La ciudad de Nanjing o Nankín, que hasta 1949 fue capital de la República China, fue arrasada por una masacre que el Ejército Imperial Japonés cometió contra la población china en 1937, antes de la Segunda Guerra Mundial. Sobre ella y sobre un impensado “héroe alemán” de entonces habla esta entrega.
- Por Ricardo Rivas
- Periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
El 3 de diciembre pasado, en Montevideo, coincidimos con Vivian López Núñez. Apreciada amiga paraguaya, magistrada y viajera. Estábamos allí para celebrar los 70 años desde que la Unesco abrió una oficina en la capital uruguaya con alcance regional. Era justo y necesario, luego de dos días de trabajo, compartir una charla distendida.
El bar Tabaré, que desde 1919 tiene sus puertas abiertas porque así lo quiso, don Alfredo González, su fundador, aportó el mejor escenario. En una esquina estrecha de Punta Carretas, allí donde la calle José Zorrilla de San Martín se ganó el número 154, nos sentamos en torno a una mesa que, vaya a saber por qué razón, imaginamos que muchos secretos habían caído sobre ella. La tarde se derrumbaba. Brindamos con Aperol, ese licor inspirador que, también en 1919, en Padua, Italia, comenzó a producir la firma Barbieri.
UN VIAJE CON MAMÁ
“¿Estuviste en China?”, preguntó Vivian. En agosto del 2018 estuve en el imperio del centro para cumplir una intensa agenda académica que comenzó en la Universidad de Nanjing y finalizó en Beijing, la capital de la República Popular China. “Conocí Nanjing con mi madre en 1996”, apuntó López Núñez. “¡La ciudad violada!”, precisó. Críticamente agregó: “Muy poco se divulga, aún en estos tiempos, aquella masacre que el Ejército Imperial Japonés cometió contra la población china en 1937, antes de la Segunda Guerra Mundial”. Asentí en silencio. Nanjing y Nankín son los dos nombres con los que se conoce la misma ciudad que, hasta 1949, fue capital de la República Popular China. Los chinos suelen explicar que “los ingleses la llamaban Nanking, como a Beijing, la mencionaban como Pekín”.
“Llegamos (a Nanjing) en tren desde Shanghái”, precisó Vivian. Gobernaba China el presidente Jiang Zemin. “Acompañé a mi madre, Antonia López de Núñez, invitada por la Asamblea Popular Nacional”, detalló. “Recorrimos durante quince días las calles chinas, sin horas libres, sin comida occidental, sin poder perdernos en cualquier barrio porque nuestros guías eran más que eficientes. Conocer aquel país casi misterioso fue fascinante. Muy poca gente hablaba inglés”. La escuchaba en silencio. “Viajar con mamá era algo así como ahora, viajar con Google y Google Maps entre tus manos. Ciudad a la que llegábamos, ella conocía su historia y siempre encontraba un lugar al que debíamos ir sí o sí y el porqué debíamos hacerlo, era una nueva lección inolvidable”. Sus ojos se humedecieron. “Nanjing, la vieja capital del Sur, nos recibió nubosa, como en casi toda China. Llamaba mi atención ver en las esquinas cientos de personas que aguardaban el micro, sentadas o en cuclillas, fumando con ese estilo tan particular que tienen los chinos. De regreso al hotel, cuando nuestros guías se fueron, nos acercamos al conserje. ¿Dónde queda la casa de John Rabe? No tenía idea de quién era, pero mamá insistía con ese nombre. Sorprendido, pero con evidente satisfacción, escribió sobre un papel con ideogramas la respuesta que esperábamos. Nos buscó personalmente un taxi y hacia allí salimos. En el camino, mi madre me explicó la razón de visitar la casa de un alemán nazi que, en 1937, rodeado de caos, terror, muerte y criminales, salvó miles de vidas chinas de las acciones de exterminio que ejecutó el Ejército Imperial Japonés que ocupó aquella ciudad. Nunca olvidé aquel día ni aquellas historias espeluznantes en las que la repugnancia y la admiración se entrecruzaban incansables”. Silencio profundo.
