Dos hermanas vivían en un departamento en el centro de Asunción. El horario laboral les demandaba más tiempo en la calle que en la casa. Por las noches se juntaban a cenar, hasta que una noche todo terminó. Una puerta abierta del departamento dejó al descubierto un crimen atroz.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Asunción, 13 de octu­bre del 2005. Teo­docia Estigarribia estaba cerrando una jornada de mucho trabajo. Cansada de tantos problemas, solo esperaba llegar al departa­mento que compartía con su hermana Lucía, sobre la calle Montevideo y General Díaz. El tiempo ambivalente con sus garúas intermiten­tes apuraban los pasos de la mujer, el sudor en la frente la incomodaba pero nada se comparaba a la sensación de placer que le daba imaginarse bajo la ducha, con las gotas de agua tibia golpeando su espalda. Solo necesitaba ese hidromasaje improvisado, lo más cercano que podía estar de uno, al menos ese día.

La noche empezaba a hacerse espesa, el reloj de Teodocia le imputaban las 20:00, tan solo unos minu­tos pasó de su habitual hora. Su esbelta figura se dibujaba con el contraste de la luz que iluminaba la recepción del edificio.

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Pese a su juventud de 23 años, la caminata la agotó. Con algo de fatiga logró sacar su cordial y siempre amable saludo de buenas noches al portero; todo al mismo tiempo en que la puerta del ascensor se iba fusionando para elevarse hasta su piso. Con el dedo índice –y una sonrisa que aún no se disipaba de su rostro– presionó el botón del octavo nivel. Se cruzó de manos, y entretenida­mente observaba cómo la pantalla por encima de la puerta le indicaba su ascenso hacia su casa, su pacífica casa, a la que ansía llegar como todos los días.

Repentinamente una sen­sación de angustia encalló en ella. La invadió por com­pleto y sin contemplación. Se sentía aturdida al no poder entender qué cambió su ver­tiginosa felicidad pautada en una ducha, y una sucu­lenta cena, a un temor incon­mensurable y abstracto. No podía comprender qué cau­saba eso, y solo le traería paz estar en su habitación.

Bajó del elevador, y a distan­cia, vio una tenue luz que se fugaba por la comisura de una puerta, la misma que provenía en dirección a su departamento al final del pasillo. Aquella sensación de paranoia inexplicable dejaba de serlo y comenzaba a tornarse en un tormento. Los pasos de Teodocia aumentaron en frecuencia, al igual que su pulsación y respiración. Era frecuente y exhalaba con fuerza. Se agitaba prominente, tanto que podía oírse desde el otro lado de las puertas. Los tacos de su zapato marcaban el paso interminable, nece­sitaba develar ese miste­rio. Por qué su hermana dejó abierto el depar­tamento ¿quizás salió, entraron a robar, quién se metió a hurgar? Las pre­guntas retumbaban en su mente sin cesar.

Le falta unos pocos pasos para alcanzar la perilla de la puerta, y desde esa posi­ción ya alcanzaba a confir­mar que esa luz provenía de su departamento.

Sus mayores temores le iban pasando factura, porque a medida que se metía a la casa observaba, y sus ojos lo confirmaban, que en ese sitio sucedió algo infernal.

PASOS DE SANGRE

Los rastros en el suelo, ese color intenso de rojo opaco le traducían un panorama tétrico. Apaciguaba su mente con una situación accidental “tal vez Lucía se cortó el dedo, y fue a una farmacia para que la auxilien”, susurraba a su inconsciente.

Pero esos charcos de sangre eran más continuos, más espesos, más aterradores.

Solo quedaba la habitación de su hermana por verifi­car. La negación a que le ocurrió una tragedia era su mecanismo de defensa, por eso no fue directo. El tiempo se le agotó, ya no quedaba nada por registrar.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta, la luz apagada. La encendió con cuidado, no sin antes palpar la pared buscando el inte­rruptor. La luz artificial ilu­minó en un parpadear todo el lugar y develó –a profun­didad– lo pavoroso de sus sentimientos apocalípticos.

Sobre la manta de algo­dón tinturada en sangre, el cuerpo de Lucía se mos­traba irreconocible. Apenas logró identificar que el cue­llo lo tenía deformado y las manos inertes a los lados. Estaba muerta, fue cruel­mente asesinada.

HUYENDO BAJO PRESIÓN

Teodocia no asimilaba la escena, si antes se negaba a creer que algo dañó a su hermana; en ese instante la negación era mayor. No per­mitía que la razón le expli­cara que Lucía fue asesi­nada, y poco podía hacer.

Fue todo lo contrario, sus pasos eran cada vez más veloces, no se detenía por nada. No había obstáculo de baches en el asfalto, char­cos de barro, aceite de motor y agua, o el mismo tráfico que la podían detener en su intención de llegar a la Comisaría Primera Metro­politana. Solo alcanzaba a recordar que esa dependen­cia se encontraba detrás del Hospital de Clínicas, en el barrio Sajonia.

Pálida y con el rostro regado en sudor, la camisa desabo­tonada y notablemente alterada, la mujer se ancló con las dos manos sobre el derruido mueble de madera de la estación de policías. Teodocia no podía emitir sonido alguno, su respira­ción era intensa y no le per­mitía hablar. Los ojos le bri­llaban tanto que penetraban en el pensamiento del ofi­cial que estaba de guardia, a él no le quedó otra opción que adivinar lo que ocurrió.

