• Por Bernardo Neri Farina 

Un poco de humor para abordar los duros tiempos que nos toca atravesar es siempre la mejor de las ideas. Por eso le pedimos a un escritor, periodista y académico de la lengua que nos explique qué es eso de ser “sexagenario” .

Sexagenaria es la persona que tiene entre 60 y 69 años de edad. Esto lo corrobora el diccionario de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Pero lo que el nutrido léxico oficial de las dos venerables instituciones mencionadas no contempla aún es el término “sexagenariedad”, que vendría a ser algo así como el ejercicio de la condición sexagenaria. Su teoría y su práctica.

La sexagenariedad es el colectivo humano que hoy arrinconan por decreto con el pretexto de cuidarlo del coronavirus. Hasta Pedro Fadul, el financista que en su afán de ser presidente de la República lanzó sin darse cuenta la candidatura de Fernando Lugo, expuso su lánguida teoría anticuarentena con un fusilamiento explícito: guardemos a los de 60 y el resto a trabajar. Claro, si se para la máquina, quién devuelve los préstamos.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Es que el virus de la corona apunta a los sexagenarios, según sostiene la academia (la de ciencias médicas). Y no le falta razón. Las condiciones de desgaste que se sufren a partir de los 60 dejan terreno propicio para que el virus cause el estropicio que causa.

Algunos ya nos etiquetan a los sexagenarios dentro de esa caja de cachivaches próxima a ser botada para que haya más espacio en el mundo. Cuando que nosotros comenzamos a asomar la cabeza para señalar los estragos que está perpetrando en el planeta tanto milenial iluminado que día tras día amanece descubriendo América sin enterarse de que un tal Cristóbal se le adelantó hace poco más de 500 años.

“CÓMO SE HACE”

Los sexagenarios somos una generación que está siendo llamada de vuelta para responder a la pregunta de “cómo se hace”, cuando el cursor tecnológico no da la respuesta. O cuando la respuesta tecnológica es diferente a la que se esperaba y el horizonte se cierra a la expectativa de la gente.

Somos una generación con el conocimiento arraigado, pero la mente siempre abierta a la brisa del aprendizaje. Somos capaces de rescatar la vieja ciencia y con plena consciencia rejuvenecerla con la sapiencia nueva, en una armonización que solo puede hacerla aquel que vivió el mundo anterior, que tiene los pies en el actual y que piensa en el que está viniendo. Nosotros conocemos el futuro porque hemos vivido varios futuros. Para nosotros, como afirmaba Millôr Fernandes (1923-2012), genial escritor y periodista, una especia de Helio Vera brasileño, el pasado es un futuro usado.

Reconozco que cuando tenía 20 años de edad yo pensaba que un tipo de 60 era un jovato cuesta abajo en la rodada, ya con el adiós en el brazo en alto. Hoy, yo, con los 60 traspuestos, tengo el brazo en alto, pero para saludar al futuro. Cuán equivocado estaba aquel insolente y melenudo pendejo de 20.

Hoy los sexagenarios curtimos gimnasio y biblioteca, caminamos por encima del qué dirán, aprendemos rápido lo que a otros les cuesta una montaña aprender y damos clases por Zoom, como si esta aplicación hubiera sido nuestro hábitat de nacimiento. Algunos de nosotros se pegan el tupé de fatigar el papel de sugar daddy (yo paso en esto último, por falta del necesario caudal de belleza y de billetes).

MÚSICA PARA NUESTROS OÍDOS

Los que transitamos entre los 60 y 69 somos una generación burilada por la emblemática década de los años 60 del siglo XX, cuando los cambios en el mundo comenzaron a cobrar un vértigo desacostumbrado impulsados, sobre todo, por la creatividad artística e intelectual.

Luego de la era del nihilismo, del existencialismo, de la desesperanza de los años de la posguerra del 45, cuando se creía que en cualquier momento sobrevendría la tercera guerra mundial y que la existencia del mundo dependía de que a algún loco se le ocurriera oprimir el botón nuclear para que todos reventáramos, aparecieron los años 60 florecidos de flores, optimizados por el optimismo, fecundados por una fecunda explosión de todas las artes.

Los “yeah, yeah” de Los Beatles atronaron los aires y los colores comenzaron a cubrir los grises del miedo. Desplegamos la melena hasta que descasaran en los hombres. Llegaron las flores ataviando los campos y retozando en los estampados de la indumentaria joven. Los hippies. Hagamos el amor y no la guerra.

