Por Micaela Cattáneo, micaela.cattaneo@gruponacion.com.py - Fotos:Nadia Monges

Con 60 años de edad y 25 años de aporte, un paraguayo puede jubilarse. Pero muchos de los que alcanzan este período permanecen en sus empleos por algún motivo. Una ex enfermera de Clínicas y una docente de una escuela primaria explican por qué no eligen quedarse en sus casas.

Cuando mi abuelo vivía, recuerdo los días en que iba a cobrar su jubilación. A veces iba acompañado de uno de sus hijos, otras veces solo. Pero iba siempre. Era una de las pocas actividades -también ir a la despensa para comprar cigarrillos- que lo motivaban a salir de su habitación. Y no es que cobraba mucho, pero el dinero que percibía le servía para que nunca le falte su docena de bananas y alguna que otra atención médica.

Todos, de alguna forma, conocemos historias de jubilados. Porque convivimos con ellos casi todo el tiempo. Jubilado es el abuelo que vende lo que ya no usa, el compañero más antiguo de la empresa, el señor que atiende en el restaurante, la señora que corta el cabello en la peluquería, la tía que tiene su despensa en la esquina, el guardia que te recibe en el edificio, etc.

Es gente que sigue trabajando después de cumplir sus años de aporte porque la realidad socioeconómica del país no le permite disfrutar plenamente de su tercera edad, o también hay casos en los que todavía se sienten con ganas de seguir trabajando. Este sector de la sociedad –que corresponde al 22% de la población urbana y al 4% de la rural (según el último censo de la DGEEC)– tiene sus motivos para continuar en un puesto laboral. En este texto, la enfermera Blanca Rodríguez y la docente Honorina Mieres revelan los suyos.

LA LUCHA POR LA SALUD

A Blanca Rodríguez no le gusta que la llamen “licenciada”, pero sí por su apodo “Blanquita”. Su nombre, para quien la conoce por primera vez, podría ser una pista accidental sobre su profesión: es enfermera. Sin embargo, hay otros elementos en ella que permiten descubrirlo. Viste un uniforme blanco y lleva un estetoscopio en el cuello. Y sonríe, y su sonrisa es pura paz, la de alguien que está acostumbrada a tratar con enfermos.

Blanca tiene 57 años, 38 de los cuales pasó en Clínicas, el “Hospital de pobres”. La edad no es una pregunta que la incomoda, porque responde: “estoy satisfecha de todo lo que hice”. Estaba a un mes de cumplir 18 años cuando ingresó al sanatorio como auxiliar de enfermería clínica. Era principios de los 80 y a la dictadura de Stroessner le faltaba un par de años para completar sus tres décadas en el poder.

De este lugar, recuerda muchas cosas: que no había presupuesto para medicamentos e insumos, que el gobierno de turno no proveía jeringas descartables, que usaban guantes hasta que estos se rompían, que atendía más pacientes de los que podía, que apenas tenía dos días libres al mes, que trabajaba muchas horas y descansaba poco y que el salario no era justo.

“Cuando ingresé a Clínicas, las auxiliares ganábamos G. 3.000. Recién en el año 88 empezamos a ganar un sueldo relativamente digno. La mejora salarial fue nuestro mayor logro, porque la dictadura estaba instalada en el hospital, había una cultura de hegemonía médica. Uno se cansa de trabajar como enfermera porque no hay reconocimiento”, analiza.

Blanca se jubiló en setiembre del año pasado pero continúa trabajando, ayudando a pacientes que tocan la puerta de su casa y enseñando Enfermería y Obstetricia en la Universidad Nacional de Asunción. “Podía haber esperado más tiempo para jubilarme, pero hay jóvenes que quieren entrar al sistema de salud y que pueden aportar –ahora– mucho más que yo”, cuenta.

Hace más de 10 años que está en las aulas como docente y no renuncia a estas porque su amor por la enseñanza es tan grande como su espíritu de servicio en enfermería. Sin embargo, la cuestión económica también se hace presente cuando explica por qué sigue y sigue. “Me jubilé con un salario menor en comparación con el de otras compañeras, porque tuve una persecución laboral, entonces me sacaron gran parte de mi aporte. Mi sueldo como maestra cubre parte de ese faltante”, declara.

Blanca es verborrágica. De una palabra hace una historia, y otra y otra, y así hasta que tiene que hablar de ella. Y por un momento su elocuencia parece tomar un respiro, pero de inmediato vuelve al ruedo: “Cuando me preguntan cuál es mi hobbie, me da vergüenza porque no tengo uno. Me gusta caminar, ir al cine o al teatro, pero no quiero ir sola. Después de 38 años activa es difícil quedarse en casa”.

