“Su propuesta era obscena, degradante, vil. Esas que una persona íntegra solo puede rehusar. Afortunadamente, no soy un soberbio”.

La demencia genial del mexicano Xavier Velasco ya me hizo explotar la cabeza con su épico “Diablo guardián”, que le valió –y merecidamente– en el 2003 el Premio Alfaguara de Novela. Pero no vamos a ocuparnos de su Violetta, de su alter ego femenino y adolescente, sino de este libro de ¿“cuentos”, fábulas, relatos, declaraciones de principios? No sé bien en qué género encajar una fauna tan variopinta de relatos.

Desde el título se burla de todo y de todos, del capitalismo y el marxismo juntos. Es un capo. La premisa de todos sus cuentos es la misma, como el huevo y la gallina: “¿Qué fue primero: el dólar o el deseo?”. Riéndose del moralismo de las fábulas tradicionales, en el que la ambición desmedida tiene un alto precio; Velasco contrarresta con una realidad ineludible: también un alto rendimiento. Sus personajes no entienden de conceptos como culpa, escrúpulo o vergüenza, tienen hambre de poder, de revancha y una avidez por TODO, lujuriante. Enfermiza, sí, pero divertidísima de leer. Mercachifles, ladrones, chantajistas, “chicas cuyo atractivo está en el precio y playboys cuya demanda está en la oferta”, son solo algunas de las criaturas que exhiben su total inmoralidad y codicia más pura. ¿El amor? Bien, gracias, en algún lugar, pero no en el universo de Velasco: “El champán y el amor son veleidosos: uno llega a pensar que nunca se acabarán y cualquier día se agotan al unísono”.

Pero debo reconocer que mi debilidad es el tramposo del último “cuento”, el discursito que se despacha vale más que cualquier cosa que yo pueda contarles:

“Hay quien opina que jugar en las ligas equivale a vivir a espaldas de la ley, y yo digo: ‘¿Qué ley?’ ¿La de la oferta y la demanda? ¿La del fuerte? ¿La del menor esfuerzo? ¿Algunas de las tres famosas de Newton, quizás? ¿La del Talión, la del revolver, la de la selva? Hay demasiadas leyes y jueces y juzgados para que un ganador se detenga por eso. Sé que otros jugadores experimentan un deleitoso hueco en el estomago antes de que una tercia, un gol o una nariz les anuncie el arribo de la desgracia, pero lo que yo nunca he soportado es el tufo de esta señorita. ¿En qué clase de concursante debo convertirme para aceptar la idea de que no seré yo quien gane el premio? ¿En nombre de qué morbo justiciero tengo que recibir a la desgracia cuando toque a mi puerta? Se los digo bien claro, y que nadie lo dude: A la desgracia yo la echo a patadas. Soy incapaz de recibir un naipe de manos de quien sea si no tengo los comodines debajo de la manga. Solamente pondría mi dinero en un caballo si me constara que los otros sufren de paludismo agudo. La ruleta donde yo juego tiene exclusivamente un numero: el mío”.

Inmoral, deleznable y repugnante. Pero no me digan que no les resulta tentador eso de “echar a patadas a la desgracia”. Después de todo, estos personajes y este autor no son más que un producto de su tiempo y de su espacio, o como lo dice él: “Encendamos las luces de este siglo difícil”.


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