• Por Óscar Lovera Vera, periodista

Para encontrar a los asesinos del taxista Rigoberto Fleitas, la Policía recurrió a un informante de los barrios bajos. La suma de varios factores permitió revelar el trasfondo del cruel asesinato. Los investigadores desmantelaron la banda, pero el final para ellos es uno anunciado…

Los taxistas no creían en la teoría del ajuste de cuentas, Rigoberto nunca tuvo problemas de deudas o cometió algún delito que lo llevara a confrontarse con alguien. Para ellos, la violenta muerte de ese joven era una venganza de una pandilla que se afincaba en La Chacarita y desde hace tiempo mantenía en incertidumbre a todo el barrio.

Este grupo de pandilleros pululaba en los alrededores de la antigua parada 42. El movimiento incesante de personas, los comercios, hoteles y una universidad ubicada en la manzana les redituaba en mucha plata a cambio de quebrar vidrios y obtener todo lo que hubiere de valor en vehículos y casas. Los atracos fueron masivos y a diario.

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Pero uno de esos robos marcó la vida de los taxistas. Dos meses antes del crimen, los integrantes de la banda rompieron la ventanilla de un automóvil estacionado a metros de su puesto. Era un vistoso Volkswagen Gol en rojo, que aun con el motor tibio fue el primer objetivo de esos criminales. El dueño era un recio extranjero, un alemán que promediaba los 50 años, de poco hablar y solo se lo veía por las tardes cuando llegaba a su departamento para descansar.

Rigoberto y sus compañeros vieron cómo sacaron la radio, destripándolo del tablero, fue solo en unos pocos segundos. Tenían la habilidad de romper el vidrio utilizando una bujía. La calentaban frotándola contra el asfalto y esto provocaba que el cristal del auto se haga pedazos sin dificultad.

Rigoberto los conocía, eran del mismo barrio. Creció en ese lugar y conocía a cada uno de ellos, pero no por eso permitiría que sigan robando. Tomó el teléfono y llamó a la Policía. El reporte movilizó a una patrullera, a la más cercana del lugar. Apenas escucharon el ensordecedor chillar de la sirena policial, los ladrones comenzaron a escapar, pero no por mucho. La calle se les terminó antes de llegar a la avenida Artigas, acorralados no tuvieron otra opción que rendirse. Cada uno fue esposado y obligado a abordar la patrullera; antes de poner el otro pie, uno de ellos soltó una frase que cambiaría el destino de los taxistas.

– Asêta ha rojukáta (salgo y te voy a matar).

La amenaza iba dirigida a alguien en particular. Al único que podía identificarlo, Rigoberto. Para los taxistas, este recuerdo era decisivo en la investigación del crimen y lo suficientemente elocuente para aclarar quiénes eran los autores, muchas coincidencias. Era sentido común y unir los cabos.

Al escuchar ese relato, la Policía del Departamento de Investigaciones pensó que la tesis de los conductores no era irracional.

EL INFORMANTE

Uno de los oficiales, del Departamento de Homicidios, buscó entre sus contactos a un poblador del barrio. Alguien que siempre les brindaba información sobre los puntos donde vendían drogas, armas y algunos criminales que utilizaban el barrio como escondite. Dar con él era la cuestión. Luego de algunas horas, lo encontraron. La casualidad divina estuvo de su lado.

El informante de los barrios bajos les comentó que la noche del crimen bebió vino con unos muchachos, entre ellos estaba uno que relató orgulloso –y bien borracho– cómo mató a un taxista, el odio con el que lo hizo en venganza a un asunto pendiente. Ambos agentes se miraron y coincidieron en que esa era la clave que los conduciría al o los asesinos.

Esos dos agentes eran los oficiales Jorge Brítez y Juan Ayala. Llevaban unos años en el Departamento de Homicidios de Investigaciones, esa experiencia les llevó a verificar la condición en la que estaban esas personas detenidas en las primeras semanas de julio.

– Juan, andá vos a la comisaría novena y que te den el parte de aquella detención en la que colaboraron los taxistas.

– Entiendo, con eso vamos a tener la lista de detenidos.

– Asimismo, luego nos encontramos en Tacumbú en una hora. Ahí tendremos el panorama claro, si lo que dijeron los tacheros es o no la pista correcta.

Juan llegó a la novena y pidió una copia del acta de procedimiento. Los nombres que figuraban en esa lista no tenían buena referencia, todos con antecedentes de haber cometido un delito. Tal cual como acordó con Brítez, fue hasta el penal y al cruzar los datos con el registro de reos se encontraron con lo que de alguna manera esperaban. Dos de aquella banda fueron liberados. Severiano González el 11 de agosto y Édgar Fernández diecinueve días después. Los dos líderes volvieron a la calle y coincidía con la muerte del taxista a quien juraron matar.

Brítez y Ayala volvieron a la oficina sobre la calle Azara. Sentados bajo una lámpara de luz amarilla planificaron lo que debía ser una operación en simultáneo para evitar que los sospechosos se escapen. Era la única forma de garantizar la confirmación de la hipótesis de un asesinato por venganza, solo si tenían a los indicados.

CAÍDA EN DOMINÓ

Día del hallazgo. Martes 5 de setiembre, a las 17:00. La Policía irrumpió con una veintena de hombres en el barrio popular de La Chacarita, no era fácil ingresar a la zona. El oficial Brítez, el líder de la cuadrilla, llamó a la puerta azotándola con fuerza continua.

– (¡Pam, pam, pam!) ¡Abran! ¡Policía de Homicidios!

La puerta se abrió lentamente dejando escapar un chirrido agudo desde las bisagras. Una mano la sostenía desde adentro y a medida que la madera se ocultaba en la oscuridad que dominaba en la habitación, un rostro pálido se asomaba a la entrada.

