• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

“Escuché gritos ate­rradores. Alari­dos. Nunca nada parecido”, dijo Omar Giam­marco (50) mientras caminá­bamos sobre la arena de una playa de Punta Mogotes, en Mar del Plata, 1.672 km al sur de mi querida Asunción. La tarde se apagaba. “Todos los pibes, y también los grandes, esperába­mos ver a King Kong, el temible habitante de la Isla Calavera. Esperamos más de una hora. Mi abuela, Nelly, no sabía qué decirme cuando la miraba can­sado”, contaba con tristeza.

“De repente, todo cambió. Apareció King Kong. Rompió las cadenas que lo inmovilizaban. Se golpeó el pecho con fuerza. Asustaba. Apreté con fuerza la mano de la abuela. Sin saber qué era el coraje, procuré parecer cora­judo porque estaba seguro que en cualquier momento se aba­lanzaría sobre nosotros, pero todo terminó. ¡Era un afano terrible! Creo que lloré cuando nos fuimos. Después supe que se lo llevaron a Mar del Plata, en febrero del 79”. Omar solo tenía 11 años cuando se frustró en la Rural cuando esperaba ver a “la octava maravilla del mundo”.

Desde 1975, en la Argentina se aposentaron los monstruos. De todo tipo y laya. Sanguinarios, crueles, asesinos. Desaparece­dores. Eran tiempos de dino­saurios. Charly García, en el 83, lo denunció. “Los amigos del barrio pueden desapare­cer”. Al igual que “los canto­res de radio”, “los que están en los diarios”, “las personas que amas”, “los que están en el aire” o “los que están en las calles”. Una mierda. El cine y la tele aportaban lo suyo. Desde el 17 de enero de 1976, Dino de Lau­rentis proponía con éxito un remake de King Kong a los cine­matógrafos del planeta. A partir de aquella producción, Jessica Lange dejó atrás el modelaje. En la TV, Stan Lee, en 1977, crea al increíble Hulk. Destroza miles de camisas para imponer al per­sonal trainner, Lou Ferrigno, que compone a un modelo de superhéroe que emboba desde esa caja poco estética a millo­nes de televidentes. En pocos meses, King Kong y Hulk llega­ron hasta estas tierras dictato­riales. Violencias audiovisuales para naturalizar la violencia como práctica social. La era de las bestias.

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King Kong llegó a la Argentina en 19 cajones estibados en las bodegas del buque Jujuy II de la Empresa de Líneas Maríti­mas Argentinas (ELMA) el 7 de setiembre de 1978. Del puerto a Plaza Italia, en el barrio de Palermo. Un predio de la Socie­dad Rural (SRA) fue el escena­rio. “No sorprende a nadie, era un espacio lleno de gorilas”, dijo en tono de reflexiva ironía un ex dirigente rural al que con­sulté sobre el cinematográfico simio. Entre risas, me exigió no identificarlo “porque estoy viejo para tener problemas con el resto de los socios”. La locu­tora Lidia Satragno, “Pinky”, fue designada “madrina de King Kong”. Cuatro meses estuvo allí. Sin pena ni gloria. Los empresa­rios que la explotaban, sin con­sultarla, la llevaron luego a Mar del Plata.

“Esa ciudad es la única a la que viajábamos con mi familia en los veranos y en cada oportunidad que podíamos. Hasta los 14 años, nunca visité otro lugar”, explica Omar. La caminata tenía como destino el puerto marplatense. Con exactitud, a La Manzana de los Circos. Cerca, pero lejos después de una jornada playera. “Recuerdo que siempre comía­mos en Chichilo. Mis padres iban al casino. Lo que más me gustaba era que me llevaran hasta los jueguitos electrónicos del sótano de Sacoa, en la calle San Martín. En Buenos Aires no había nada parecido”, recuerda. De a ratos, Giammarco se torna melancólico. Es músico “por­que no puedo hacer otra cosa. Es lo que tengo que hacer” y poeta. “Mi abuelo, Tito Mos­quera, era bandoneonista pro­fesional en la orquesta de Don Osvaldo Pugliese. La abuela Nelly canta. Hace poco, de sor­presa, la invité a subir al escena­rio para cantar juntos el tango ‘Mi dolor’”. Se emociona. Omar compuso “Kong”, un valsecito cadencioso –tal vez triste– que emergió de sus sentires infan­tiles cuando se decepcionó con “aquel monstruo de pesadilla, la octava maravilla, el temible gorila King Kong”, como canta como una letanía en YouTube.

El ex estadio Bristol, en la inter­sección de la avenida Luro con la calle España, icónico templo del boxeo marplatense, alojó al famoso gorila. El investiga­dor Alejandro Agostinelli des­cribe aquel show tan lamenta­ble como caro. Cada espectador, grande o chico, debía pagar 1.500 pesos argentinos (apro­ximadamente US$ 1,40). El muñeco que había trepado al neoyorkino Empire State Buil­ding y se enfrentó a los cazas de guerra para defender su liber­tad apenas movía sus brazos. Los organizadores propusie­ron a los niños interrogar a la bestia. “¿Estás contento en la Argentina?”, “¿extrañas a tu mamá?”, “¿usas desodo­rante?”, “¿te gustan las mucha­chas rubias?”, “¿vivirías con tu suegra?”. Bizarro. Nuevo fra­caso. Los productores se fue­ron de madrugada, en punti­llas. Abandonaron a King Kong cargado de deudas que no podía honrar. Tiempo. Herrumbre. Desguace parcial en un bal­dío.

Lamentable. Omar Giam­marco, en un viaje invernal con sus padres cuando tenía poco menos de 15 años, vio aquellos restos. Enmudeció. Tal vez una lágrima haya corrido por su mejilla adolescente. Agos­tinelli comenta que el argen­tino Daniel Venneri, residente en Uruguay, después de infor­marle por carta que al muñeco al que el ingeniero Eddie Sur­kin le diera vida en Hollywood, en su entorno de abandono, “se lo veía medio roto” en algún lugar impreciso del barrio de Devoto, en Buenos Aires, ofreció en venta “un diente del famoso gorila”. Final de opereta.

Sin embargo, Omar removió esos escombros que ocupa­ban su alma y creó. “Fue una mezcla de decepciones”, con­fiesa. “Me conmovió pasar por donde estaba la carpa, ver con­tra el piso esa imagen mítica”, agrega. “Me interesan los mitos y lo que encierran. Mi canción ‘Kong’ es alegórica. Hambre y olvido. Dos momen­tos en la vida de un artista. Omar, a los 11 años. Omar, a los 50. El rigor histórico no me interesa. Va por otro camino. No pretendo enseñar historia con mi poesía. Procuro dispa­rar imágenes”. Cuando casi nos despedíamos, mi curiosidad picó: “¿Qué le preguntaste a King Kong?”. Sonrió. “No pre­gunté nada. Era muy tímido y estaba triste”. Se queda pen­sativo. Tal vez, arrepentido por aquel silencio, me mira y se confiesa: “Solo hubiese que­rido saber si la rubia (Jessica Lange) le dio bola”.

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