Veintitrés días después del asesinato. La casa de Iván fue rodeada por los agentes de homicidios. Ortega fue el primero en ingresar a la vivienda, le extendió frente a su rostro una orden de detención. El joven de 23 años no dudó y se entregó. Por la apariencia no parecía una persona que haya asesinado con tanta saña.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

La patrullera se detuvo frente al Departamento de Investigaciones, sobre la calle Azara. Uno de los agentes que viajaron al lado de Iván bajó para abrir la puerta y soste­nerlo del brazo derecho, estaba esposado e inten­taba no mirar al frente. El asedio de los periodis­tas llevaba a preguntas de todo tipo, los f lashes de las cámaras destellaban sobre su rostro que inten­taba ocultarlo en su bajo vientre. No había forma que responda algo.

El relato periodístico era seguido en muchas par­tes. La curiosidad de la ciudad estaba puesta en la noticia de último minuto. “Detuvieron al asesino de Katy” decía el reporte de un canal. El silencio invadía bares, farmacias y varias paradas de taxis. En una en particular – sobre la Avenida Trans­chaco– un vendedor de chipas logró reconocer la vestimenta que exhibía un policía como parte de lo incautado en la vivienda de ese sospechoso, –¡pea che aikuaa, a hecha akue oike javero pe mitã-kuña rendápe! (a ese lo conozco, lo vi cuando entró junto a esa chica).

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UN TESTIGO

El vendedor ambulante recordó la ropa que tenía el último cliente que reci­bió Katy esa noche del 26 de noviembre. El dato coincidiría con la última venta que hizo la víctima al número identificado a nombre del sospechoso. La policía había logrado triangular los datos tec­nológicos con un testigo.

Ese hombre fue hasta la Policía. En la comisaría local. Desde ese lugar se comunicaron con el comi­sario Ortega para notifi­carle que una persona logró identificar a su sos­pechoso en el local donde ocurrió el crimen. El jefe de homicidios tomó sus cosas y fue con toda prisa hasta la ciudad para reu­nirse con el sujeto.

Mientras conducía sobre la Avenida Primer Presi­dente, pensaba en el tes­timonio de esa persona, y la estrategia que ideó había resultado. El haber expuesto al sospechoso logró que al menos un tes­tigo lo reconociera. Si el dato era contrastado ten­dría un argumento fuerte para llegar al juez. Nece­sitaban de eso o los abo­gados de Iván lograrían su libertad en menos de las seis horas reglamentarias que permite el proceso.

Las cubiertas crepitaron en el estacionamiento de la comisaría local, era Ortega que presuroso interrumpió en el patio delantero. De un mano­tazo cerró la puerta de su Toyota y acomodando la camisa caminó hasta la recepción de la oficina de guardia. Un joven agente identificó la placa que col­gaba del cuello del comisa­rio y de un golpe se incor­poró de pie y llevó la mano derecha a la sien.

–¡Buen día mi comisario, suboficial Ramón Quin­tana se presenta, ¿en qué le puedo ayudar señor?

–Buen día suboficial, busco al comisario Car­los Ibarra, él se comunicó conmigo por un testigo que estaba en esta comi­saria. Es sobre el caso de la joven asesinada a unas cuadras de aquí.

–Comprendo señor, aguarde unos segundos. Le aviso que usted está aquí.

A paso de aspirante, rápido y constante, el subordi­nado en zancadas certe­ras fue a buscar al jefe de la dependencia. Ortega impaciente miraba alre­dedor las pálidas paredes de la comisaría, un par de gritas en los vértices del techo y una telaraña. Estaban lo suficiente­mente sucias para imagi­nar que ese sitio llevaba semanas sin limpiarse. Estar mucho tiempo en la división de homicidios lo llevó a ser algo obsesio­nado con los detalles. El mobiliario en mal estado y la estructura descui­dada del edificio le hacían pensar en la dura vida de los agentes de comisaría, y lo precario del sistema. Siempre criticó eso en la formación de quienes en algún momento ocuparán su lugar. ¿Cómo exigir­les cuando hay tan poco? Se preguntaba, mientras con el dedo índice galo­paba sobre la única mesa en el salón.

–¡Comisario Ortega! Al fin llegó, lo estaba espe­rando. El muchacho de quién hablamos por telé­fono está en mi oficina. Vio que necesitaba que se sienta seguro y que no lo vamos a dejar solo, lo que tiene para contarle le inte­resará bastante.

En la oficina del comisa­rio, el aspecto era dife­rente, Aseo, pulcritud, pintura reciente y mue­bles nuevos. Un televi­sor de 38 pulgadas, cable operador, acondiciona­dor de aire ¿qué más se puede pedir? Se notaba la diferencia, la falla en el sistema estaba ahí.

