Máximo asesinó prácticamente a toda su familia en julio del 2009. Solo una integrante sobrevivió al llegar tarde ese día. El Parador, en el kilómetro 45, fue el escenario de uno de los asesinatos más crueles de este milenio. La Fiscalía logró llevarlo a juicio y ante un tribunal se libró otra batalla más.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

La mañana del 31 de julio transcurría nor­mal para el suboficial inspector Cristóbal Can­tero. Faltaban pocos minu­tos para alcanzar las 6:30 de aquella mañana y despe­dirse de la guardia apenas su compañero retorne de la despensa con la misión de comprar algo de comer en el desayuno. Ambos mon­taban guardia en una casi­lla policial, muy cercana al parador del kilómetro 45 de la ruta que conduce a la colo­nia José Falcón.

Cristóbal miraba al hori­zonte con la vista puesta en la dirección que usó su compañero para ir hasta la despensa. Era eso y el reloj, si el desayuno no estaba a tiempo prefería ir a la casa a descansar. La noche fue larga por culpa de una jauría turbada por cada gato callejero que cruzaba en la cuadra.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

En la mira se le interpuso una mujer, corría despavo­rida hacía su caseta. Cristó­bal intuyó en ese mismo ins­tante que ella traía consigo problemas y debía ayudarla. Dejó su silla a un lado y salió de su caseta.

“Señorita, ¿qué te pasó?”, le preguntó el policía. La joven era Mirtha Giménez, la única sobreviviente de la masacre. El agente pudo notar en sus ojos la muerte, lo perturbada que estaba y solo esperaba que su respi­ración se normalice y la per­mita hablar.

Mirtha fue acompañada por una vecina, una mujer que escuchó los gritos de clamor durante unos minutos. Ella le explicó a Cristóbal lo que ocurrió, mientras espera­ban que Mirtha recupere el aliento.

El policía no esperó mucho, dejó atrás todos sus planes del horario cumplido, tomó su arma y la introdujo en la funda de su cinturón. Pidió a las dos mujeres que le mues­tren el lugar donde ocurrió aquella masacre, mientras llamaba a su compañero para que se encargue de comunicar a la Fiscalía y el apoyo de más agentes.

A medida que aceleraban el paso, el camino se prolon­gaba; fue la angustia y hasta la tensión que generaba el crepitar de las piedras en cada pisada. Eso y la respi­ración en aumento, quizás de lo poco que se escuchaba. Todos cargaban con la pre­sión de encontrar al asesino y que no haya escapado.

“Aquí fue señor, en el para­dor, como le comenté”, dijo la vecina apuntando a la puerta entreabierta.

Cristóbal era diestro, llevó la mano a la funda y tomó su pistola de la cacha, sin sacarla. Solo se puso en alerta mientras ponía un pie frente al otro. Fue meti­culoso para acercarse; si aún estaba en la casa, no quería que lo sorprendie­ran con un golpe.

Al meterse a la casa inspec­cionó la primera habitación rápidamente con la vista, luego fue al que estaba al lado, detrás suyo estaba la sala comedor, muy oscura. Recordó lo que Mirtha le dijo por el camino: “Los cuerpos están en la segunda habitación”. Fue hasta ahí y, de hecho, el lugar estaba intacto.

La mujer y sus dos hijas yacían juntas y bajo ellas un charco de sangre muy oscura. Ya llevaban su tiempo muertas. Quedó impresionado por la cruel­dad que tuvo el criminal. Las heridas en sus cuellos eran profundas y extensas, en algunas notó la profun­didad de un golpe. Tuvo que utilizar un martillo o mazo, pensó.

La conmoción al ver tanta sangre y las heridas lo deja­ron inerte, tanto que cayó en un profundo estado de análisis de lo que pudo haber pasado y olvidó bus­car al asesino. Volvió en sí tras un profundo lapso de análisis y recordó que aún no inspeccionó el comedor, toda la sala a sus espaldas. Volteó con cuidado y por la oscuridad de la habita­ción no lograba distinguir los detalles. Caminó unos pasos de costado, arras­trando los pies y mirando fijamente al frente. El arma apuntaba a un punto ciego, lo sabía, pero no quería bajar la guardia.

Palpando la pared encon­tró el interruptor de la luz y lo presionó. Se iluminó de pálido amarillo, el foco alumbró directo al centro de la habitación donde estaba y permitió a Cristóbal identi­ficar lo que había en el sitio. Ahí estaba él, el asesino.

EL ÚLTIMO VASO

Máximo nunca se levantó de la mesa, estuvo todo el tiempo ahí. Llevaba horas mirando su último vaso con cerveza, menos de la mitad. No respetó como hacía tiempo las indicaciones del médico y volvió a consumir antidepresivos con abun­dante alcohol. Su estado de transe era llamativo para Cristóbal, él esperaba que reaccionara, pero no lo hizo. En ningún momento movió las manos o los labios, y aun­que tuviera el arma apun­tando en dirección a su pecho, no abrió la boca para nada. Seguía observando, la espuma se apagaba sobre ese líquido de color turbio.

Cristóbal se acomodó aún estando parado, le inco­modaba sostener el arma tanto tiempo y en la cabeza aún maquinaba que haría en caso que ese hombre estu­viera armado e intentara reaccionar. Una vez que dé la orden de alto, todo cambia­ría. Cuando volvió a tocar el gatillo de su arma, Máximo habló y se detuvo a decir algo, Cristóbal lo miró con ojos inquisitivos. El hombre se mantuvo sereno, llevó el vaso a la boca y se mojó los labios con el trago de cerveza que quedaba, y dijo: “Ya las maté a todas”.

