Los yshir ybytoso –conocidos como chamacoco– de Bahía Negra se dedican, en su mayoría, a la artesanía, una práctica heredada de sus ancestros y que se nutre de los recursos de los bosques. A través de sus actividades cotidianas, una familia indígena de Puerto Diana nos cuenta por qué es importante la conservación de su cultura.

La avioneta de Setam (Servicio de Transporte Aéreo Militar) aterriza cerca de las 10:30 en el aeropuerto de Bahía Negra, ciudad ubicada a más de 800 kilómetros de Asunción, en el Alto Paraguay, Chaco paraguayo. La terminal de este avión no es más que una pista de tierra de 800 metros y un letrero grande que indica la bienvenida a la localidad.

Sonia Ozuna lleva dos horas esperándonos. El vuelo se retrasó debido a una inclemencia del tiempo. Ella viene de Puerto Diana, una de las comunidades yshir chamacoco de la zona. Es artesana. Hace bolsos y canastas de hojas de palma –el famoso karanda’y– y guembepí. Modesto Martínez es su esposo. También es artesano. Crea figuras de animales silvestres con madera de sará, un árbol que habita en la costa del Pantanal Paraguayo, área protegida que se extiende a lo largo del río Paraguay, en el noroeste chaqueño.

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“Modesto escribió ‘Fuerza Aérea Militar’ en vez de ‘paraguaya’ en su avión”, piensa Sonia en voz alta cuando se acerca a una de las alas. La réplica está lista en su casa. La entregará a su compradora a la mañana siguiente, cuando el barco Aquidabán atraque en el puerto y desembarquen las mercaderías que abastecerán por siete días los negocios del pueblo.

El arribo de esta embarcación y de la avioneta militar ocurre una vez por semana. En temporada de lluvias, la única vía de acceso es el Aquidabán, que zarpa de Concepción y navega por el río Paraguay durante cuatro días. Los caminos se vuelven intransitables, por eso ni el vuelo hace su parada obligatoria.

Desde Puerto Diana hasta los escenarios donde suceden ambos acontecimientos hay una distancia de 4 kilómetros. Es pleno setiembre y el calor se asemeja al que sentimos en enero por Asunción. La calle es un sauna y la caminata por la ruta, una mochila pesada. Muchas artesanas indígenas hacen este recorrido para ofrecer sus productos a los pasajeros o pilotos.

Sonia sale a las 7:30 para averiguar a qué hora llega el Aquidabán. A las 11:00 debe volver al puerto para juntar las botellas vacías que quedan en el barco. Las usa para hacer hielo porque toma tereré de mañana, tarde y noche. Está acostumbrada a esa caminata. Pero su porte de persona desganada no traduce su verdadera esencia: no se cansa fácilmente.

Modesto está sentado frente a su casa. La vivienda tiene el tamaño de la guarida de Hagrid de “Harry Potter”, pero con techo de zinc y paredes de troncos de palma. En el interior hay camas, una mesa y un televisor encendido en un canal de música, entre otras cosas. Pero él prefiere estar afuera, bajo la sombra de un árbol, tomando tereré con su señora, porque adentro el cielo más próximo es de chapa y el calor, sencillamente, no se aguanta.

“Una vez, un doctor brasileño me recomendó tomar siete litros de agua porque eso fortalece a nuestro cuerpo y nos protege del Sol”, comenta Modesto en voz alta. Así –fuerte– habla cada vez que cuenta una historia o sabe mucho sobre un tema. Es como un profesor en su primer día de clases, se entusiasma. “Modesto se secó todo por dentro”, bromea Sonia, quien está a su lado tejiendo una cesta.

El agua que beben y con la que lavan los platos, la ropa y se asean, es del río. Como viven a 300 metros de la ribera, la traen cada dos días y la estacionan en contenedores grandes de color azul, similares a los que funcionan como basureros en las escuelas asuncenas. La limpian con un polvo blanco que parece sal gruesa. Es cloro. Lo llaman “remedio” porque es como medicina para la suciedad. La arena queda al fondo del recipiente y lo que se ve arriba es apto para el consumo.