Blanca también es vicepresidenta de la Asociación Paraguaya de Enfermería y es este el cargo que la mantiene ocupada en su casa. “Me aburro rápido, entonces hago cosas en la computadora para el gremio: escribo las notas, envío correos, etc. Siempre fui rebelde y esa rebeldía me trajo muchos aprendizajes”, reflexiona.

Cuando habla lo hace convencida de lo que dice. Y eso lo trae de la niñez, porque estaba segura de quién quería ser. Mientras su mamá le repetía que debía ser maestra porque en el hospital iba a sufrir, ella seguía jugando a curar las heridas de sus hermanos con el “remedio colorado” (mercuro cromo). El juego se volvió realidad y esta un rompecabezas con muchas piezas sueltas.

“Ya no queremos escuchar que la enfermería es una vocación de mujeres, porque es un trabajo que debe ser valorizado. Queremos mejores salarios, las mismas horas de sueño y los mismos derechos. Hoy el 20% de las enfermeras está de baja porque contrajo influenza o dengue. Nosotras, las jubiladas, podemos hacer muchas cosas: ir a ayudar en hogares de ancianos o de niños, pero necesitamos políticas públicas, porque por parte del Estado no hay nada sistematizado”, concluye.

LA CÁTEDRA DE LA MAESTRA

Honorina Mieres está hablando sobre los abuelos que sobrevivieron a la Guerra del Chaco. Y su auditorio la escucha. Son niños y niñas de entre 6 y 10 años los que la miran fijo a ella y a los suplementos escolares y escarapelas que están pegados en la tela blanca que se alza detrás. Pregunta algo y el coro responde. Invita a cantar una canción por la Paz del Chaco y el coro se levanta y canta. Todo lo que dice es una enseñanza. Todo lo que hizo desde que ejerce la docencia, también.

“Oni” (así quiere que la llamemos) tiene 67 años. Su primera clase fue en el 71, en el aula de preescolar de la Escuela Brasil. Enseñó ahí durante 8 años, entre canciones infantiles y fragancias a jugo y galletitas. En este capítulo de su vida, la educación siempre fue prioridad, más allá del lugar que le tocaba ocupar. Porque también fue directora del colegio y, como tal, capitaneó el barco hasta llegar a un puerto seguro: la jubilación.

Sin embargo, ese puerto se convirtió en una oportunidad para volver a zarpar, para hacer un nuevo viaje dentro de la docencia. Esta vez, con su familia como tripulación. “Un grupo de vecinos de la villa IPVU (Fernando de la Mora), donde todos éramos pobladores jóvenes –recién casados y con hijos chicos– me pidió que abra un colegio por la tarde para que nuestros hijos puedan jugar”, cuenta sobre cómo creó su propia escuela, Rayito de Luz.

Rayito de Luz funcionaba en su casa. En ese entonces había solo nivel inicial, jardín y preescolar. Hoy el que era su jardín es el lugar de juegos para los niños, la escenografía para el recreo, el punto de encuentro entre maestros y alumnos. Y hoy Rayito de Luz tiene alumnos de primer, segundo y tercer grados, también de cuarto, quinto y sexto grados. Y hoy, además, está iluminada con otro nombre: Escuela Privada San Gerardo.

“Se llama así porque siempre quise un hijo varón y decía que si tenía uno, lo iba a llamar así. No vino el hijo varón, pero sí el colegio”, explica.

Honorina nos contaba todo esto con su nieto de oyente, quien estaba en la computadora de al lado haciendo de secretario de su abuela. Otra oyente fue una de sus tres hijas, la que es directora del colegio, quien aprovechó para contar que a su madre ni los años de aporte la detuvieron. “Ese año que se jubiló nos entregó la llave del colegio a las hijas, en un festival de clausura que hacemos en el Teatro Municipal de Fernando de la Mora. Pero no se retiró y hasta ahora jamás faltó al colegio”, revela.

22 años pasaron desde entonces y –como lo adelantaba su hija– continúa. “Siento la necesidad de hacer un aporte. Siempre les digo a mis hijas que quiero vivir muchos años para seguir dando todo lo que sé”, declara Honorina. La escuela es un emprendimiento familiar, por eso los nombra a todos en la conversación. San Gerardo es su casa. Y esta frase no es solo una metáfora, porque ella vive al fondo de este gran sueño.

