• Por Óscar Lovera Vera, periodista

No es un simple cuento, es una historia real. Ocurrió hace más de diez años a unos kilómetros de la capital. Era una familia humilde, de mucho trabajo para sobrevivir. De un padre ebrio y farmacodependiente. Es una historia real que quizás no la recuerdes, pero que estruja e interpela el alma.

Estaba terminando el mes de julio de un 2009. Era muy temprano aún cuando llegué al canal y, les seré sincero, mis ideas ya estaban puestas en el momento de salir y sacar dinero del cajero. Tenía ganas de ir al cine esa tarde, comer pororó y sumergirme en un mundo de ficción absurda.

Sin embargo, una llamada a mi teléfono desencajó el menú de ocio en ese simple instante de repique. Incesante y hasta perturbadora mezcla de vibrador más tono.

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En la pantalla aparecía un contacto de la policía, uno a quien acababa de conocer. Estaba en Homicidios y el solo saber eso me dio mala espina. Al contestar, fue directo al grano: “Eju Falcón-pe, un múltiple asesinato. Pya’e eju che ra’a…”, su voz se agitaba a medida que intentaba explicar lo que estaba viendo.

En pocas palabras me describió la tétrica escena que encontraron en Puerto Falcón. Lo noté afectado, pese a que en muchas ocasiones presenciar escenas de asesinatos no suele afectar al policía, al menos de la misma manera en que lo afectó el primer caso de su carrera. Se vuelven más fuertes con el paso de los años. Pero en aquel lugar había algo que él no pudo superar, no tuvo esa fortaleza habitual y en las pocas palabras que soltó me percaté que esto que les contaré fue algo terrible.

Con paredes de madera y techo de eternit, el comedor Christian David era un paraje habitual de camioneros en el kilómetro 45 de la ruta nacional Carlos Antonio López, la misma que acaba en la frontera con la Argentina, y en la colonia José Falcón de la ciudad de Presidente Hayes. Ese era mi destino, mi compañero tomó su cámara y en unos pocos minutos ya estábamos en ruta, a bordo de nuestro Chevrolet Corsa. Conversamos durante el viaje, hablamos de un sinfín de situaciones: familiares, económicas y algunos planes de corto plazo. Todo mientras ascendía irreverente el vapor del cocido quemado, tuvimos suerte de conseguir esta especie –casi extinta– a nivel comercial. Nos inspiraba como grandes empresarios de la vida.

7:45. El cámara, Alejandro, estacionó el auto al costado de la ruta, llegamos. Subió el freno de mano y el sonido del cabo tensado puso el final a la conversación, justo a la mitad. Nos encontrábamos frente al puesto de controles de Aduanas, desde ahí relucía el aspecto humilde y sacrificado de ese parador, el mismo que alimentaba a gran parte de los viajantes. En ese instante sus visitantes eran policías, un fiscal, un forense, varios periodistas y todos los curiosos.

El lugar ya estaba acordonado, le dije a Alejandro que nos distanciáramos. El dato que tenía me pintaba un panorama terrible para grabar con la cámara, quería evitar quedarme con ese archivo, el morbo estaba discriminado para mí. Pero la ubicación de la casa, lo pequeña que era y la cantidad de especialistas en ella hacían que la puerta esté abierta a cada instante. Al menos mis ojos quedaron con la impresión. Nunca lo olvidaré.

HORAS ANTES…

Eran las 6:00 del viernes 31 de julio del 2009. Como todas las mañanas, Mirtha Giménez Escurra llegó hasta el parador con los ánimos puestos de empezar a freír empanadas. El sustento de la familia era eso, la venta de bebidas gaseosas, alcohol y algunos paquetes de comida rápida.

Ese día, la puerta aún estaba cerrada. Tuvo una rara intuición antes de abrirla, pero la confundió con los nervios, los minutos pasaban y ella aún sin nada que ofrecer para la venta. Sus clientes no tardarían en llegar.

El inconveniente fue que ese pensamiento la perturbaba, no la dejaba tranquila y solo saciaría ese instinto asomándose a la ventana y permitiendo hacer una inspección antes. De lado a lado y luego un vistazo al techo –por si se metió alguien–, luego volvió su mirada al horizonte y finalmente un recorrido por el suelo. De izquierda a derecha… “¡Un momento, algo hay en ese… ¿Qué es? ¡¡¡Un cuerpo!!!”. Era una mujer, solo veían los pies y algo del vestido que llevaba. Nada más.

Con apuro, con fuerza inusitada, así abrió la puerta que estaba bajo llave. La dejó abanicarse sobre la bisagra, la había azotado con furia. Con respiración agitada y miles de pensamientos galopando en su mente, fue hasta donde estaba la mujer. Era su madre y alrededor de ella una escena petrificante.