El río es su fuente de vida. Por la mañana las mujeres cargan agua en baldes para el consumo familiar. Y por la tarde bajan hasta la orilla para lavar la ropa, mientras sus hijos se dan un chapuzón.

“En Puerto Diana no hay ni una sola planta de tratamiento, todos los sistemas que hay son de agua cruda, por eso los indígenas la tratan de forma casera. Las familias compran ese polvo, porque ni SENASA ni el Ministerio de Salud entregan a las comunidades. El año pasado, los líderes solicitaron que se instalen más tanques, porque los que están no abastecen a todas las viviendas, por eso van y recargan del río”, asegura Pablo Barboza, asistente social de las comisiones de agua de las comunidades indígenas.

Y añade: “SENASA (Servicio Nacional de Saneamiento Ambiental) construye el sistema, y las comisiones de agua de las comunidades se encargan de que esta funcione. El objetivo principal de la institución es que estos sistemas sean autosustentables”.

Las familias que viven frente a este recurso hídrico sí la juntan diariamente. A partir de las 8:00, las mujeres desfilan con sus baldes cargados de agua en la cabeza. Hacen viajes cortos hasta una de sus mayores fuentes de vida.

Por la costa del río se observan a hombres y mujeres remando en canoas, buscando alguna piraña amarrada por la arena. La sequía las empuja hacia la orilla. No hay horario para la pesca, ya que es una de las actividades económicas de los yshir ybytoso. De madrugada se escuchan los pasos de los pescadores que intentan capturar a sus presas para la venta o el autoconsumo. Las mujeres lo hacen más bien por lo segundo. Y los niños aprovechan las últimas horas de luz para imitar la costumbre de sus padres, pero con una rama como liña.

Modesto también es pescador. Va hasta el río Negro, cerca de la comunidad yshir de Puerto Caballo, que queda a 40 kilómetros de Bahía Negra. Algunas veces lo acompaña Moncho, otras Chino, dos de sus hijos. El viaje en canoa hasta este punto dura lo que un vuelo Asunción-Perú: 5 horas. Solo que las turbulencias y los casi 4.000 kilómetros de nubes son reemplazados por una flora diversa y la posibilidad de conocer nutrias, yacarés y muchas especies de aves.

Cuando no viaja por agua, a lo Sebastián Gaboto, lo hace por tierra con su moto. Pero no le sale barato porque en Bahía Negra un litro de nafta cuesta G. 10.000. Por eso quiere colgar las botas y dedicarse de lleno a la artesanía. Porque invierte lo que no tiene y no siempre vuelve contento. “Si traés y vendés muchos pescados, estás tranquilo una semana, pero eso no pasa siempre. Y así, ¿cómo le alimentás a tu familia? Tampoco podemos depender de las changas porque te contratan y después te dicen que te van a pagar más adelante”, confiesa.

En Puerto Diana hay 99 viviendas con un promedio de 5,9 habitantes en cada una, según El Atlas de las Comunidades Indígenas en el Paraguay (2012), de la Dirección General de Estadística, Encuestas y Censos. El líder de Puerto Diana, Roberto Franco García, confirma que a la fecha son 280 familias. Todos reclaman la falta de trabajo porque cuando no acceden a empleos temporales, la naturaleza es la única que provee. Una vez que empieza la veda, los yshir ingresan al monte para extraer miel. “Desde jóvenes se les enseña a los hombres a conocer el monte para que no se pierdan”, relata.

Otro conocimiento que perdura en el tiempo es el de la artesanía. Es un legado que se transmite de generación en generación. Sonia, por ejemplo, aprendió de su mamá y esta de su abuela Marcelina. Sonia, a su vez, le enseña a sus nietas más grandes porque las más chicas solo tienen ojos para subir a los árboles o jugar con pelotas y ramas olvidadas. Modesto, en cambio, es autodidacta.

