Amanece el día en Puerto Casado y el frío se nos cuela por las rendijas de la habitación. Hoy es el día que regreso a casa después de haber flotado una semana río arriba y tengo el alma ovillada en una livian­dad profunda por este deam­bular. En la casa parroquial de Casado comparto habita­ción con Yammy que ya está en pie, con el último desafío en mano: encontrar la balsa de Don Sartú. El pa’i Zislao nos ha dejado un papel con los datos del balsero, porque tuvo que salir temprano y no podrá acompañarnos al embarca­dero. Imagino que Sartú es Saturnino, aunque solo figura el apodo y un número como indicativo. Pero no necesita más aclaraciones porque en la zona todos saben muy bien quién es: Don Sartú cumple la vital tarea de cruzar el río a Tres Cerros, por donde pasará nuestro colectivo rumbeando al sur.

Conseguimos dar con él luego de un par de intentos y nos dice que tenemos tiempo hasta el medio día para lle­gar a su embarcación. Enton­ces decidimos aprovechar las últimas horas chaqueñas para recorrer el pueblo una vez más. El lunes el ambiente es distinto al jolgorio domin­guero, y la gente anda en sus cosas, no tan curiosa con este par de forasteras que ayer acaparaba la atención. Pero aunque el clima es distinto, la sensación es la misma que la tarde anterior: sigue el sub­texto instalado de algo que era y ya no es. De algo que estuvo y se marchó. Impo­sible extirpar el tanino del torrente sanguíneo… toda­vía hay mucha savia de que­bracho en cada rincón.

Buscando el puerto de Don Sartú llegamos a la casa de Don Pablo Pedro, que hoy trabaja de herrero pero nos cuenta que en su momento fue rajillero. Cuando ve que me pierdo en el vocablo, me ayuda con la expresión:

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–Hacíamos raja para la loco­motora a vapor.

Ahí está de nuevo. La hue­lla genética del pueblo. Don Pablo recuerda con cariño los viejos tiempos en que trabajó en olería y alambrado. Tam­bién fue hachero. Me mues­tra su casa, una casa tipo, de las que hay varias en el pue­blo. Eso le quedó de legado del imperio taninero. –“me entregaron la casa titulada” -me cuenta. “Valió la pena el esfuerzo”. Y a partir de allí vuelve a perderse en la nebu­losa de sus recuerdos.

El frío del invierno.

El calor extremo.

Los kilómetros andados en la selva,

Y los mosquitos, afilados y punzantes como un ejército.

“El monte no era fácil” -sus­pira y sonríe como un vete­rano que fue a la guerra y sobrevivió. Hoy sus días son más dóciles en la herrería que tiene montada al aire libre bajo un tinglado donde hace frenos para caballos mien­tras observa esconderse el sol. Considera que Casado le dejó una profesión.

–“Aquí somos muchos inge­nieros” –me dice cuando lo despido. –“El título nomás faltó.”

Don Lázaro, su vecino, también es hijo de los obra­jes. Hoy es artesano y mol­dea guampas a pedido. Nos muestra un par de moldes que está preparando y decide acompañarnos al puerto de donde zarpa Don Sartú. Nos vamos adentrando por un camino de tierra que con­duce al río, y pasamos por la antigua casa patronal. Hoy es propiedad de La Victoria, pero la casa sigue igual. Lle­gamos al lugar donde está la balsa y por última vez vuelvo la vista atrás. Todo está en calma. Solo se oye el sonido del viento al rozar los árbo­les de la orilla y nada más.

Decido que lo que me llevo de Casado son unas ganas inmensas de regresar.

(Y es que este silencio apa­rente es ilusorio. Hay mil historias escondidas en este pueblo. Un universo infinito por narrar).


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