• Por Ricardo Rivas, periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

Valparaíso, “La Perla del Pacífico”, ciudad costera 115 Km al Noroeste de Santiago, capital de Chile, 1.745 Km. al Noroeste de Mar del Plata, Argentina y 2.190 Km al Sudoeste de mi querida Asunción, la recuerdo como una suerte de escultura natural transitable a la que la mano del hombre le añadió viviendas multicolores. Puerto pesquero en sus inicios, apretada entre el mar y la cordillera, está tachonada por viejos bares en los que es imposible no imaginar la presencia antaño de curtidos piratas y corsarios como Sir Francis Drake, de quien innumerables relatos aseguran que “aquí escondió su tesoro” sin que nadie me haya informado nunca que un sólo doblón haya sido hallado jamás por nadie que pudieran mis informantes mencionar con nombre y apellido para saciar mi curiosidad periodística.

EL PRIMER MARKETINERO

Aquel atardecer de noviembre 2011, cuando el sol hizo arder el horizonte en el Poniente, con el querido Mauricio Weibel Barahona, académico, periodista, tan memorioso como el borgiano Funes –habitante imaginario de Don Jorge Luis Borges, residente de Fray Bentos, Uruguay, cuando finalizaba la década del ’80, en el Siglo XIX- y hermano de la vida, caminamos sin prisa por la costa hasta que la sed nos demandó la frescura de un aperitivo. Propuse el Bar Playa “para que me cuentes de los fantasmas porteños”, gentilicio para los nacidos y criados en aquella localización atrapante. No fue así, la tertulia se extendió en el Bar Cinzano, emplazado desde 1896 por su fundador, Pipo Lima, en Plaza Aníbal Pinto 1882, muy cerca del Ascensor Reina Victoria. No pregunté el por qué. Mauricio es un gran contador de historias y conoce aquella ciudad como pocos. “De aquí salió hacia Europa, primero y a la Argentina, después, el que, tal vez, haya sido el primero de los ‘marketineros’ de la región cuando apenas se iniciaba el Siglo XX”, dijo el amigo, tal vez, con una sonrisa. “Alberto del Solar, un empinado buscador de oportunidades que también fue militar y más tarde escritor, cuando residía en Buenos Aires, trabó amistad con un tal Ernesto Tornquist, empresario, terrateniente, emprendedor, como se los llama por estas épocas que, en Mar del Plata, ordenó construir un edificio que se pareciera a un castillo sobre un acantilado. Sospecho que su idea fue la de instalar en él un elegante punto de diversión y encuentro para las autodenominadas aristocráticas familias tradicionales argentinas que vacacionaban en esas playas. ¿Conoces tú de esa historia? ¿Sabes que en el Torreón se asegura que hay fantasmas?” Asentí, al tiempo que apuré un largo trago de aquel magnífico Cinzano con limón y hielo que nos preparó Pablo Varas Hurga, el dueño de ese lugar propio del realismo mágico. “Cuéntame”, impetró Mauricio.

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EL DRAMA EN EL TORREON

Algunos dicen que Tornquist, con esa construcción, homenajeó al cura Ernesto Tornero quien, en el siglo XVI, llegó a aquellos territorios inexplorados, acompañado del capitán Álvaro Rodríguez de la armada española para dar seguridad a un asentamiento religioso. El militar, de buena relación con los pueblos originarios zonales, pampas, tehuelches septentrionales y mapuches, practicantes del nomadismo, se enamoró de una mujer indígena, llamada Marina, también amada por el cacique Rucamara. Pese a ello, el español la tomó cautiva y llevó a convivir con él. Aquella pasión, cuenta la leyenda, desató la ira del líder originario quien amenazó e intimó a Tornero y Rodríguez con atacar la misión para rescatar la mujer que pretendía. Marina decidió evitar una matanza. Volvió con su tribu montada en un caballo blanco junto con Rucamara. El desairado amante español, apasionado y ciego se lanzó con varios soldados en persecución de la pareja que huía en dirección al mar. En el acantilado –donde ya existía una torre pétrea- se detienen. El militar ordena rodearlos e intima al jefe indígena la liberación de la joven. Resiste. Desesperado, Álvaro vio que Rucamara abrazó a Marina y montados saltaron se lanzaron al mar embravecido. En pocos minutos desaparecieron. Abrumado por la tristeza, el militar nunca regresó a la guarnición. Permaneció en aquella construcción hasta su muerte. Desde entonces, en las noches de luna llena, no son pocos los que afirman que desde el interior del Torreón se escuchan llantos, el sonido de los cascos de un caballo contra las piedras al tiempo que, desde las olas, emerge la figura de una mujer joven vestida de blanco que llama al guerrero español.

MARKETING FANTASMAL

Mauricio, que me escuchó con atención, sonrió. Pausadamente, explicó que “esa historia de amor más allá de la muerte la inventó Del Solar para entregarla a su amigo Tornquist quien le encargó aquel relato para impulsar su negocio que no iba bien. Por lo menos, así lo cuentan enfáticamente los viejos de Valparaíso y afirman que fue un éxito porque, desde entonces, produce sentido en el imaginario social y, a través de los años, convirtió aquel edificio emblemático en un punto de atracción inevitable. Aquí, en las zonas costeras chilenas, esas historias se multiplican por cientos. Como las del tesoro escondido de Francis Drake quien navegó, en 1578, frente de lo que desde el 10 de febrero de 1874, se llama Mar del Plata”.

Dejamos atrás el viejo bar. En las sinuosas calles porteñas el silencio, la bruma y la penumbra nos acompañaron hasta que nos despedimos. Desde 1931, a pocas cuadras del Torreón del Monje, en La Perla del Atlántico, como llaman a Mar del Plata, una estatua homenajea a Del Solar. Cosas veredes, querido Mauricio.

Torreón del Monje original, diario la Capital de Mar del Plata.
Mauricio Weibel Barahona.
Alberto del Solar.
Monumento al creador de la leyenda del Torreón.
Ernesto Tornquist.
Bar Cinzano en Valparaíso, Chile.

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