El 7,6% de los yshir de Puerto Diana se dedica a la artesanía, según el III Censo Nacional de Población y Viviendas para Pueblos Indígenas. Para los chamacoco es una salida laboral, pero como no hay demanda en Bahía Negra –por la situación económica– y Asunción está lejos, navegan hasta Puerto Murtinho, ciudad de Matto Grosso do Sul, para cambiar artesanías por alimentos (arroz, fideo, etc.).

Todo es un desafío: desde la búsqueda de los materiales en los bosques hasta la venta. En Puerto Diana no hay palmares. Las artesanas tienen que buscar sus hojas en Puerto Pollo o Karcha Bahlut y eso siempre implica distancias de más de 20 o 30 kilómetros. Territorios como Puerto Ramos, considerados ancestrales por los yshir, están en manos de un terrateniente turco, a quien se refieren como “el malo” porque les prohíbe la entrada al lugar.

La propiedad que reclaman tiene 8.500 hectáreas, la cual está inscripta a nombre de una empresa ganadera llamada Paraverde S.R.L., según la documentación que posee el Indi (Instituto Paraguayo del Indígena). El documento señala, además, que “esta es la única parte del territorio ancestral que corta la unificación de las 55.000 hectáreas pertenecientes a las comunidades de Puerto Diana, Puerto Pollo, Karcha Bahlut y Puerto Esperanza”. “¿Por qué el Estado no compró esas tierras para dar a los indígenas?”, cuestiona Modesto.

La madera que usa Modesto para sus artesanías es de un árbol llamado sará. La consigue en la costa del Pantanal paraguayo.
La pesca es una de sus actividades económicas. Cuando empieza la veda y no hay changas, las redes de captura son reemplazadas por machetes: extraen miel en el monte para la venta.

Su vecino, don Martínez, vivió su infancia en Puerto Ramos. Tiene 80 años y una memoria que no lo traiciona. “En Puerto Ramos estaban nuestros ancestros. Hay un riacho que se llama Eshma (‘abundancia de alimentos’ en ybytoso), donde antes podíamos pescar y bañarnos. Ahora no podemos hacer eso”, lamenta.

La pérdida o desaparición de sus bosques representa un perjuicio para su cultura. Por eso, en las clases, los maestros y ancianos de la comunidad cuentan a los niños las leyendas en torno a sus tierras. “Siempre les digo que para nosotros el monte es como nuestro supermercado porque cuando el indígena no tiene para comer, entra al bosque y trae el alimento para su familia. Los que no pertenecen a estos territorios quieren echar los árboles, criar ganados y cargar sus bolsillos. Nosotros luchamos por recuperar nuestros bosques para que el día de mañana esto no sea un cementerio de plantas y animales”, reflexiona Benigno Giménez, director del pueblo y profesor en la escuela Ramón Enrique Martino.

Los maestros de la escuela trabajan en conjunto con los ancianos de la comunidad para que los relatos en torno a los bosques no se pierdan con el tiempo.

El incendio forestal que arrasó con algunas hectáreas del Pantanal paraguayo, en agosto pasado, también causó daños en las comunidades indígenas. Los yshir recuerdan que el cielo era negro y el humo asfixiante, por lo que tuvieron que encerrarse puertas adentro para evitar que los niños se enfermen. “A mí me molesta cuando la gente echa de balde los árboles. No sabemos quién quema, solo Dios puede saber eso”, comenta Modesto, quien encuentra en esta ecorregión la materia prima para su artesanía.

“Yo no puedo sacar 10 maderas porque o sino más adelante me quedo sin trabajo. Nosotros sabemos cuidar nuestros recursos”, añade.

Actualmente, el proyecto de la Federación por la Autodeterminación de los Pueblos Indígenas (FAPI) y de la Unión de Comunidades Indígenas de la Nación Yshir (UCINY) es un paso adelante en cuanto a la consolidación de sus derechos territoriales y conservación de sus funciones ecológicas y valores culturales. El plan forma parte del Programa de Pequeñas Donaciones (PPD), implementado por el PNUD en el marco de la Iniciativa Global de Apoyo a los TICCA (Territorios y Áreas Conservadas por Pueblos Indígenas y Comunidades Locales).

