Por Bea Bosio, beabosio@aol.com

Era el último día de febrero del año 59, cuando anclaron en el Puerto de La Habana. Marita estaba en cubierta, mientras su padre –el capitán del barco– dormía una siesta. A lo lejos, vio cómo empezaba a acercarse una lancha. Estaba llena de hombres, todos con la misma barba. El más alto de todos portaba un fusil en los hombros, y Marita asustada, reaccionó en su alemán natal, preguntando qué pasaba.

–Quiero subir a bordo- le dijo el hombre del arma.

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–¿Y usted quién es?- preguntó Marita con un aire de desafío en la mirada.

Él la miró de arriba abajo con lujuria.

–¿Yo? Yo soy Cuba- dijo, y se echó a reír, y Marita sintió un cosquilleo en el alma. Era el mismísimo comandante Fidel Castro que hacía dos meses había tomado el mando total de la patria. Y aunque los dejó subir, en seguida se escabulló a su camarote para arreglarse mejor. Tenía 19 años, y había sentido un flechazo en el corazón. Un tiempo más tarde, un miembro de la tripulación golpeó la puerta del cuarto. Con él estaba Fidel, fumando un habano. Marita sonrió cuando lo vio, y el comandante se adelantó dos pasos.

–¿Tienes un cenicero?- preguntó sonriéndole a los ojos.

Había cerrado la puerta tras suyo, y a los dos segundos la estaba besando. Marita perdió el juicio y la virginidad aquella tarde, y se enamoró hasta los huesos. (Y aunque esa noche zarpó su barco, Fidel no elevó las anclas de aquél recuerdo, la localizó en New York, y la hizo volver a su lado.) Y fue un amor de aquellos. Vivieron juntos siete meses, hasta que ella salió de Cuba con el corazón destrozado. Había perdido un hijo de aquella tórrida historia, y Fidel no la había apoyado. Entonces lo odió para siempre –o al menos creyó odiarlo– y la próxima vez que se vieron, fue cuando Marita regresó a La Habana, esta vez dispuesta a matarlo.

Por aventurera o por despecho, en Estados Unidos se había vuelto espía, y sabiendo de sus encantos, la mandaron a La Habana a los brazos del comandante, para echarle dos píldoras mortíferas en el trago. Marita tomó el vuelo bien resuelta, pero un mal presagio fue el golpe de nostalgia que sintió en el corazón cuando estaba aterrizando.

Lo primero que oyó de Fidel fue un reproche:

–¿Es cierto que andas por Miami con los contrarrevolucionarios?- Marita asintió sin mirarlo. Fidel se tendió en la cama y le dio una larga pitada a su cigarro.

–¿Viniste para matarme?- preguntó de pronto. Marita lo miró a los ojos. Fidel se echó a reír de aquella idea y le entregó la pistola que estaba cargando.

–Aprieta el gatillo, entonces.- la provocó con desenfado (sabía bien de sobra que aquel cuento no había terminado.)

Marita lo miró con rabia y Fidel la apretó en sus brazos. Y la matanza fue a los besos, disipando todo atisbo de odio y resentimiento entre ambos. La amante-espía salió de Cuba esa misma tarde. La misión había fallado.

(Porque si alguien moría en esta historia, era ella, que moría de amor con aquel revolucionario.)

Marita falleció en Alemania hace un par de semanas, a los 80 años luego de una vida legendaria. La llamaban la Mata Hari del Caribe, y fuera de aquel intento fallido de asesinato, su foja de espía y sus misiones en tiempos de la Guerra Fría fueron de un desempeño impecable. Dejó un libro titulado: Mi Querido Fidel, mi vida, mi amor, mi traición y su extraordinaria vida está siendo llevada al cine, interpretada por Jennifer Lawrence. Los dos momentos relatados en esta crónica son reales, basados en sus propias declaraciones.

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