8:00 AM. Era un pequeño infierno. Mucha gente llo­rando por la bestialidad con la que asesinaron a esas tres mujeres, pero aún más terrible fue lo que hizo esa bestia con la niña. Otros no evitaban el morbo gra­bando con sus teléfonos móviles y la fila de camio­nes en la ruta comenzaba a dificultar la llegada de las ambulancias.

No podía evitar sentirme mal por estar documen­tando todo eso, le dije al camarógrafo que conti­nuemos manteniendo la distancia. Intentaba que no se colara alguna ima­gen de lo que pasó dentro del parador.

El fiscal llegó en la camio­neta blanca del Ministerio Público, era Celso Mora­les. Un joven agente de la zona. Apenas recibió el informe de Cristóbal, el fiscal ordenó al comisario que espose a Máximo y lo saquen de aquel sitio.

Todo eso pasó en solo unos minutos, se hizo un cor­dón humano con policías. Intentaban frenar a los vecinos porque querían matar a golpes a Máximo. La rabia estaba en su punto de hervor.

“LA MATÓ PORQUE ERA MUY CELOSA”

Unas semanas después volví a la estación de poli­cías para interiorizarme del caso. En aquel momento, Máximo estaba asignado a un pabellón en la cár­cel de varones en el barrio Tacumbú de la capital.

Un contacto conversó por algunos minutos con­migo. Aquel día del cri­men, Máximo estuvo muy callado en las primeras horas de su detención y luego pidió para fumar. En una charla informal logra­ron convencerlo de que se abriera, que contara todo lo que sucedió. Más tarde, un informe policial fue escrito y consignó estos detalles:

El desentendimiento con su mujer fue lo que pro­vocó su furia asesina, fue lo que alegó Máximo Ramón Gómez. Los problemas en su relación eran constantes. Se refirió al asesinato como el producto de “un desenten­dimiento” que tuvo con su pareja durante la madru­gada, que desembocó en una discusión muy fuerte.

Según él, todo ocurrió en un momento de mucho nervio, cuando su mujer le cues­tionó una vez más lo que hacía. Además, alegó que era demasiado celosa.

Esto mismo lo dijo ante nuestra cámara. Lo relató con frialdad, como si hablase de un objeto que simple­mente lo perdió, y si no se puede recuperar no hay por qué preocuparse. Esa sensa­ción transmitió.

Ese mismo día me guíe por un dato que me dio el mismo contacto de la poli­cía. La oportunidad de hablar con Mirtha, me faltó escuchar su relato.

Mirtha se mudó a la casa de un familiar, no muy lejos del parador, pero lo suficiente­mente escondida para evi­tar algún contacto. Al lle­gar le pedí disculpas por mi insistencia y le rogué una charla para aclararme qué pasó antes del crimen. Ella relató una versión muy dife­rente. “Mi mamá estaba can­sada de la situación que vivía con Máximo. Incluso le había pedido –en varias ocasiones– que se vaya de la casa, pero que él nunca lo hizo…”.

Máximo bebía mucho y mez­claba con pastilla para con­trolar la depresión y ansie­dad. Por un tiempo mantuvo algunas sesiones con un siquiatra, pero las aban­donó, volcándose nueva­mente a beber sin límites. Era una situación a diario, esa fue la conclusión a la que llegué ese día con los infor­mes médicos, testimonios y detalles de la investigación policial.

Un dato aún más revelador fue el que obtuvo el fiscal Morales. Un episodio vio­lento con sus padres, los intentó acuchillar bajo los efectos de las mismas dro­gas. Fue exactamente un año antes del crimen, en la ciudad de Limpio.

EL MAZO DE LA JUSTICIA

28 de octubre del 2011. Dos años y tres meses después del asesinato, Máximo Ramón Gómez Caballero se enfrentó a los tribuna­les. Llegó esposado y con el cabello mojado, bien pei­nado y pulcro. Se sentó de frente a los jueces y lo flan­queaban sus abogados, eran de la defensa pública. Yamil Coluchi presentó su primer alegato:

“Máximo sufría de tras­tornos mentales, solicito la absolución, señoría”, Colu­chi fue preciso, su estrate­gia se basaría en declararlo insano para enfrentar el jui­cio.

Pero los ahorraré tiempo. El juicio no fue largo. Los jueces analizaron las prue­bas y los antecedentes. Los exámenes médicos y conclu­yeron que Máximo se ubi­caba en tiempo y espacio, era apto. La sentencia se daría a conocer. La unanimidad de los jueces Blas Ramón Cabriza, Blanca Gorostiaga y Víctor Alfieri desestima­ron el pedido de la defensa de declarar irreprochable al acusado y lo condenaron a 29 años de prisión.

En aquel tiempo era de las sentencias más altas dic­tadas en los tribunales de la capital sin medidas de seguridad.

El juicio fue llevado adelante por el fiscal Óscar Talavera y el querellante Gumercindo Oviedo. Ellos pidieron que el acusado sea condenado a 30 años de cárcel.

Los psiquiatras Carlos Ste­ven Sachero y José Vera dije­ron que el acusado podía distinguir el bien del mal, pero que no podían conocer si en el momento del hecho pudo haberlo sabido. Gómez incluso tuvo tratamiento antes del hecho en el hospi­tal psiquiátrico.

El 7 de enero del 2015, la Sala Penal de la Corte Suprema, integrada por los jueces Blas Ramón Cabriza, Blanca Gorostiaga y Víc­tor Alfieri, ratificó la pena de 29 años de prisión para Máximo Ramón.

Hasta hoy sigue preso.

Fin.

Dejanos tu comentario