–¿te asaltaron señorita, abusaron de vos…?

–Ofi… ofi… ¡cof, cof, cof! Una tos seca interrumpió un nuevo intento por narrar lo que le había ocurrido.

Teodocia continuaba jadeando, algo más lejano a la convulsión. Pero aún le resultaba difícil expli­car su martirio. Al cabo de unos minutos, y un vaso de agua fresca, la que bebió en unos segundos, finalmente relató lo que vio.

La magnitud de la des­cripción impulsó al agente novato a separarse de su cómoda silla. Apaciguó a la mujer, comprendién­dola aún más.

El policía buscó en su guía el número del fiscal de turno. Usando el dedo índice, barrió deslizando sobre la hoja el falange buscador, al pie de portada estaba ano­tado en tinta azul: Miguel Vera Zarza, un agente fis­cal de estatura promedio y mediando los cuarenta años. El teléfono del inves­tigador sonó al instante y tras la voz, algo metálica por una cierta estática, el policía de guardia le dio un resumen de lo que tenía a la vista. El fiscal pidió unos minutos para reunirse en la comisaría con la mujer y luego irían a la casa.

UN PAPEL CAMBIARÍA TODO

Todo sucedió en unos minu­tos, las luces de varias patrulleras se entrelazaban en un juego fugaz contra las paredes de edificios que no superaban los 10 pisos.

El fiscal impuso su autori­dad al bajar de su automóvil y pidió que nadie suba al 8º piso, que registren el edifi­cio y tomen nota de las iden­tidades de todos los residen­tes de ese sitio.

Miguel Vera caminó presu­roso al elevador y pidió a sus peritos en criminalística que tomen fotografías de todo, además de levantar huellas dactilares. La orden se cum­plió sacudiendo una brocha esparciendo sobre la base el polvo negro de humo, una sustancia reactiva que con­sigue adherirse con facilidad a las bases y permite obte­ner una fidelidad mayor al levantar muestras dac­tiloscópicas.

En el octavo piso, la situa­ción no varió mucho. Los forenses se esparcieron por el pasillo, tomando muestras por doquier. Necesitaban cubrir cada centímetro de ese lugar para obtener detalles de lo que exactamente ocu­rrió. En la habitación un médico forense trabajaba observando el cadáver con cuidado, buscaba heridas defensivas visibles o algún traumatismo; además de la que podía observar en el cuello. Teodocia, en un visi­ble golpe emocional, se aba­nicaba –con sollozo– sobre una silla de plástico ubicada en la sala. Veía pasar –aun­que sin comprender– a una decena de policías con guan­tes de látex y tapabocas.

Miguel se acercó a ella, con bastante cuidado, y mirán­dola fijamente lanzó una pregunta. Trataba de esta­blecer al menos una hipóte­sis de lo que ocurrió.

¿En la casa falta algo, pudiste recorrer bien, notaste que te robaron alguna pertenencia?

Teodocia le devolvió la mirada, y con la misma intensidad en la respuesta le aseguró que todo estaba en su lugar. Si existía algún des­orden era solo una costum­bre particular de ellas, pero nada que denote un robo.

El fiscal la dejó tranquila, comprendió que era sufi­ciente para ese instante y prefirió apartarse hasta que la joven pueda recuperar algo de tranquilidad.

Prefirió ver qué detalles tenía el forense que traba­jaba en la habitación.

Doctor, disculpe que lo inte­rrumpa, quería saber si ¿tiene algo preliminar que me sirva para identificar a mi sospechoso?

El médico lo miró por unos segundos y, luego, devol­vió la mirada sobre lo que estaba haciendo. Necesitaba concentrarse, pero enten­dió la premura y respondió.

–Bueno fiscal, por ahora, encontramos esto: un corte profundo, de unos quince centímetros al nivel del cuello anterior, cerca de la vena carótida. Esto la llevó a la muerte en unos pocos minutos. La mayor pun­ción que puedo notar es a la izquierda y luego se des­plaza a la derecha, se pudo tratar de un diestro que la atacó por detrás. La habría sorprendido, tal vez. Pude percatarme de varias heri­das infligidas antes de la muerte, fueron hechas con las uñas, y además golpes en los brazos. Una conclusión sobre esto, creo que hubo mucha resistencia de la víc­tima. La lucha fue intensa y violenta.

–¿Alguna presunción de la hora de muerte, doc? Arre­metió el fiscal buscando más pistas que lo lleven a estable­cer un cuadrante de huida.

–La hora de muerte podría ser a las 19:00. Porque habría transcurrido una hora desde el momento en que encon­traron el cuerpo.

–Bueno, gracias doctor. Con esto creo que podré comenzar a establecer algu­nas posibilidades sobre su muerte.

–Ah, casi olvido fiscal. Espere. Esto le podrá interesar. Entre las piernas de la víctima encontré este papel, mírelo por usted mismo. Si necesi­taba una pista, creo que esta es la más importante.

El fiscal lo miró atónito, y luego encorvó el cuello para dirigir la mirada a la eviden­cia. Despejó algo de sangre que manchaban los extremos, desdobló el papel y descubrió un perverso mensaje hecho con recortes de revista: “no te metas en mi vida”.

Continuará…

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