“Se trata de un plan de demarcación –a través de mojones georreferenciados– para las comunidades de Karcha Bahlut, Puerto Esperanza y Puerto Diana. Con esto se logra el aseguramiento y regularización de las tierras indígenas tituladas, que además son áreas de transición y amortiguamiento para la Reserva de la Biosfera del Chaco paraguayo”, explica Tania Godoy, técnica de proyectos de la FAPI.

Los chamacoco ingresan al monte para buscar leña, las ramas caídas con las que podrán hacer el fuego para la comida.

EL ÁRBOL GENEALÓGICO

Sonia está lijando una porción de guembepí, la planta de hojas duras que forma las flores de sus canastos. Un extremo lo sostiene su nieta, el otro, ella. “Tres meses hay que poner en agua para que se ablande”, explica sobre el tiempo que le lleva hacer una artesanía. Su otro material, el karanda’y, reposa bajo el sol durante cinco días antes de convertirse en un centro de mesa.

A su lado está Modesto afilando el cuchillo con el que perfeccionará el molde de dos garzas mirando en sentido contrario. Los detalles en pintura los hace con hierro caliente, por lo que debe aventurarse por el monte y buscar leña para hacer el fuego. A veces, Moncho –a quien también lo llaman “Tom y Jerry” porque de niño era el más cabezudo– lo ayuda. Y cuando se anima, produce las figuras más chiquitas.

En la casa, además de Modesto y Sonia, viven sus nietas y algunos de sus hijos. Tuvieron diez criaturas, pero dos murieron. No cuentan el porqué. Ahora son ocho: Damián, Guillermina, Chino, Natalia, Aida, Zebedeo, Moncho y María. No todos están en Puerto Diana. Una se casó con un yshir de Fuerte Olimpo, otra estudia en Asunción y el resto vive en la comunidad.

Cuando empiezan a contar cuántos nietos tienen se muestran confusos. Pero Chino, de 23 años, desde el comedor corta el ida y vuelta para decir: “18 son”. Él incluyó a los hijos de los otros dos hijos que tuvo su papá antes de enamorarse de su mamá. Sonia y Modesto se conocieron en Puerto Esperanza, cuando él era cazador y ella residía en esta comunidad con su madre, Perla Ortiz. “Mi papá murió cuando era joven”, recuerda Sonia.

Se mudaron a Karcha Bahlut, donde criaron a sus hijos. Modesto es descendiente de un paraguayo y una yshir. No habla mucho de su padre porque lo conoció recién a los 22 años. Tampoco de su madre. Solo dice que ella se fue a vivir con otro hombre. Su crianza desde los 9 años estuvo a cargo de su abuelo Jorge. “Llevo el apellido Martínez por él”, confiesa.

Modesto fue líder en Karcha Bahlut, conocida también como 14 de Mayo. Una comunidad –ubicada a 40 kilómetros de Puerto Diana– compuesta por 30 familias que viven alejadas de los servicios básicos. Aun así, este todavía es uno de los pocos lugares donde las artesanas encuentran hojas del karanda’y.

“Parecemos pobres, pero somos ricos”, resume Nancy Vierci, la actual lideresa de la comunidad y la primera mujer en asumir este cargo, sobre los contrastes de su realidad. “Sobrevivimos gracias a la naturaleza, pero así también tenemos que gastar G. 50.000 para alquilar una moto y traer hielo de Bahía Negra”, señala.

En Karcha Bahlut, así como en Puerto Diana, las casas están hechas de troncos de karanda'y, planta que utilizan las artesanas para sus bolsos y canantas. En esta comunidad la siembran, ya que su escasez amenaza el futuro de la actividad.
Sonia le llama a su prima política de Karcha Bahlut para que le junte las hojas de karanda'y que utilizará en sus artesanías.

