• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

Separan 11 horas al Obelisco de Buenos Aires –justo donde se encuentran las avenidas Corrientes y 9 de Julio– del Palacio del Pueblo, en Bei­jing, en la República Popular China. Entre las capitales argentina y china hay 19.255 km. En mi última vuelta desde el Imperio del Centro, demoré 26 horas para volver al Río de la Plata. Demoledor. Viajar, en el mismo sentido en que vemos al Sol recorrer nuestro cielo, permanece en el cuerpo por varios días. El reloj biológico se altera sus­tancialmente. Inevitable.

Gaviota Ou, milonguero mayor en China, y Horacio Ferrer, presidente de la Academia Nacional del Tango.

En tiempos de cuarente­nas, aislamientos sociales o como quieran llamarlos a estos recursos milenarios para hacer frente a lo des­conocido, a lo que aparece como peligroso y letal, a lo que aparece como impara­ble, el recuerdo de amigos y amigas vuelve una y otra vez. Pasaba la medianoche aquí cuando en la madrugada del jueves último lo llamé al que­rido Gaviota Ou, habitante de Beijing. Periodista, escritor, traductor de la biografía de don Astor Pantaleón Piaz­zolla al mandarín, que ahora trabaja sobe la vida de Car­los Gardel, fue creado –“por su pasión tanguera”– Aca­démico Nacional del Tango en China por aquel enorme poeta y maestro rioplatense que fue don Horacio Ferrer, un querido amigo entraña­ble y compañero en cientos de madrugadas periodísticas en los años en que trabajaba en Canal 11 desde las 17:00 de cada tarde hasta las 8:00 de la mañana del día siguiente. Ver y escuchar a Gaviota fue una verdadera alegría.

Astronautas del Apollo 11 en cuarentena cuando regresaron de la Luna, dialogando con el presidente norteamericano Richard Nixon.

“¿Cómo estás, querido maes­tro Lao Lí?”, preguntó el joven amigo llamándome por el seudónimo con el que me lla­man mis colegas chinos luego que así me apodara, muchos años atrás, Pan Guoyung, un reconocido hombre de prensa chino. “Aquí estamos Gaviota, en cuarentena como (Neil) Armstrong, cuando volvió de la Luna…”. Respondió con una carcajada. Contó luego que Beijing, ese día, amane­ció primaveral. Con sus calles transitadas por miles de per­sonas con barbijos, lo que no es novedad en las ciudades orientales. Evitamos hablar del coronavirus. Procurába­mos dejar atrás por un rato esta tragedia de todas y todos que agobia la aldea global. ¿De qué vale decir y hablar de lo que no sabemos? “Cuando hablaste de Armstrong, recordé al maestro Horacio Ferrer”, continuó Ou. Y era razonable.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

AQUELLA BALADA

Alguna noche extendida, en el restaurante Chiqui­lín –donde Ferrer alguna vez enlazó las palabras que abrieron la puerta de la ima­ginación para una de sus más grandes obras poéticas, “Chi­quilín de Bachín”, con claro sentido social de reivindi­cación a los desamparados niños de la calle que habitan la “ciudad de la furia”, como la bautizara para siempre Gustavo Cerati–, quizá en la sobremesa de una cena con menú intrascendente, cuando comienzan las con­fesiones, las revelaciones y el deseo de irse de los camareros toma la forma de silencioso grito, de ruego o de reclamo desgarrado por el cansancio y el agotamiento, la mítica “Balada para un loco” ocupó el centro de la escena. Sí, esa balada. La que musicalizó Piazzolla, escribió Ferrer y cantó Amelita Baltar como nadie para los tiempos de los tiempos.

Neil Armstrong con su “medio melón” entre sus manos.

“¿Cómo y por qué escribiste la balada, Horacio?”, pregunté. Me miró con sus ojos peque­ños. El silencio nos envol­vió por unos pocos minu­tos. “¿Fue después de ver la película ‘Rey de corazones’, de (Philippe) Broca, o luego de ver a los astronautas nor­teamericanos cuando visita­ron Buenos Aires y recorrie­ron sus principales calles?”, apuré. El maestro se mantuvo pensativo. Gaviota escuchaba con atención.

Un mito urbano –o no– sos­tiene que desde hace ya poco más de medio siglo, con esa parte de verdad que tiene todo relato mítico, después de que el astronauta Armstrong pisara la Luna el 20 de julio de 1969 y Michael Collins per­maneciera en torno al saté­lite natural orbitando hasta que regresaran a la Tierra y cumplieran una cuarentena dentro de una cápsula her­méticamente cerrada, via­jaron a la Argentina como parte de una gira latinoame­ricana. Cuarentenados, aisla­dos del mundo para prevenir que algún microbio selenita afectara a la humanidad, dia­logaron con el entonces presi­dente de los Estados Unidos, Richard Nixon, a quien se lo veía alborozado, sonriente y gestual mientras celebraba el triunfo norteamericano en la carrera espacial sobre los soviéticos en los años de la Guerra Fría. Aquellos via­jeros espaciales estuvieron pocas horas aquí. Pero las suficientes para que los ojos de los habitantes porteños se pusieran todos sobre ellos. Los recibió el dictador Juan Carlos Onganía en la usur­pada Casa Rosada. Luego rea­lizaron una recorrida triun­fal en un descapotable que, justamente, cruzó la inter­sección de Callao con Are­nales. El relato dice que don Horacio Ferrer estaba en esa esquina en aquel momento de alborozo popular y que fue en ese instante en que su poética imaginación parió ese verso majestuoso. “Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao… No ves que va la luna rodando por Callao; que un corso de astro­nautas y niños, con un vals, me baila alrededor. ¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá!”.

Don Horacio apuró el final de su copón de vino y pidió café para los tres. Los mozos cele­braron con la idea de que el descanso se había acercado varios minutos. Ferrer miró con una tímida o, más aún, curiosa sonrisa. “Las cancio­nes populares, las canciones de las que el pueblo se apropia, suelen tener cientos, miles de interpretaciones y esa frase en particular es tan controversial como una suerte de llave mágica que la man­tiene en el tiempo”, senten­ció. Nunca volvimos sobre el tema. Sin embargo, el almana­que ayuda al mito. Armstrong y Collins llegaron al Aeropar­que de esta ciudad a bordo del avión TC72 el 2 de octubre del 69. La balada de Piazzolla y Ferrer se estrenó en el Luna Park el 14 de noviembre de ese mismo año. Aun hoy, cuando miro viejas fotos de Ferrer, cuando recuerdo su voz, sus recitados, sus ges­tos, me cuesta dejar de ima­ginarlo sin un “medio melón en la cabeza”, sin “las rayas de la camisa pintadas en la piel” y sin “dos medias sue­las clavadas en los pies”. Creo que nadie logrará que deje de pensar que aquel rioplatense mágico nacido en el Uru­guay, que habitó y amó Bue­nos Aires, no se haya soñado alguna vez –cuando vio pasar fugazmente a aquellos astro­nautas– como una “mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus”. De eso hablamos con Gaviota en nuestra videolla­mada cuando ya era jueves en Beijing y aquí recién comen­zaba ese día. Hablamos de la vida. Logramos que la poesía y los buenos recuerdos triunfa­ran sobre este virus de mierda que, como toda tragedia, pasará. “Loco, loco, loco…”. ­

Dejanos tu comentario