con preci­sión cuál era, no había llegado. “La soledad es un amigo que no está”, cantaba Luis Alberto medio siglo atrás.

En la espera llamó mi atención un acotado listado que, como suspendido en el aire, proponía: “Aquí se sirve: ron ámbar; ron ámbar con agua; ron ámbar con soda y ron ámbar con hielo”. Ordené uno con hielo a un mozo desganado. Mientras aguardaba, pensé que W. y Franklin hablaban de los que fueron sus propios miedos. Un tercero que los acompañaba permanecía en silencio. Quise creer que los de la mesa conti­gua –que de a ratos escucha­ban a sus vecinos– coincidían conmigo. Al que el del bombín llamó Juan, después de apurar un largo trago y sentenció: “El gran enemigo que tiene nuestra sociedad es el miedo. El miedo a perder incluso lo que no tene­mos. A perder las cosas aque­llas que están mínimamente intuidas, pero que no están con­solidadas”. Hicieron un corto silencio. “Estos tíos están nos­tálgicos y no perciben que no hay nostalgia peor que (la de) añorar lo que nunca jamás sucedió”.

Me detuve en cada una de sus palabras. Tal vez – pensé– haya dicho que jamás fueron valientes, ni mucho menos sabios y para nada visionarios. Solo adoradores del poder que siempre creye­ron propio y al que jamás asu­mieron como vicario. “Este es el momento oportuno para decir la verdad, toda la verdad, con franqueza y valentía, W”, dijo el de la manta sobre sus pier­nas con imposibilitado deseo de ponerse de pie. “Si estás atrave­sando una tormenta –espetó el regordete de cachetes rosáceos con vehemencia–, sigue cami­nando Franklin, recuerda que no tiene sentido decir hacemos todo lo posible. Es preciso tener éxito haciendo todo lo que sea necesario porque la política es la capacidad de predecir lo que sucederá mañana, la próxima semana, el próximo mes y el próximo año para tener la habi­lidad, luego, de explicar por qué no sucedió”.

Los de la mesa de al lado se miraron. “Estos tipos no entienden que mañana es solo un adverbio de tiempo, Joa­quín”, lanzó Juan. “Tal vez sean como yo que siempre que me confieso, me doy la abso­lución”, admitió el del bom­bín que inmediatamente con­fidenció que, justamente por ello, alguna vez “había jurado morir sin descendencia, como murió mi padre”. Reían, aunque no escuché ni pude compartir sus carcajadas. Desde la nada irrumpió “El Polaco” Goyene­che. Lo miramos, nos miramos, nos miró y con su fraseo tem­bloroso, murmuró: “Estás des­orientado y no sabés qué trole hay que tomar para seguir…”. El extraño bar, el regordete, el del bombín, el mozo desganado, todos, se desvanecieron. Otro día de confinamiento comenzó. En cuarentena, el domingo – como idea– pierde sentido.

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