• Por Ricardo Rivas, periodista

Mis ojos se agotaron de mirar una y otra vez ese pequeño grupo escultórico de mármol blanco en el que un temible león devora a un hombre que inútilmente procura zafar de sus garras en el jardín del Palacio Díaz Vélez. Espanta saber que un artista plasmó sobre la piedra el instante más dramático de una trágica historia real que sucedió, cuando finalizaba el siglo 19, en la que ahora se conoce como la Casa de los Leones.

Caminar la avenida Montes de Oca, en la zona Sur de Buenos Aires, remite al pasado. Un par de bares tradicionales, El Progreso y La Flor de Barracas, es posta inevitable para la evocación. Hasta ellos, el caminante no debería jamás llegar a las corridas, ni jadeante ni agotado. Ninguna de esas tres condiciones le permitiría percibir con claridad los sístoles y diástoles del corazón de un barrio en cuyas acequias, hasta no hace mucho, corrían aguas ensangrentadas.

Mi amigo Chago Novoa, profundo conocedor de la historia barrial, sentado a una de las mesas del Progreso, en la esquina donde la histórica arteria corta la calle California, me invitó para acompañarlo. El campanario de la Iglesia de Santa Felicitas marcó el fin de la misa de las 19:00. Ordené dos ron Ámbar Diplomático Reserva. “No puedo borrar de mis ojos la imagen del león que devoraba a su presa humana”, dije durante la breve espera. “No es para menos”, replicó el Chago, quien levantó su copa y apuró un trago profundo.

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“Eustoquio Díaz Vélez, dueño de tres leones, era un hombre de fortuna. Terrateniente poderoso, sus campos, en la pampa chata y próspera, solo los limitaba el Atlántico Sur, algún medanal movedizo y el alcance de la mirada”, contextualizó Novoa que avanzó con el relato. Recordó que la ciudad bonaerense de Necochea –521 km al Sudeste de la capital argentina y 1.256 al sur de Asunción– se fundó luego que donara parte de una de sus estancias sin que por ello se viera afectado su patrimonio.

Díaz Vélez, en 1880, compró aquella imponente residencia de estilo francés sobre la “calle larga”, distante a pocas cuadras de donde, poco tiempo antes, muriera trágicamente Felicitas Guerrero, “otra historia espeluznante que en otro encuentro te contaré”, anunció el amigo.

Aquel millonario de caprichosos gustos excéntricos con intensa actividad social, casado con Josefa Cano Díaz Vélez, hija de su hermana Carmen, para proteger su propiedad de eventuales ladrones trajo desde África tres leones que, cada noche, liberados de las jaulas subterráneas debajo de la mansión que los contenían, recorrían los jardines incansablemente.

Cierto día Josefa comentó a su esposo que la hija estaba enamorada del hijo de un estanciero notable. Eustoquio se alegró. Inmediatamente comenzó a organizar la fiesta de compromiso personalmente. Con felicidad confeccionó la lista de invitados. No faltaba nadie del Buenos Aires de entonces. Tampoco los capataces ni los peones de todas sus estancias.

La gala tan esperada llegó. Eustoquio y Josefa, en las puertas de la mansión, recibieron a cada invitada e invitado. Una orquesta amenizaba la tertulia de los comensales distribuidos en el imponente parque. Nada había quedado librado al azar. Sin embargo, una de las jaulas mal cerrada dejó en libertad a uno de los leones que comenzó su recorrida nocturna. Nadie lo notó.

El novio tomó la palabra. Con la anuencia del dueño de casa invitó a la novia para que se acercara y, frente de todas y todos, formalizó el compromiso público con sus dichos. Entregó a su amada un anillo formidable. Un aplauso atronador con ovación tapó el rugido del león que se abalanzó sobre el joven enamorado. Fauces y garras. Gritos y espanto. Llantos y un certero escopetazo. El animal se derrumbó. El joven expiró. El dueño de casa con su arma humeante se acercó. Cayó de rodillas ante su hija. Sollozando la joven maldijo a su padre. Poco tiempo después se suicidó.

Don Eustoquio enloqueció. Personalmente ultimó a las dos fieras que aún conservaba. Extrañamente, los inmortalizó con enormes esculturas que erigió en la Casa de los Leones. Una de ellas reproduce el instante mismo de aquella tragedia.

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