Era el gran happening de la creatividad, de la liberación femenina píldora mediante, de la psicodelia, de la minifalda de Mary Quant lucida por Twiggy, del boom de la literatura latinoamericana.

Agotábamos insomnios con los fenómenos del boom: acompañamos la soledad centenaria de García Márquez; nos regocijamos con los delirantes informes militares sobre las visitadoras del Pantaleón de Vargas Llosa, seguimos los acertijos sembrados por Cortazar para leer “Rayuela” y oteábamos aquella región más transparente que nos propuso el mexicano Fuentes en su obra precursora del boom.

UTOPÍAS Y PRIMAVERAS

La década del 60 fue también el tiempo de la utopía, de París del 68, de la Primavera de Praga reventada por los tanques del imperio comunista, de la epopeya del pueblo vietnamita que venció al imperio capitalista.

Vaya si fue una década de acontecimientos que marcaron a fuego a la humanidad. En el Paraguay, en este nuestro tan particular país, los 60 transcurrían con el paso cansino de un buey remolón.

Había una superficie de textura suave en la vida del país. Esa superficie cubría, sin embargo, un interior en el que se agitaba la tragedia sordinada, una desgracia invisible para la mayoría de la gente.

En 1959, tras pasarse cinco años desbaratando parcos intentos de desestabilización, Stroessner pegó el zarpazo que venía preparando: desintegró la Cámara de Representantes (única cámara del Congreso entonces) y liquidó el último bastión de resistencia en el Partido Colorado. Con ello se hizo del poder absoluto de la República.

Comenzó la incursión guerrillera con la intención de seguir el mismo itinerario político de Fidel en Cuba. Sin embargo, las selvas del Alto Paraná, de Itapúa y de Caaguazú no fueron la Sierra Maestra para el Movimiento 14 de Mayo y para el Frente Unido para la Liberación Nacional (Fulna), los dos contingentes que quisieron, cada uno por su cuenta, derrocar a Stroessner por las armas.

Eso culminó en una masacre. Con los del 14 de Mayo, el general Patricio Colmán inauguró la práctica de lanzar prisioneros vivos desde un avión en vuelo.

Édgar L. Ynsfrán, ministro del Interior y arquitecto del terrorismo de Estado estronista, inventaba atentados (entre algunos pocos que fueron reales) para aniquilar opositores. Liberales y comunistas eran blancos permanentes. Pero otros blancos escogidos eran los colorados. Primero fueron los epifanistas, pero luego fue ya cualquier colorado que no se doblegara ante Stroessner.

Stroessner tenía su trilogía del terror: Ynsfrán, ministro del Interior; Ramón Duarte Vera, jefe de Policía, y Alberto Planás, jefe de Investigaciones. Esta trilogía cayó en 1966 y fue sustituida inmediatamente por otra no menos terrorífica: Sabino Augusto Montanaro, Alcibiades Brítez Borges y Pastor Coronel.

Las atrocidades del estronismo eran respondidas por el silencio de la ciudadanía, encapsulada en un miedo que pasó a formar parte de la vida cotidiana de la gente.

El concepto de derechos humanos aún no habitaba en el léxico político. No existía prensa independiente. No había periodistas que se animaran a hacer una denuncia. Uno de los primeros (y de los únicos, en esos días) que se atrevió a levantar la voz contra la ignominia fue el padre Josú Arqueta, de Radio Cáritas. Su lucha le costó el exilio.

Tantos recuerdos vívidos de los 60. A la imagen de Los Beatles exclamando she loves you, yeah, yeah, yeah, se contrapone la de aquella camioneta colorada, Caperucita Roja, el terror sobre ruedas. Los 60. Década genial y espantosa a la vez. El happening y la tragedia.

Sexagenariedad, condición de sexagenario, de gente que vivió “tiempos recios” y a la que hoy, a la par de haber hecho remangar la noción de “tercera edad” a los 75 más o menos, la relegan porque el virus cebó su corona en individuos de entre 60 y 69.

Pero cuidado. Si sobrevivimos al pandemónium de la pandemia –tal como esperamos que ocurra–, volveremos a agitar la melena al viento, a lucir las flores estampadas, a conmover con los riff de los Rollings. Le volveremos a enseñar al mundo que somos la última generación con biblioteca y saldremos a caminar el futuro tal como lo venimos haciendo hace 50 años. Porque nadie sabe más del futuro que nosotros.

Sexagenariedad. Teoría y práctica de la vida plena, de la experiencia única. Sexagenarios y basta. De 60 a 69. Generación irrepetible.

Déjanos tus comentarios en Voiz