LA CAPITAL DEL CIELO
Dos jóvenes, queridos amigos chinos, Santiago y Felipe, fueron mis acompañantes permanentes desde el momento mismo en que me recibieron, en agosto del 2018, en el aeropuerto internacional Nanjing Lukou, a 19.170 km al Noreste de mi querida Asunción. Llegué extenuado. Viajé cerca de 26 horas en dos aviones con una escala en Frankfurt, Alemania. Eran tiempos, como ahora, del presidente Xi Jinping, el actual gran timonel. La que escuchaba con atención ahora era Vivian, quien así se llama porque el mítico filme “Lo que el viento se llevó”, un clásico de todos los tiempos protagonizado por Vivien Leigh y Clark Gable, era el preferido de ña Antonia.
Santiago y Felipe fueron mis maestros y guías en China. Con ellos aprendí el sentir del pueblo chino. También, desde que pisé el suelo del imperio del centro supe que estaba en la capital del cielo, fundada en 495 a.C., al pie del Monte Púrpura. Casi con desgano el río Yangtsé acaricia su ribera. Explicaron, además, que “es una de las cuatro capitales antiguas de China” y que “fue el punto geográfico en el que se asentaron 10 dinastías durante un milenio”. Santiago añadió también que “hoy es considerada la capital de educación, la ciencia, la cultura, el arte y el turismo”. Percibí que ambos –pese a que se posgraduaron en Montevideo y Madrid, respectivamente– están orgullosos del lugar donde pertenecen. Felipe me sorprendió con una humorada que expresó con extrema seriedad: “Profesor, es muy difícil ser pato en Nanjing y no perder la vida”. Santiago puso fin a mi incomprensión. “En Nanjing, con poco más de 8 millones de habitantes, se comen cada día un millón de patos”. Reímos con ganas. En el desayuno, el almuerzo y la cena supe que era totalmente cierto.
UN PASADO TRÁGICO
No fue sencillo lograr que mis acompañantes quisieran hablar del 13 de diciembre de 1937 y sus consecuencias. Intuí que procuraban dejar atrás aquellos tiempos bárbaros. No imaginaron que un académico rioplatense, quien solo fue convocado para explicar “la crisis de Argentina en tiempos de Donald Trump” en la Escuela de Gobierno de la Universidad de Nanjing, habría de preguntar por aquel pasado trágico, cuyas heridas aún no cicatrizan.
No son pocas las chinas y chinos que, cuando de Japón se trata, dejan de lado las enseñanzas de Confucio sobre la idea de construir una sociedad armoniosa. Mi tiempo de permanencia allí se agotaba y aquellas historias de “la ciudad violada” no emergían. Insistí durante la cena. Vivian escuchaba con atención y pocas preguntas. Montevideo fue cubierta por la noche. “¿Pero te explicaron lo que querías saber o no?”. Otros dos Aperol se posaron sobre la mesa del Tabaré. Brindamos nuevamente.
“Debo confesar que acepté la idea de que nadie se haría cargo de satisfacer mi demanda de información histórica. Tuve que esforzarme para ocultar mi pésimo humor”, respondí y continué. Con el siguiente amanecer en aquella ciudad china milenaria habría de comenzar mi último día en Nanjing. Las horas, junto con mi paciencia, se agotaban. Como acto de resistencia me mantuve en silencio. Ostensiblemente no dirigí palabra alguna a mis compañeros durante la mañana. “Profesor –dijo Santiago después del almuerzo–, a las cuatro de la tarde visitaremos el Nanjing Massacre Memorial. No tendremos mucho tiempo para recorrerlo. Cierra a las seis”.