Pablina Escurra, de 44 años; su hermana de 27 años, Zulma Carolina Giménez Escurra, y la pequeña Ruth Aidé Gómez Escurra de apenas dos años, todas estaban muertas. Sus ropas estaban inundadas en sangre, la habitación desordenada y casi todo fue arrojado al suelo. Hubo una fuerte discusión, una pelea y todos murieron.

Mirtha sollozó, estaba atónita y en su mente gritaba, fuerte, pidiendo auxilio. Su voz no lograba tocar sus cuerdas vocales, quedó muda. A paso lento, volvió sobre sus pasos y a medida que se alejaba, el cuerpo de su pequeña hermana se dibujaba en sus pupilas llenas de lágrimas.

Giró sobre su propio eje, no quiso mirar atrás. Quedaba un lugar más por verificar, buscó a su padrastro y lo encontró. Máximo estaba sentado en una silla, en una mano sostenía un vaso con cerveza, ebrio de muerte la observó detenidamente y sin inmutarse llevó un último sorbo de cebada a la boca. Con la otra mano sujetaba un martillo, cubierto de sangre. Fue él, no tuvo dudas y se echó a correr.

Más rápido, más y más. Mirtha corría con furia, como si mil perros la persiguieran, sus zancadas marcaban la desesperación de que alguna mandíbula la termine por alcanzar y volvía a la realidad. No podía evitar pensar en el cuerpo de su madre y sus hermanas, todas ensangrentadas en el suelo y la cama.

“¡Ayuda, ayuda, ayuda! ¡Socorro, ojukapaitéko che familia-pe, auxilio!”, gritaba desaforadamente la joven, mezclada en llanto e impotencia.

Los vecinos oyeron los gritos y salieron a ver qué ocurría. Algo andaba mal y no se trataban de aquellas discusiones de barrio. Fue algo peor.

La calle se inundó de personas, todas acordonaron la casa y estaban dispuestas a golpear a Máximo si osaba salir de ella. La Policía tardaba en llegar y solo algunos vecinos, con la poca escasa templanza que quedaba, lograban contener el amotinamiento irascible de la población.

El viento se cortó con la ensordecedora sirena de la patrullera, detrás un vehículo del Ministerio Público, el combo completo. Policías, fiscal y forense; todos en un solo instante para finalmente tomar el cargo antes que prendan fuego a la casa.

SANGUINARIO

“A golpes de mazo y cortes con arma blanca, a determinar… pienso en cuchillo de cocina. Veo rastros de piel con laceraciones que podrían ser a consecuencia de ese tipo de herramientas”, así comenzaba el forense el relato paso a paso de cómo las mataron. Un puberto profesional, que oficiaba de asistente, lo acompañaba observando cada detalle que marcaba su mentor. Para cada punto se tomaba su tiempo para decidir cómo ocurrió, quizás se imaginaba aquello, si así lo fuera no me imagino el estómago para soportarlo.

Las tres mujeres fueron asesinadas de la misma forma: degolladas. Pablina, la pareja de Máximo –diez años mayor que él–, recibió un golpe en la frontal en el rostro, en la frente para precisar. Esto le causó un profundo hundimiento de cráneo. Alrededor del cuello, un corte profundo, sin laceraciones, quizás otro tipo de cuchillo, sin dientes. Esto le provocó la muerte. Ella tuvo que ser sorprendida con el golpe, no hay rastros de heridas defensivas. No hubo pelea al menos con ella. La mujer habría sido sorprendida por el hombre cuando aún estaba durmiendo, junto con su hijita de dos años.

“Observo en su oreja otro corte. Puede que el martillo generó esto. Al blandirlo de un costado le produjo el corte”, dijo el médico. Luego pasó al cuerpo de la hijastra de Máximo.

“Al igual que su madre –Zulma Carolina–, está en el suelo boca arriba y con un corte profundo en el cuello de alrededor de 12 centímetros”.

“Ella sí intentó defenderse y atacó a su padrastro con un tenedor, lo hirió en la cabeza. Pero Máximo logró apoderarse del tenedor y utilizarlo en su contra, aplicándole un corte en el tórax, esto se ve aquí, ¿ves muchacho?”, apuntó el forense con su dedo índice cubierto de látex blanco, intentando apuntalar a su aprendiz.

La más pequeña de ellas, Ruth Aidé, de dos años, tuvo una muerte cruel y desgarradora. La pequeña, además de recibir un golpe en la frente –al igual que su madre–, fue degollada y abusada sexualmente por su propio padre biológico. La niña era la única hija en común de la pareja.

Continuará…


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