• Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas 

Cristina Díaz Yampey –joven paraguaya notable, educadora, académica, posgraduada en Lengua- y Alfonsina Guardia, llegaron con cierto retraso a Zulu, en la Torre 2 del WTC. No me gusta esperar. “Manías a tratar”, dicen con frecuencia algunas de mis amigas lacanianas. Sin embargo, supieron cambiarme el ánimo. Recién llegaban desde Tel Aviv, unos 11.665 Km al Noreste de mi querida Asunción, tenían mucho para compartir. “¿Qué lees?”, quiso saber Cristina. “En el inicio de este siglo, a partir de una tarea periodística, supe de la nimodipina, una droga que produce Bayer para abordar graves patologías degenerativas como la enfermedad de Alzheimer que, entre otras afecciones, disminuye significativamente la memoria hasta que el paciente no puede recordar. Dramático y cruel”, respondí. Nunca supuse que esta respuesta que creí intrascendente, nos llevaría hacia otras reflexiones.

Recién llegaban de participar –junto a un tan exclusivo con selecto grupo de educadoras y educadores iberoamericanos- del prestigioso “Seminario internacional Memoria de la Shoa y los dilemas de su transmisión" en Yad Vashem, el museo de la Shoá, en la capital israelí. “¿Conoces ese lugar, conmovedor?”, quiso saber Cristina. Asentí y agregué. “Desde que recorrí, cuando comenzaban los ’90, el campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, en Oświęcim, Polonia, unos 45 Km al Oeste de Cracovia, el Holocausto, no me abandonó jamás”, respondí. Escuchaban en silencio. Mérito del jet lag. El recuerdo me envolvió. No fue fácil atravesar la puerta de aquel lugar siniestro. Un millón 400 mil personas, durante la guerra Mundial II, fueron enviadas allí en el contexto del programa criminal de exterminio sistemático al que Adolf Eichman llamó “la solución final”. El 90% de aquellos prisioneros murieron. No sólo judíos. Zíngaros, discapacitados, disidentes, homosexuales, negros, entre otros humanos, también fueron deportados a ese lugar maldito. Leí la inscripción de hierro que coronaba el portón de ingreso en aquel infierno. “Arbeit macht frei”. “El trabajo libera” o “el trabajo te hará libre”, según quien traduzca.

Seguramente, 46 años antes, Anatoly Shapiro, oficial del Ejército Rojo, el 27 de enero de 1945, el primero de las fuerzas aliadas que atravesó ese portón, dudó tanto como yo. Él por lo que vio. Yo, por lo que otros vieron y relataron o, por los que allí sufrieron y luego, en algunos casos, entre sollozos, me contaron. Aquel día transhumé lo más despreciable de la humanidad. Ninguno de mis días fueron iguales después de Auschwitz. Cuesta comprender que aquella sociedad aprobara el 15 de septiembre de 1935 las Leyes de Núremberg por las que ningún judío en Alemania tenía derecho a la ciudadanía. Tampoco un alemán podía a casarse con un o una no judía para “proteger la sangre”. ¿Cómo entender aquellas ideas hechas ley como la silenciosa aceptación mayoritaria de aquellas políticas? ¿Cómo imaginar una sociedad que legisla para discriminar, primero y luego acepta proyectar un sistema productivo para industrializar la muerte? La “banalidad del mal”, sentenció Hannah Arendt.

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La campiña que rodea Auschwitz-Birkenau es definitivamente bella. Apacible. Conmueve caminar por ella. Sacude el alma imaginar aquellas chimeneas con ladrillos a la vista, humeando.