No pude alegrarme. Sin embargo, agradecí y, a bordo de un DiDi (Uber en China), emprendimos la odisea de llegar a ese lugar deseado en el menor tiempo posible, cuando la fluidez en el tránsito chino no existe. “¡Qué momento!”, expresó López Núñez. Arribamos cuando faltaban 10 minutos para las cinco de la tarde. El memorial es un complejo museístico multimedial que fue inaugurado en agosto de 1985 con el propósito de recordar los 40 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. “Desde 1994, la provincia de Jiangsu, cada 13 de diciembre, organiza un evento para recordar a las víctimas de la masacre, honrarlas y promover la paz”, explicó Felipe mientras los tres corríamos para comprar los tickets de ingreso a las salas. Casi sin aliento, agregó: “¡Llegamos!”. Inmediatamente ingresamos a lo más profundo de las tinieblas.
LA MASACRE PLANIFICADA
Después de arrasar Shanghái en octubre del 37, las tropas del Ejército Imperial Japonés avanzaron sobre Nanjing. El 13 de diciembre de aquel año, la capital de la República China cayó. Los comandantes nacionalistas chinos huyeron antes de que los invasores ingresaran a la ciudad. Su líder, Chiang Kai-shek, dejó aquella plaza el 7 de diciembre. No todos los soldados pudieron escapar. Cinco días antes, en Tokio, Japón, el emperador Showa designó al príncipe Yasuhiko Asaka como comandante de la planificada masacre. Lo secundaban el general Iwane Matsui –condenado a muerte por el Tribunal de Guerra de Tokio luego de la finalización de la segunda contienda mundial– y los tenientes generales Kesago Nakajima y Heisuke Yanagawa.
Desde que ingresó el primer soldado japonés en Nanjing, los actos de pillaje, las matanzas de civiles y prisioneros de guerra, las violaciones de más de 80 mil mujeres, ancianas, niñas y bebas de pocos meses, fueron el eje de la ocupación. La historia china marca que fueron masacradas 300 mil personas en pocos días. La reseña japonesa, durante la sentencia condenatoria del genocida Matsui, declaró 100 mil. Cientos de documentos norteamericanos, que fueron secretos hasta el 12 de diciembre del 2007, elevan esa cifra hasta 500 mil. Una sola muerte, en ese contexto aberrante, es una tragedia.
Pero no solo las tropas que violaron Nanjing estaban desquiciadas. El 13 de diciembre del 74, un par de periódicos japoneses –el Osaka Mainichi Shimbun y el Tokyo Nichi Nichi Shimbun– en sus portadas y con grandes titulares destacaban que en un concurso los oficiales Tsuyoshi Noda y Toshiaki Mukai, de la 16ª División del Ejército Imperial Japonés, compitieron para saber quién habría de ser el primero en asesinar por decapitación con sus katanas (sables de samuráis) a cien personas. Mukai asesinó a 106. Noda, a 105. Inconformes con los resultados, lanzaron un nuevo desafío con el objetivo de declarar ganador a quien fuera el primero en asesinar a 150 personas. Se desconoce ese resultado. Luego que Japón se rindiera ante el general Douglas MacArthur, Tsuyoshi Noda y Toshiaki Mukai fueron arrestados, acusados penalmente y fusilados.
“Vi toda clase de escenas espantosas (…) cuerpos decapitados de niños tendidos en el suelo. Ellos (los milicos japoneses) hacían que los prisioneros caven un hoyo y que se arrodillen en el borde antes de ser decapitados. Algunos soldados japoneses eran muy hábiles en su trabajo y tenían el cuidado de cercenar la cabeza completamente, pero dejando una pequeña tira de piel entre la cabeza y el cuerpo, de modo que al desplomarse, la cabeza arrastraba el cuerpo hacía el hoyo”, declaró el fotógrafo militar Hiroki Kawano. Horror. Todo –o casi todo– está en el Nanjing Massacre Memorial. Nuestra mesa en el bar Tabaré de Montevideo trocó en sede de un ejercicio de memoria. Apuramos el Aperol. Hasta beber se hizo difícil. La garganta se cierra ante el horror que genera saber de la inhumanidad humana.
