La historia del “Petiso Orejudo”, como llamaron despectivamente a Cayetano Santos Godino, el más conocido asesino serial de la Argentina, a comienzos del siglo XX, es un drama que conmueve, horroriza y a la vez sirve para reflexionar.

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

Cuando en mi más reciente viaje a mi querida Asunción, el amigo Ricardo Benítez, periodista, me preguntó por “El Petiso Orejudo”, Cayetano Santos Godino, el primero y más conocido de los asesinos seriales de los que se tenga registro en la Argentina desde comienzos del siglo XX hasta nuestros días, no me sorprendí. Es una demanda periodística recurrente y, volver a él y al contexto epocal, siempre abre paso a nuevos hallaz­gos que disparan infinitas reflexiones. Dos días des­pués de regresar a la Argen­tina, desde Ushuaia, recibí un correo de una querida amiga y académica, Alfon­sina Guardia, quien escri­bió desde la mismísima celda que ocupara aquel terrible pobre niño. Las casualidades no existen.

HIJO DE LA VIOLENCIA

“El Petiso” nació en Bue­nos Aires el 31 de octubre de 1896. Murió –en circuns­tancias poco claras– el 15 de noviembre de 1944, en el penal de Ushuaia, ubicado en la Bahía Lapataía. El periodista Ricardo Ragen­dorfer señala el lugar como “la Siberia criolla” donde se localizó “el tacho de basura del progreso”, cuando este país era la séptima econo­mía del mundo. “Los pro­pios presos construyeron aquel infierno”, agrega el veterano especialista en casos policiales y judicia­les quien sostiene que aque­lla “cárcel, era una estrate­gia de civilización brutal”.

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Tumba de Godino en Usuahia, antes de ser profanada y vaciada.

Allí fue institucionali­zado Santos Godino, hijo de Fiore y Lucía, nacidos en el pueblo de Roma, pro­vincia de Cosenza, Cala­bria que, en tiempos de una enorme corriente inmigratoria, arribaron al puerto bonaerense en 1884. El matrimonio tuvo seis hijos. La infancia de todos fue violenta y para nada feliz. Habitantes de conventillos en los barrios porteños de Almagro y Parque Patricios, buena parte de la niñez vagaron por calles de tierra que deve­nían en lodazales con cada lluvia. Crecieron aterrori­zados por las palizas que les propinaba Fiore a ellos y a Lucía.

Los niños, espe­cialmente Cayetano, eran violentos. Agobiado, el 5 de abril de 1906, Fiore denun­cia ante el comisario Fran­cisco Laguarda a su “disgra­ciato figlio, de nueve años y 5 meses, absolutamente rebelde a la represión pater­nal” y “deseando corregirlo en alguna forma” solicita “que lo recluya donde crea oportuno y para el tiempo que quiera”. Así dice su declaración. Horas más tarde el niño fue detenido y así permaneció poco más de dos meses. Volvió a las calles. Más de lo de siempre.

Mural en la Cárcel del fin del mundo que recuerda a Godino y otros prisioneros.

UN PERSONAJE DE TERROR

El 9 de setiembre de 1908, Severino González Caló (2) salvó su vida cuando un vecino, Zacarías Cavi­glia, descubrió que Godino lo había sumergido en una pileta. Lo rescató. Una semana después, la mamá del bebé Julio Botte, de 22 meses, que escucha los llan­tos de su hijo, concurre en su ayuda y ve huir a Cayetano que quemó los párpados de la criatura con un cigarri­llo. Fiore y Lucía vuelven a entregarlo a la policía que lo interna 3 años en la Colonia de Menores Marcos Paz. El 23 de diciembre de 1911 es liberado. A sus patologías añade alcoholismo y piro­manía. El 17 de enero de 1912, incendia una bodega. Iniciará seis incendios más. “Me gusta ver caer a los bomberos”, dijo alguna vez.

Godino, en su madurez, con un policía.

“EL PETISO OREJUDO”

Nueve días más tarde, el cadáver de Arturo Lau­rora (13), golpeado y ahor­cado con un lazo de soga es hallado por la policía en un conventillo de la calle Pavón. El 23 de marzo, Reina Bonita Vainicoff (5), muere después de 16 días de agonía. El 7 de ese mes, quien era conocido por su apodo, “El Petiso Orejudo”, prendió fuego a sus ropas.

El 8 de noviembre, intenta ahorcar a Roberto Russo (2). No pudo hacerlo. Fue descubierto. Carmen Ghi­ttone (3) y Catalina Nau­neler (5), también ataca­dos, sobreviven. Gesualdo Giordano (3) fue el punto final. El 3 de diciembre, Godino logró convencerlo para que lo acompañara “a comprar caramelos”.

Ficha policial de Godino niño cuando su padre lo entregó a la policía.

El niño sospecha. Llora. Caye­tano lo reduce con violencia en el interior de la que se conocía por aquellos años como la Quinta Moreno, donde hoy se encuentra el Instituto Bernasconi, un establecimiento educa­tivo. Enrolló 13 veces una cuerda de algodón en el cue­llo del pequeño, comenzó a estrangularlo pero ante la resistencia del niño, con un clavo de 10 centíme­tros que le clava en la sien, lo mató a Gesualdo.

