• Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Los viernes de cada semana, en esa hora tan particular en la que tal vez finalice la tarde o comience la noche, son especiales en el Café de la Esquina, allí donde se cruzan–sin proponérselo– la Avenida del Libertador con la calle Olazábal, en lo que era el Bajo Belgrano, mi pueblo natal, en Buenos Aires, unos 1.350 km al sur de mi querida Asunción. Siempre algún amigo o amiga ocupa esa mesa junto a la ventana del viejo bar cuando se busca ese lugar antes del inicio del sábado. Desde muchos años es así. Tal vez, desde que éramos pibes y nos sentíamos y percibíamos inmortales.

Veintiocho días atrás fue la última oportunidad que tuvimos para cumplir con ese rito que hace de la amistad casi una doctrina social. Cafeteamos con Santiago Julio Novoa, El Chago y Ray Collins. Horas más tarde, en el país de los eslóganes eufemísticos, comenzó el “aislamiento social”. Mientras caminaba de regreso a casa, las palabras que se tiraron sobre aquella mesa que –como las de Discépolo, “nunca preguntan”– volvían una y otra vez a mis oídos. “Y bueno, tendremos que suspender hasta que todo pase”, dijo El Chago. Nos miramos sin vernos en profundísimo silencio. El “hasta pronto” sonó sabinero. Desde ese momento supe que la cuarentena habría de arrollarnos. De llevarnos por delante. Recordé que alguien sostuvo que “en España, en Italia, en Francia, se hace lo mismo”. Es verdad.

Pero llamarlo aislamiento social no me cierra. Caminar hacia ninguna parte, a veces, es para buscar esas palabras que, tal vez desconocidas para los burócratas y los diseñadores de frases publicitarias, duelan menos que aquellas con las que, finalmente, nos martillan a cada instante. Con las manos en los bolsillos me pregunté si es posible en tiempos de imprescindible necesidad de cohesión, de unidad, de la construcción de un nosotros sólido, si es acaso razonable proponer o exigir el aislamiento social cuando lo preventivo –ante la carencia de un tratamiento o de una vacuna– es solo el distanciamiento físico. Era inminente que aquel atardecer se hiciera noche. Desde la vereda de un bar que, pese a todo, proponía un happy hour, el zócalo de un smart TV bombardeaba con las cifras de los muertos.

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Las letras blancas sobre fondo rojo sangre apabullaban. Respiré profundo. Retomé la marcha. Diciembre del 69, inexplicablemente, vino a mi memoria. Eran años oscuros y dictatoriales. Sin embargo, un boliche nuevo –Enterprise– durante dos días se inauguró en Mar del Plata. Descubrí que silbaba música de entonces. “There’s a kind of hush. All over the world tonight. All over the world (Hay una especie de silencio. Esta noche en todo el mundo. Por todo el mundo)...”. Me apenó, sin embargo, que ese silencio, esa noche de viernes, no fuera por el sonido del amor, como cantaban los Carpenters, sino por la perspectiva de la muerte que avanza desde algún lugar y desde todas partes. Sabor amargo.

Iba llegando a mi casa. Pensaba una y otra vez cuándo volveríamos a reunirnos en el viejo bar. En una puerta vecina de la sucursal del banco Santander, a metros de la estación Olleros del subte de Buenos Aires, un desamparado preparaba, como cada noche, con cartones, diarios viejos, algún plástico y una manta mugrosa la que sería su cama hasta el que sol lo despertara. Un pequeño perrito se acurrucó a su lado. Me agradó. No puedo imaginar la tristeza de dormir solo en desamparo. “Hasta mañana”, le dijo al milico de la esquina antes de cerrar sus ojos. ¿Cuáles serán los sueños de los que habitan en las calles? A los tres les deseé que descansaran. Seguí mi camino. Unos tipos pegoteaban gigantografías preventivas. “Cuidate. #QuedateEnCasa”. Me detuve. Miré hacia atrás. ¿Dónde queda la casa de los que no tienen casa? ¿Cuál es la casa de los que viven en las calles?

1. El despertar del día siguiente fue dramático. La tele tiraba imágenes de milicos que rodeaban todo conjunto urbano para que los de afuera no ingresaran y los de adentro no salieran. Nos enteramos que los aeropuertos, las terminales de buses y trenes se cerraban. Que el transporte público circularía en el mínimo indispensable para trasladar a los trabajadores de los servicios de emergencias. Vimos que cientos de médicas y médicos ataviados con ropas especiales buscaban en sus residencias a cientos de personas que trasladaban a centros de aislamiento.

Supimos que miles de hombres y mujeres de toda nacionalidad quedaban varados en el mundo y no podían regresar a los lugares de donde habían partido. Se inició la caza de culpables. No pocos vecinos y vecinas devinieron en delatores. Él “vino de viaje y no respeta la cuarentena”, se hizo noticia. A los servidores públicos que, desde los balcones miles de manos aplauden cada noche porque se juegan la vida “por nosotros”, en no pocos casos cuando regresan a sus hogares sus convecinos quieren que se muden para no contaminarse. Una sumatoria de ignorancias se hace cada minuto más perceptible. Los líderes de la nada – aquí, allá y acullá– evidencian no saber qué hacer. Para los comunicadores y comunicadoras tampoco es sencillo. No saben qué decir. En no pocas veces, qué preguntar y a quién. No se puede vigilar al poder si no se sabe hacia dónde y qué hay que mirar. Desde la epidemia de fiebre amarilla, hasta hoy, pasaron 149 años. Desde la de la gripe española, 101. Desde la polio, 64.

Una tragedia inesperada. Imprevisible. Nueva. Bulos, “fakenews”, noticias falsas o, sencillamente, putas mentiras, más que nunca ganan espacios. ¿Cuándo volveremos a juntarnos? ¿Cuándo podremos abrazarnos, a estar con nuestras hijas, hijos, nietas, nietos, amigas, amigos? ¿Cuándo compartiremos un mate? ¿Hasta cuándo estaremos solos y solas? El Chago Novoa propuso que nos encontremos, algún viernes, en un bar virtual en ZOOM. ¿Será lo mismo? Preferí no consultar con Ray Collins. “El sexo virtual puede ser una alternativa”, responde formalmente el Ministerio de Salud argentino ante una consulta concreta sobre los peligros del contacto físico que esas prácticas demandan. “Si lo dice el Ministerio de Salud, hacele caso”, dice el presidente Alberto Fernández. ¿Qué información sensible tendrán para no recomendar ni sugerir en la emergencia muñecas y/o muñecos o sex toys? ¿Algún reporte guardado bajo siete llaves impedirá que las autoridades de salud descarten el autoerotismo? Llamé a silencio al pensamiento abrumado. En Spotify me interpelaba Sabina: “Que no te compren por menos de nada, que no te vendan amor sin espinas, que no te duerman con cuentos de hadas, que no te cierren el bar de la esquina…”. Desperté angustiado. Una enorme voluta de humo negro interrumpía mi sueño. Me asomé a ella. Me vi caminar en torno al Obelisco con una enorme pancarta entre mis manos al tiempo que junto con una multitud, a voz en cuello, gritábamos: “Al carajo la pandemia, Sabina al poder”.

Que no nos cierren el Bar de la Esquina...

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