Hay una brisa marina que sopla en la cua­dra donde ese gran amor pasó unos años en Mon­tevideo llevando una vida modesta. Esta mañana me paro frente a la iglesia donde unieron sus vidas, según cuenta la leyenda, y camino los pasos de la pareja: él ven­día turrones, telas de ruan, queso, macarrones, espeji­tos y pulseras. Enseñaba his­toria y matemáticas en una escuela. Ella lo esperaba en la casa al terminar el día y se ingeniaban juntos para que las cuentas rindieran.

Pare­cerían una dupla normal, tal vez a simple vista, pero poco y nada tenía de normal la extraordinaria historia de amor que unió a fuego a Giu­seppe Garibaldi con su mujer, la inefable guerrera y ama­zona gaúcha Anita. Recuerdo la primera vez que leí esa his­toria en un libro llamado “Las mujeres y las horas”. Desde entonces seguí sus huellas y hoy que recorro el barrio, me remonto a aquellos días de batallas y conquistas.

Se habían conocido en Brasil, en Santa Catarina. Garibaldi era entonces el almirante de una pequeña flota a bordo del Ita­parica, que iba a pelear contra el Imperio del Brasil en nombre de la República. Corría el año 1839 y en los estados del Sur se hablaba de insurrección e inde­pendencia. Tenían para la lucha contra el imperio tres barcos con un cañón en cada uno. Pues andaba en un descanso el militar embarcado en una de esas naves, cuando tomó el catalejo y se dispuso a observar la orilla. Y de pronto la vio en la playa. Parecía una aparición, mirando al mar en toda su belleza.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Y se enamoró de ella a primera vista. Ajustó los lentes sobresaltado ante aquél hechizo de cabellera oscura y pidió un bote para lle­gar a ella. (El almirante tenía 32 años, el pelo rubio cobrizo y los ojos claros como las aguas que navegaba. Anita era morena, había cumplido 18, galopaba como amazona y era –como su padre– una eximia pesca­dora). Pero nada le gustaba tanto como el sueño revolucio­nario. De carácter resuelto, en su pueblo decían que siempre había sido distinta. Acaso aquel día habría ido a la playa a soñar batallas cuando Garibaldi posó los ojos en ella. Y luego deses­peró cuando la perdió de vista. La musa se esfumó en el monte mientras Garibaldi llegaba a la orilla, pero conspiró la suerte y volvió a verla en una de las casas de la pequeña aldea. Entonces la tomó del brazo y le miró a los ojos con firmeza:

– Tu devi essere mia –le dijo en italiano y sin más vueltas.

Anita le devolvió la mirada segura, como si hubiera estado esperando ser suya toda una vida. Poco importó que la hubieran casado ya a los 14 años con un zapatero borracho que la golpeaba. Aquel hombre venido del mar era el amor y se mar­chó con él a vivir el destino que le esperaba. Ella llevaba en su foja un matrimonio a cuestas. Él era un fugitivo que había estado involucrado en la insu­rrección del Piamonte y car­gaba con una condena a muerte por ser considerado uno de los cabecillas. Dicen que cantaba hermoso y que nadaba como un pez y que en el cielo sabía des­cifrar el lenguaje de las estrellas. Anita temblaba de amor cuando subió al barco a los tres días de conocerlo y se marchó con él, sin mirar atrás, a comba­tir las fuerzas imperiales.

En los campos de batalla logra­ron ser leyenda. Luchando a la par, él y ella. Anita aprendió pronto a manejar las armas, demostrando bravura infi­nita, y aquella valentía ena­moraría aún más a su Giuse­ppe, que no solo encontró en ella toda la pasión de sus fron­teras, sino también el idealismo compartido en las venas. Anita no temía a nada y parecía estar custodiada por ángeles guar­dianes cuando el peligro azo­taba y la muerte rondaba. El año en que se conocieron no solo le tocó librar grandes batallas, sino también fugarse sola dos veces del ejército del imperio. La primera, embarazada del primer hijo que esperaban, montada en un caballo que a nado cruzó un río, asida de la cola de la bestia, enfrentándose a las balas. La segunda, con el niño de doce días en brazos, esquivando las esquirlas de la batalla. Con el asedio enemigo, la frontera empezó a mostrarse como una buena jugada.

En Uruguay se instalaron en Montevideo en una casita humilde de solo dos cuartos y una cocina. Vivieron allí siete años y ahí nacieron tres hijos más de la pareja: Ric­ciotti, Teresa y Rosita, quien murió enseguida. En 1842, tres años después de aquella tarde en Santa Catarina, pudie­ron jurarse amor en una igle­sia. Al enterarse de la muerte del zapatero, Garibaldi pagó con su reloj –lo único valioso que tenía– el servicio del cura que los casó a la vuelta de la esquina. No habrá sido fácil para Anita asentarse en la domesticidad y en los períodos de soledad profunda cuando su marido iba a la guerra al mando de la legión italiana y la dejaba en aquella ciudad donde la mayoría de las muje­res le daban la espalda. La con­sideraban demasiado morocha y demasiado casada detrás de la puerta como para invitarla. En estas calles de Montevi­deo, en la quietud dominical veraniega, imagino a Anita viviendo su propia quietud entre guerras. Siete años de lucha callada y doméstica. Hasta que una mañana vinie­ron a tocarle la puerta un grupo de amigos con una encomienda para su marido. Anita abrió el paquete sorprendida, mien­tras Garibaldi observaba desde la trastienda. Una espada con puño de oro enviada por el pue­blo de Italia en reconocimiento a sus hazañas que habían cru­zado el mar y eran noticia en los ámbitos de Europa.

Para comprar la espada, cada italiano había donado una lira. Nada más que una lira. Acaso Garibaldi vio en ese gesto la unión de su patria porque de pronto sintió que Italia lo llamaba.

Era tiempo de levar las anclas y, finalmente, volver a casa.

Desde Montevideo partiría la pareja para seguir el curso de su vida extraordinaria, batallar más guerras y dar impulso a la gloriosa unificación italiana… Pero eso será otra historia, por­que solo una crónica para este gran amor no alcanza.

Dejanos tu comentario