Caye­tano, esa misma noche, fue al velatorio del chi­quito. Permaneció junto al féretro unos minutos y dejó el lugar entre llantos. En la madrugada del 4 de diciembre, fue apresado por los policías Peire y Ricardo Bassetti. Con el correr de los años, Ricardo devino en escritor de cuentos policia­les. Lo conocí cuando pro­mediaban los años ’70. Evi­taba hablar de aquel niño sociópata.

Algunas de las víctimas de Godino.

EL INFIERNO DEL FIN DEL MUNDO

Con la detención del “Petiso Orejudo” nació la leyenda negra que horrorizó a los poco más de 822 mil habi­tantes del Buenos Aires de entonces. Sin embargo, la tragedia continuó. Ante el juez Ramos Mejía con­fesó ser el autor de cuatro homicidios. Aquel magis­trado, en noviembre de 1914 lo absolvió por ser “penal­mente irresponsable”. Sin embargo, fue recluido pri­mero en la Penitenciaría Nacional y, en 1923, a la cár­cel del fin de mundo, a poca distancia de Ushuaia, unos 4.205 Km al sur de Asun­ción.

Releo las líneas de la profe­sora Guardia, desde aquel despreciable estableci­miento carcelario. Escribe desde las celdas. “Sólo ingresar en ellas da cuenta de la estrechez del espacio y el profundo frío (cons­tante) no importa la época del año (…) la luz que pene­tra por los pocos espacios que lo permiten, el frío que te cala los huesos, la sensa­ción de encierro, el olor de los muros y su humedad”. No pudo continuar con la visita. “Salí rápidamente mientras pensaba que yo sí podía hacerlo”. Estre­mece el reflexivo relato 96 años después de que Godino ingresara en aquella tumba para muertos vivos.

“No había un estable­cimiento de salud para Godino”, sostiene Ragen­dorfer quien, luego de describir aquel edificio panóptico, apunta que se aplicaban allí a los inter­nos las hipótesis positivis­tas de Cezare Lombroso. Desde aquellos absurdos con pretensión cientifi­cista, en Cayetano Santos Godino, un “criminal nato, el mal reside en su cuerpo”. Cinco años después de su llegada, los médicos del pre­sidio, le cortaron las orejas para modificar sus conduc­tas. El detalle de sus días de encierro es parte de los misterios que guardan los muros de aquel infierno panóptico. El académico Carlos Cúneo rescata una carta que Guillermo Kelly, médico del penal, escribió a su amigo Frank Soler en 1932: “En pleno siglo XX, en el segundo estableci­miento penal de la progre­sista república, se ha roto huesos, se ha retorcido testículos, se ha castigado los presos con tremendas cachiporras de alambre y con frecuencia en las espal­das, para volverlos tubercu­losos, y mil salvajadas más”.

“Viajé en el tren que llevaba a los presos desde la cárcel hasta el lugar donde tala­ban los árboles para hacer leña”, continúa Alfonsina Guardia. “Vestidos como presidiarios los que pro­ponen esa excursión al pasado desde una visión muy interesante nos reci­ben en el andén y proponen fotos con ellos a los visitan­tes. El viaje en los pequeños vagones a través de un bello paisaje permite imaginar una sensación de libertad que podrían sentir aquellos desclasados que cada día los llevaban a realizar trabajos forzados en horribles condi­ciones. Hice el viaje en pro­fundo silencio. El paisaje invita a escapar. El clima riguroso, sin embargo, des­alienta. O incita a los con­denados. ¿Sería la muerte el único paso a la libertad para aquellos desahucia­dos?”. No encontré palabras para responderle. En aquel contexto carcelario deshu­manizado transcurrían los días de los presos. A la luz de sus palabras tienta pen­sar que la absurda idea de que todo debe ser diver­tido, banaliza la tragedia de aquellos condenados con el relato turístico acrítico de una historia vergonzante.

NI EN LA MUERTE

El 15 de noviembre de 1944 murió Cayetano Santos Godino (48). Oficialmente su fallecimiento se produjo como consecuencia de una “úlcera gastroduodenal que le causó una hemorra­gia interna”. En las calles de Ushuaia, 75 años más tarde, aún se asegura que “los presos de carpintería lo mataron a golpes porque ‘El Petiso Orejudo’ mató, clavándole un clavo en la cabeza, al gato que era mas­cota de la carpintería”. En el penal no tuvo amigos, nadie lo visitó jamás y nunca reci­bió cartas. Sus restos fueron inhumados en el cemente­rio de aquella penitenciaría que, tres años después de su muerte, cerró sus puer­tas. Sin embargo, cuando esa tumba fue removida, estaba vacía. Su osamenta desapareció. Ni la muerte le dio paz.

En el 2016, Carlos Pedro Vairo, director del Museo Marítimo y del Presi­dio de Ushuaia, rechazó que, como lo asegura una leyenda urbana, un fémur de Godino haya sido usado como pisapapeles por Justo Padilla, gobernador Marí­timo de entonces. “Lo negó cuando lo visité”, aseguró Vairo. Santiago Vaca, un ex presidiario junto con Caye­tano, dijo a la prensa en el 2004 que “lo mataron por­que era el buchón de los car­celeros”. Precisó, “los de los gatos, pasó dos veces varios años antes”.

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