– Mba’e oiko policía?, mba’e jeyma… (qué sucede policía, de qué se trata).

– Severiano González, tenemos una orden de detención en contra tuya. Es por la muerte del taxista Rigoberto Fleitas…

Severiano tenía 20 años. En ese momento no habló. Dejó espacio en su mente para procesar lo que ocurría y entendió que en ese instante “perdió”, como acostumbraban a decir los que en algún momento pisaron la cárcel. En el barrio lo conocían como “Camper”. Severiano creyó que no tenían nada contra él, pero olvidó lo que unas horas antes su lengua soltaría, adormecida por los litros incontenibles de vino. Eso fue lo que el informante habría soplado a los agentes Brítez y Ayala y con lo que comenzarían las detenciones en caída, como dominó.

En simultáneo, Ayala y otro grupo de oficiales tenían otro objetivo en la mira. El informante identificó a otro, Hugo César Benítez, tenía 22 años y lo conocían como “Hugo el loco”. Sus antecedentes por robo y lo violento que resultaba en cada golpe le dieron el mote. Al irrumpir en su casa, Ayala le rezó las mismas líneas a Hugo César, estaba detenido por el crimen del 4 de setiembre.

Unos minutos después de verificar la casa y los datos del sospechoso, Ayala quedó bastante confundido tras esa operación. Hugo fue detenido en la casa de los padres de un chico que fue asesinado semanas atrás al crimen de Rigoberto.

El asesinato fue cruel, degollaron a un chico de 17 años, Roger Lerín. Pero el punto más llamativo es que Roger era cuñado de Rigoberto. Ayala en ese momento imaginó que, tal vez, los dos asesinatos estaban entrelazados. La única forma de confirmar o descartar esta nueva pista era iterrogando a su sospechoso y a la familia que lo albergó en la casa.

– Hugo, ¿qué hacías en esta casa?

– Me contrataron los papás de ese muchacho que le mataron. Me pidieron que cuide de sus otros hijos, contestó el joven mientras intentaba aflojarse las esposas de las muñecas.

Ayala quedó aún más enredado en la trama. Algo era casualidad o faltaba una pieza que terminaría por unir el puzzle.

El agente no bajó la guardia y acudió al dueño de la casa para interrogarlo. La presencia de ese joven con múltiples antecedentes de robo y sospechas de asesinatos por encargo no cuadraba.

– Señor Lerín, ¿es cierto que usted contrató a este muchacho para cuidar de sus hijos?

– Oficial, eso es mentira. En realidad fue una sobrina que se acercó a nosotros y nos recomendó a este muchacho para cuidar de nuestros hijos después de la muerte de Roger. Entiendo que sea confuso, pero estábamos desesperados.

La familia insistió al agente sobre el pago por protección. La casualidad como elemento irrefutable, justo el día en que mataron a Rigoberto. Todos tomaron sus precauciones pensando que la escalada de venganza se avecinaba y las muertes tenían conexión.

Ayala hizo a un lugar la tesis y continuó en marcha. Faltaban piezas importantes de la pandilla, no todos los cabecillas estaban bajo arresto.

En un par de horas se sumó Francisco García, otro que usaba el mote de loco para acompañar sus golpes. Tenía 23 años. García tenía una escopeta cuando lo detuvieron en un sector llamado San Pedro, entre las calles Playa y la avenida General Santos, no muy distante del barrio donde se planificó el crimen. Pero lo más importante para el grupo de policías fue el hallazgo de vestimenta con manchas de sangre, y bastante.

Brítez y Ayala se juntaron una vez más en la oficina sobre la calle Azara. Solo faltaba dar con uno de los pandilleros.

EL ÚLTIMO ESLABÓN

La redada esta vez apuntó a un departamento en las calles Estrella y Alberdi. La tarde del 12 de setiembre se apresuraba en desaparecer cuando el último eslabón cayó, era Édgar Javier Fernández, lo conocían como “La Gorda”. Todo el tiempo, desde el asesinato, estuvo escondido en ese sitio aguardando el momento en que se disperse la búsqueda para intentar encontrar otro sitio donde ocultarse.

Édgar en unas horas estaba en la oficina de los agentes de homicidios y la presión en el interrogatorio hizo que relatara los detalles de lo que ocurrió.

– Severiano y Hugo consumieron pastillas y marihuana unas horas antes. Después se fueron a la parada y subieron con el taxista. A mí me dijeron que espere en Madame Lynch y Defensores del Chaco. Cuando llegaron, ellos preguntaron cuánto costaba el viaje y cuando el conductor les dijo el monto, le clavaron en el pecho. Luego le torturaron, le cortaron la oreja y ese señor les preguntó “¿por qué me hacen esto?”. Y Severiano le dijo: “Vos tenés una cuenta conmigo porque por tu culpa me agarró la Policía…”. Hugo repetía a cada momento que no participó del crimen.

Los dos policías no estaban sorprendidos y aunque se trate de la versión de un hombre con antecedentes y el interés de desvincularse, su detención permitió ubicar el radio que robaron del taxi. Lo habían vendido a otro hombre en La Chacarita, además encontraron el teléfono de Rigoberto. Con eso tenían un par de evidencias para llevarlos a juicio.

La Justicia fue pronta, pero ciega, y en poco tiempo la decisión del tribunal se hizo escuchar. Severiano y Hugo fueron condenados a 20 años de cárcel, cada uno. Sin embargo, las artimañas de algunos abogados permitieron que la sangre de Rigoberto se disuelva sin remordimiento. Los dos lograron salir cumpliendo la tercera cuarta parte de esa sentencia, apenas cinco años. Hoy ellos están libres.

Fin.

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