Ortega decidió apartar ese pensamiento autocrítico y requirente, necesitaba concentrarse en el motivo que lo trajo a ese sitio.

–Ortega, él es Luis, el chipero que trabaja en el semáforo de Waldino Lovera, sobre la Transchaco. Su puesto es ese, y suele estar siempre. Hasta vender todas las chi­pas, eso me contó. Bueno, ahora te dejo para que con­verses con él, ¿tereré?

–No, gracias. Estoy bien, comisario…

Ortega –recio y algo irri­tado por el exceso de cor­tesía– intentaba enviar señales claras sobre su objetivo, necesitaba obte­ner un registro testimo­nial de aquel hombre.

El vendedor mientras tanto se refrescaba con un tereré y cambiaba de cana­les al televisor, sin buscar nada en particular. Dis­frutaba de ese momento en un lugar climatizado y no bajo al abrasador sol de esos días.

–Bueno, Luis. Contame qué pasó ese 26. Podés rela­tarme todo lo que hiciste desde el mediodía, cada detalle que recuerdes.

Mientras iniciaba la conversación, Ortega, recordó una especia­lización que hizo en Colombia. Rememoró uno en particular,

fue un módulo donde le enseña­ron el lenguaje corporal, cómo mostrarse abierto y de confianza, sin inti­midar a otra persona. Estaba dirigido a oca­siones como esta. Donde obtener información deli­cada requería mostrarse muy aperturista.

Poniendo en marcha aque­llo, no se cruzó de brazos en ningún momento. Los dejó sobre las piernas, y en todo momento relajó su rostro. Su voz fue lineal, sin sobresaltos, y siem­pre lo miró a los ojos, una mirada cálida.

Luis bajó la guampa sobre el escritorio del comisa­rio; uno que bajo el panel de vidrio exhibía varias fotos familiares del jefe de Policía. Exhaló profundo y liberó su angustia con notoria fuerza.

–Comisario, ese día fue como cualquier otro. Me sobraba medio canasto de mis chipas, no me estaba yendo bien y me tenía pre­ocupado. Siempre espero que los colectivos paren ese semáforo de Waldino Ramón Lovera, frente a la cabina. Ahí yo cargo siem­pre saldo para mi telé­fono. Como te decía, era de noche y siempre miro por esa chica porque me pre­ocupa, soy papá también. Esa zona suele ser medio difícil a la noche por más que sea muy transitada.

Poco antes que se cierre, faltaba como diez minutos y me acuerdo bien porque justo miré el tablero ese que también tiene la tem­peratura, un muchacho entró junto a otros, des­pués se quedó solo con la chica. Me extrañó que –él– salió a la hora en que la muchacha cierra el local, la luz seguía encendida, a ella no la vi. Luego tuve que subir a mi colectivo o ya no llegaba a mi casa…

Ortega quedó callado unos segundos. Solo se oía el tic, tac, tic, tac del reloj de pared sonando en toda la oficina. Luego amasó el aire con sus dedos, como meditando, y dijo:

–¿Recordás como era el cliente, la ropa que ves­tía, era gordo, flaco?

–Sí comisario, como si haya ocurrido hace una hora. Después de escu­char que podría ser el sospechoso recuerdo cada detalle de él. Ves­tía pantalones, jeans y una remera oscura. Su estatura el promedio, no era flaco pero el ros­tro sí recuerdo de pómu­los grandes, eso sí le daba aspecto de gordo. Sus labios eran gruesos y los ojos pequeños. El pei­nado, eso recuerdo bien. Cabello oscuro y mucho flequillo que caía sobre el rostro. Eso es todo mi jefe, todo lo que mi memoria retuvo.

Ortega comprendió que el relato era perfecto, tal cual describió a su sospe­choso. Con ese testimo­nio llegaron al fiscal.

TRES AÑOS DESPUÉS

A mediados del 2014, en junio el calor otoñal zozobraba ante el aire fresco de un inminente invierno. César y María llegaron finalmente a la sala dos de juicios ora­les, en el edificio de los tribunales. Casi tres años después del crimen finalmente lograron que el acusado por la muerte de Katy se siente de frente a los jueces y enfrente las pruebas en su contra. El litigio sucio pero endeble de los abogados dilataron un desenlace inminente. En siete días de alegatos y testimonios, de pruebas y contra pruebas, Iván escuchó la voz final del presidente del tribunal.

…¡Condenado a 28 años de cárcel por el asesinato de Katy Susana Ybarra Lungkiz!

María y César –los padres de Katy– se abrazaron tan fuerte que toda la sala fue testigo de ese momento de liberación de angus­tia y desazón. En medio de lágrimas, y una agri­dulce sonrisa, María pudo decir, con cierto alivio:

–César, mi amor, ahora vamos a poder buscar su título de inglés, el que tanto buscó para viajar más allá del mar…

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