EL ALEMÁN RABE
Es posible –salvando las distancias que medían entre estar en el lugar y en el momento en el que se asentaron los siniestros portadores de la muerte– que con Vivían sintiéramos algo del espanto que aquellas prácticas genocidas sacudieron el espíritu de John Rabe, un alemán afiliado al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, gerente de la empresa Siemens en Nanjing. ¿Un nazi conmovido por un plan de exterminio japonés?
La invasión japonesa no solo fue terrestre. También participó la fuerza aérea. En ese momento, Rabe apeló al Pacto Antikomintern firmado entre Alemania y Japón y, en su condición de líder de la empresa alemana Siemens, constituyó con algunos de los extranjeros que trabajaban en la vieja capital china el Comité Internacional para la Zona de Seguridad de Nanjing, que presidía. Luego demarcó un área de 2 km por 2 km, en la que las tropas japonesas no podrían ingresar. En ella no había militares chinos. No consiguió un blindaje total, pero amortiguó las operaciones de exterminio.
El 13 de diciembre del 37, el mismo día de la invasión nipona, en su diario Rabe escribió: “No fue hasta recorrer la ciudad que nos enteramos de la magnitud de la destrucción. Nos encontramos con cadáveres cada 100 o 200 yardas. Los cuerpos de los civiles que he examinado tenían agujeros de bala en la espalda. Estas personas habían sido presuntamente fusiladas por la espalda mientras estaban huyendo. Los japoneses marchaban por la ciudad en grupos de diez a veinte soldados y saqueaban las tiendas (…) lo he visto con mis propios ojos, ya que saquearon la cafetería de nuestro panadero alemán Kiessling”.
En el memorial, donde se atesora importante documentación sobre el nazi que salvó a más de 250 mil chinos, se asegura que alojó en su residencia personal a cerca de 800 personas a quienes atendió y mantuvo con sus propios recursos económicos. El brazalete con la esvástica era su escudo en cada reunión que sostenía con los comandantes japoneses. Así impresionaba a los aliados del Tercer Reich. Con su cámara fotográfica Voigtländer capturó cientos de imágenes de horror. Tokio presionaba a Berlín para que Rabe dejara de obstaculizar el genocidio. Sentía la presión.
“No puedo traicionar la confianza que estas personas me han dedicado y es conmovedor ver cómo creen en mí”, se lee en su diario personal. Escribió cartas que dirigió al comandante japonés en las que, además de agradecerle que respetara la zona de seguridad, denunció que su casa fue allanada, la violación de cerca de 15 mil mujeres y niñas, asesinatos a bayoneta. Cuando se hartó de aguardar respuestas del jefe militar, las misivas las dirigió a la Embajada de Japón en China. Fue más duro. Incluso, denunció que las mujeres fueron violadas en presencia de sus maridos, de sus hijos y que muchas familias fueron obligadas a cometer incesto.
No hubo más respuesta que una citación a la sede diplomática. Allí, el 10 de febrero de 1938, un alto funcionario lo amenazó de muerte por informarle a la prensa internacional sobre la situación en Nanjing. Tuvo que dejar la ciudad violada. Con fotos y una película que él mismo filmó e hizo llegar a Adolf Hitler, el 15 de abril denunció la tragedia en Berlín. Las imágenes fueron incautadas por la Gestapo (policía secreta alemana), que las hizo desaparecer.
Se le prohibió volver a hablar sobre el tema. Dos años más tarde murió por un derrame cerebral. Su gesta pacifista se conoció recién en 1996 cuando se publicó su diario con un título sencillo, pero conmovedor: “El buen alemán de Nanjing”. El gobierno chino puso en valor la que fue su casa y en el frente de aquella residencia erigió una estatua para recordarlo siempre. Sin querer emitir palabra alguna, con Vivian dejamos el bar Tabaré. Caminamos en silencio. Nanjing estaba entre nosotros.