“No sé estar quieta”, confiesa Honorina, sentada detrás del escritorio de la dirección del colegio. Porque hasta cuando está en una silla, respondiendo preguntas sobre sí misma, es productiva. “Cuando tengo tiempo libre, me dicen que descanse. Pero no puedo. Amo mi profesión, para mí es un apostolado”, agrega.

Cuando no está frente a una pizarra enseñando matemáticas, ciencias naturales o historia, está trabajando con su comisión vecinal –ocupándose de mejorar los espacios públicos de su barrio– o participando activamente de los abueclubes de su ciudad, donde comparte actividades varias (clases de danza, etc.) con abuelos y abuelas, una vez por semana. “En este grupo me enseñaron a hacer productos de limpieza, así puedo venderlos y tener también mi propia entrada. Lo hago como un hobbie”, aclara.

Su don para enseñar es un estilo de vida; su sombra, porque la persigue a donde vaya. Actualmente pertenece a la Comisión de Conducta de la Asociación Central de Empleados Públicos y Docentes Jubilados del Paraguay. “Siempre quiero corregir. No sabés cómo me matan los errores ortográficos que leo en Facebook”, comenta.

La asociación trabaja para que las docentes jubiladas reciban beneficios como atención odontológica gratuita, créditos en casas comerciales, medicamentos bajo receta médica, etc. “En este momento estamos luchando por la equiparación salarial, es decir cuando hay aumento para los docentes activos, queremos también que suban el sueldo de los docentes jubilados”, señala.

Y cuestiona: “La otra vez un diputado preguntó qué iba a hacer él si le sacaban su salario de 40 millones. Y pienso: hay compañeras docentes que se jubilaron con G. 1.500.000 y no les alcanzan. Y hay muchas que por necesidad siguen trabajando después de cumplir sus años de aporte. Y hay muchas colegas en cama, con artrosis. El docente no sabe hacer otra cosa que enseñar. Yo no sé manejar la computadora, por ejemplo”.

Honorina lleva colgado su anteojo de lectura en el cuello de su uniforme. Es una forma de tenerlo siempre a mano y una señal de que con los años ha adquirido una visión borrosa de las cosas. Pero lo que permanece es su mirada clara ante la vida, ante ese amor por la docencia que heredó de su madre y sus dos abuelas: “No sé cuándo diré ‘basta’ en este trabajo”, concluye. Y las primeras cinco letras de su nombre, ahora, tienen más sentido que nunca.

Más allá de la edad

Cresencio Villalba Rotela viene de Pirayú, tiene 64 años y es el nuevo portero de una casa de electrodomésticos. Germán Villalba es padre de 3 hijos, tiene la misma edad que Cresencio y trabaja en el área de atención al cliente de una empresa de distribución y logística. Ambos consiguieron un puesto de trabajo a través del programa de empleos para personas mayores de 60 años que propone la Dirección de Empleo del Ministerio de Trabajo.

“La persona que empieza a buscar un empleo a los 60 años, muchas veces tiene que ver con una necesidad urgente. En algunos casos es para sentirse activos, pero la mayoría lo hace porque tiene cuentas que pagar y una familia que mantener”, explica el titular de Empleo, Enrique López Arce.

Según López Arce, el programa convocó aproximadamente a cien personas, de las cuales 9 fueron contratadas por empresas que apoyan el ingreso de trabajadores de más de 60 años en sus modelos de negocios. “Entre las empresas que dieron oportunidades están Asunción Express, Electroban, El Pueblo, Paraguay Comunicaciones, entre otras”, cita el director.

Este programa es el resultado de las solicitudes de los adultos mayores que buscaban soluciones a sus problemas económicos. “La gente se acercaba y nos decía: ‘Tengo 60 años, muchas deudas y una familia que mantener, por eso me urge trabajar’. El apoyo de las empresas es fundamental para que nosotros podamos ayudar”, sostiene.

Aunque no todos los que se presentan para el programa son personas que ya cuentan con una jubilación, hay casos que no están ajenos a este derecho. “En una ocasión, tuvimos que ayudar a un señor que trabajaba hace 19 años en un hotel, a quien lo habían desvinculado por renovación del plantel. Tenía 65 años y le faltaba dos años para jubilarse, entonces le conseguimos un puesto en un patio de comidas para que complete su período”, comenta.

López Arce asegura que las empresas contratan a personas mayores de 60 años sin hacer diferencias de ningún tipo, así como lo establece la ley. “El ciudadano quiere eso, que lo contraten porque es productivo para un trabajo, no por solidaridad o compasión. Ellos saben lo que valen y lo difícil que es conseguir un empleo a esa edad, por eso cuidan tres veces más sus puestos de trabajo”, concluye.


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