Por Ricardo Rivas, periodista
En 1971, el periodista y escritor uruguayo – rioplatense– Eduardo Galeano, en un cuento maravilloso incluido en “Las venas abiertas de América Latina”, cuenta que cuando Diego, de corta edad, vio por primera vez el mar, le dijo a su padre: “¡Ayúdame a mirar!”. El pequeño había nacido en Tacuarembó, 395 kilómetros al norte de Montevideo; unos 1.070 kilómetros al sur de Asunción; y unos 977 kilómetros al sudeste de Mar del Plata, lugar preciso hasta donde me lleva el recuerdo y donde encalló para siempre, partido en mil pedazos, el Marcelina de Ciriza –el “barco fantasma”–, un orgulloso pesquero botado un 29 de enero de 1960, en Barakaldo, España, cercano a la ría de Bilbao. Envejecido, deteriorado, con Tuke, un flaquísimo perro negro y marrón, de cola truncada, como único tripulante, cortó amarras y se lanzó a lidiar con un mar embravecido por última vez. Solo don Manuel, el “Viejo de los Perros”, que vivía entre los pilotes de un edificio costero enclavado en Playa Grande, una zona elegante marplatense y cuidaba de una treintena de pichichos callejeros, pese al ensordecedor aullido del viento, supo aquella noche, por sus ladridos, que el can dejó atrás la playa para embarcarse.
UNA NOCHE DE TORMENTA
El Atlántico es un océano muy particular. Varios mares en los que, a su vez, desaguan miles de ríos –como el Kadagua convergen sobre sus aguas no pocas veces agitadas. Separan a Barakaldo de Mar del Plata unas 19.600 millas náuticas hacia el sudoeste.
El 19 de junio de 1991, un clima impiadoso, con vientos huracanados, azota la costa marplatense. Se ordenó el cierre del puerto y de la estación aérea. A la población se le sugirió no salir a la calle de no ser imprescindible. Con el inicio del nuevo día, en la medianoche, Eolo sopló con fuerza máxima. Por momentos, desde el sur y aunque rápidamente cambiaban para castigar la costa desde el este. Los vecinos, detrás de sus ventanas, se esforzaban por ver un mar invisible. Sin embargo, entre tanta negritud, algunas luces débiles surfeaban olas de más de 9 metros. No faltaron quienes se comunicaron con las radios y los canales de TV para reportar que “desde un barco en el mar, pero muy cerca de la costa, hacen señas de auxilio con las luces”. ¿Fantasía, imaginación? Las autoridades portuarias lanzaron un alerta. No hicieron, no pudieron, no supieron o no quisieron hacer mucho más. Algún prefecto me explicó que “con mar gruesa es muy peligroso salir del puerto y mantener el rumbo por el canal sin destrozar la nave”. La curiosidad profesional suele incomodar. “¿Y ese pesquero cómo logró salir?”, pregunté. La respuesta fue una silenciosa mueca de disgusto. “¿Nadie lo vio partir, prepararse para navegar…?”, insistí. La espalda color arena del abrigo naval categorizó como última palabra. El silencio también comunica. A veces, dice todo o casi todo.
LOS FANTASMAS DEL MARCELINA
Bajo una lluvia torrencial me acerqué a Playa Grande –el hábitat del “hombre de los perros”– en busca de Don Manuel. “¿Tuque está solo a bordo, no pudo saltar?”, pregunté. No lo percibí nervioso ni preocupado. Contestó con una pregunta: “¿Solo? No. Lo acompañan los fantasmas que viven en el Marcelina desde siempre. Son ellos los que gritan, ríen y dan órdenes a marineros y pescadores que alguna vez lo navegaron en el Cantábrico o más allá cuando era un gran barco. Tuque mañana va estar acá, conmigo. Nada bien y tiene aguante”.
La última noche del otoño finalizó. El Marcelina de Ciriza, a un centenar de metros de la costa, donde muere en el mar la Avenida Constitución, a unas 5 millas náuticas del puerto del que fugó, encalló. El mar lo golpeaba incansable. Cincuenta curiosos miraban con asombro. En Playa Grande. Don Manuel, abrigaba con su cuerpo a Tuque. Años más tarde, en Bilbao, quise conocer Astilleros Del Kadagua, la cuna del Marcelina que ya no se ve desde la costa ni siquiera con las bajamares. Con triste asombro comprobé que allí, en el barrio de Burceña, cerca de la ría, solo se mantiene en pie un edificio ruinoso. Todo ha naufragado.