“¿Y los amigos de (Adolf) Hitler?”, me preguntó un día Eduardo Galeano mientras compartíamos un café cargado en el mítico bar El Brasilero, en el último año del silgo pasado. Un impensado adelanto para mí. Aquellas palabras expresadas, unos pocos años después, se hicieron libro. “Espejos: Una historia casi universal”. Todo estaba en su memoria en esa tarde cafetera. Fue cuando me habló del IG Farben, un consorcio alemán que proveía los nazis de Zyklon B, para que gasearan a los prisioneros esclavizados. “Las actuales empresas líderes de mercado Höchst, Bayer y BASF, eran parte de aquel holding”, acusó Galeano. Escuché en silencio a Don Eduardo. Hacerlo, era aprender. Siempre. No volvimos a hablar de este tema.

De regreso a Buenos Aires, a bordo del ferry, recordé viejas lecturas. En febrero de 1947, “Le Patriote Résistant”, reveló cinco cartas que los militares soviéticos retiraron de entre los pocos archivos de Auschwitz que no destruyeron. Fueron cursadas por la empresa Bayer entre los meses de abril y mayo de 1943 a los perpetradores de aquel genocidio en ese centro de exterminio.

“A fin de realizar experimentos con soporíferos, le agradeceremos ponga a nuestra disposición algunas mujeres (prisioneras). Nosotros nos ocuparemos de todas las formalidades relacionadas con la transferencia de esas mujeres”, dice en uno de sus párrafos el primero de aquellos documentos.

Los nazis respondieron. Bayer, también. “Acusamos recibo de su carta. Consideramos que el precio de 200 marcos es exorbitante, ofrecemos pagar 170 marcos por cabeza. Necesitaríamos unas 150 mujeres”, consigna aquel texto y da cuenta de un repugnante regateo en la segunda misiva.

La discusión por el costo de cada una de esas mujeres alcanzó un punto de equilibrio entre los deseos de los compradores y las aspiraciones de los vendedores, consigna el tercero de los intercambios epistolares. “Estamos de acuerdo con el precio convenido. Tenga a bien preparar un lote de 150 mujeres sanas, que enviaremos a buscar próximamente”.

El envío se produjo. Las infelices llegaron a destino, da cuenta la cuarta comunicación. “Estamos en posesión del lote de 150 mujeres. La selección es satisfactoria, a pesar de que [las mujeres] están muy flacas y débiles. Le tendremos al tanto del resultado de los experimentos”.

“Los experimentos no han resultado concluyentes. Los sujetos murieron. Le escribiremos próximamente para solicitarle preparar un nuevo envío”, reporta Bayer a los genocidas en la quinta carta.

Desde que Anatoly Shapiro liberó Auschwitz pasaron 75 años. El 10% del total aproximado de 60 millones de muertos que dejó la Guerra Mundial II fueron asesinados en los campos de concentración y exterminio. El 27 de enero último, el Día del Holocausto, Adrián Werthein, presidente del Congreso Judío Latinoamericano (CJL), comentó que, según la consultora norteamericana Pew Reserch, “el 45% de la población joven en EEUU desconoce la cantidad de judíos exterminados en el Holocausto, y el 31 % no sabe cuándo ocurrió”. Agregó que “en el resto del mundo las cifras (sobre el conocimiento de la tragedia) se agravan severamente” Luego, Werthein, propuso –como el rabino Yojanan Benzaccai, luego que Tito, el hijo del emperador romano Vespasiano, en el año 70 dC, destruyera y saqueara el Templo en Jerusalén - “educar (llevar hacia afuera lo que somos) para no olvidar”, como se hacía en aquellos años remotos en Yabneh.

Memoria. No olvidar. Recordar. Holocausto. Shoá. “Los amigos de Hitler” de Galeano. Estamos hechos de historias. Somos historias. Y somos memoria que se constituye no sólo de lo que recordamos sino –y también- de lo que decidimos olvidar. Sin ética, la memoria es sólo una acumulación acrítica de datos. Cristina y Alfonsina no pudieron hablar. Algún día tendré que entrevistarlas.

Un traslado de prisioneras. ¿Vendidas para experimentar con ellas?
La Patriote Résistant reveló las cartas entre Bayer y los genocidas.
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