A 300 metros de la entrada a la comunidad, la arquitectura del Museo Verde llama la atención. Una escalera de madera es el punto de partida para conocer este sitio que rinde homenaje a la memoria indígena. Hay lanzas, arte plumario y ornamentación yshir. El administrador es el tío de Sonia, Bruno Barras, uno de los cuatro adultos mayores que quedan en el pueblo.

La muerte reciente de su chamán, Beneto Vera, los muestra tristes, ya que era el doctor que curaba todo tipo de enfermedades. En Puerto Diana hay un chamán que trata dolencias, pero no tiene la misma jerarquía: es enfermero. Se llama Celestino. “Soñé con Jesucristo, él me dijo: ‘Andá curá a la gente’”, recuerda y señala un objeto alargado con plumas en las puntas. “Con ese aparato veo qué enfermedad es. Si no se ensucia, la persona no tiene ningún problema de salud”, explica.

Los chamanes son los cantantes del pueblo. Y su canto nunca es igual. En ellos todavía permanecen intactas las creencias, las costumbres y los relatos ancestrales. No todos los ancianos son chamanes, pero todo rostro con arrugas es un fiel defensor de la historia de sus antepasados.

Los ancianos de la comunidad son defensores de los conocimientos ancestrales. Las historias y las costumbres indígenas son transmitidas en el seno de la familia, de generación en generación.
Celestino y su esposa son chamanes de Puerto Diana. Él tiene el don de curar enfermedades con su canto.

DESDE LA RAÍZ

El Sol se esconde y Puerto Diana toma otro color: el de los focos alumbrando los espacios compartidos por las familias. La oscuridad obliga a encender las linternas del celular para saber dónde pisar y evitar un choque con algún chancho que esté volviendo junto a su dueño luego de una larga comilona por el pueblo.

En la comunidad, el suelo es arena negra que soporta un solo tipo de tráfico: el de las vacas en fila. Aunque tampoco se libra de la pasarela de los políticos en época de elecciones. “El intendente me prometió un proyecto para los artesanos. Ahora pasa por acá y ni me conoce, pero cuando necesitó votos se acercó. A mí me duele que nos mientan”, opina.

El intendente de Bahía Negra, Joao Roberto Ferreira, explica que el proyecto a futuro consiste en hacer museos – como el que tiene Karcha Bahlut - en todas las comunidades indígenas para que expongan y vendan las artesanías a los turistas. Sin embargo, no menciona fechas concretas de realización. “Por ahora, estamos mejorando los caminos para que ellos puedan acercar sus mercaderías en moto, ya que por vía fluvial les sale tres veces más caro”, comenta.

En época de elecciones, los políticos prometen proyectos para mejorar la venta de las artesanías, que a la larga no se cumplen. Las familias indígenas buscan la forma de llevar el pan a la mesa.

Modesto es el concepto que transmite su nombre. Por eso valora a quien es así con él. “Hay personas que todavía nos discriminan y nos dicen ‘indios’. A mí me gusta hablar con gente que le quiere a los pueblos originarios, que nos ven a nosotros como sus iguales. Eso me da salud”, sostiene.

Desde el cielo, en el vuelo de regreso a casa, Bahía Negra es el rompecabezas de una avenida hecha de agua y una vecindad de árboles que intentan sobrevivir a la sequía y el fuego. El corazón verde que queda es el hogar donde los yshir desean vivir para siempre.

En temporadas de lluvia, el barco Aquidabán es la única opción para llegar a las comunidades indígenas de Bahía Negra. Los negocios del pueblo dependen de este viaje para recibir mercadería nueva.

Esta publicación concursa para el Premio Pablo Medina de periodismo ambiental, organizado por el Foro de Periodistas Paraguayos (FOPEP) y el Instituto de Derecho y Economía Ambiental (IDEA), que está auspiciado por el Proyecto Pantanal-Chaco (PaCHa).

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