Por Ricardo Rivas, periodista

El tiroteo duró poco más de cinco horas. Dos agentes fueron gravemente heridos. Un helicóptero policial, que iluminó aquel escenario dantesco y desde donde –suspendidos en el aire– los pilotos dispararon con munición gruesa y gases lacrimógenos contra aquel aguantadero de amor criminal, fue dañado por la infalible puntería de “El Gato” Bonica. Con los primeros rayos del sol, la batalla finalizó. Un centenar y medio de policías impedía el paso de curiosos y obstaculizaba el trabajo del periodismo. Un comisario, que dijo llamarse Miguel Lo Russo, permitió una imagen que todos los medios compartieron. También informó que “se dispararon casi mil tiros”.

Jorgito, cuando desde su Entre Ríos natal llegó a Buenos Aires en 1967 junto con su madre, no era un niño más en procura de una mejor calidad de vida o, por lo menos, de una oportunidad. Algo en su cara decía que el sufrimiento y la tristeza lo acompañaban desde tiempo. La estación Retiro lo impresionó. Miró todo con ojos enormes tomado de la mano de su mamá. Rápidamente descubrió que eran invisibles para la multitud. Esa indiferencia no lo molestó. Faye Dunaway y Warren Beatty –quienes cedieron sus cuerpos para siempre a Bonnie y Clyde, una pareja de bandoleros norteamericanos que sembraron terror y muerte en el Medio Oeste de aquel país– lo atrajeron desde la marquesina de un cine de barrio.

SU PRIMERA VEZ

Su mamá me contó que “El Gato” robó por primera vez a los 8 años. Destrozó la vidriera de una juguetería entrerriana. A los 12, cuando ya vivía aquí, en el barrio de Villa Crespo, robaba con un grupo de menores –algunos mayores que él– a los que lideraba con manitos de hierro. A los 18 años era un veterano. Los robos quedaron atrás. Su primera víctima de asesinato fue un oficial del ejército cuando escapaba de una persecución policial. La siguiente, una jubilada a la que golpeó hasta destrozarla. Desde aquel día lo apodaron “El Gato” hasta su último suspiro porque estando rodeado trepó muros, techos y logró escapar. Se recibió de prófugo. Con Jorge Colazo, apodado Mantequilla, veterano carcelario y aficionado al boxeo, se asociaron para ir por más. Fueron inseparables por algún tiempo.

DEL CONVENTO AL CABARET

“Mantequilla” conoció a Miriam Herrera en el cabaret Pussy Cat. Era la estrella en las oscuras noches ahumadas de los ludópatas, los delincuentes excarcelados y marineros sin barcos. Antes fue novicia dominica en el Convento de Santo Domingo –Defensa y avenida Belgrano–, en San Telmo, casco histórico de esta ciudad. A poco de tomar los hábitos, dejó atrás para siempre la sororidad y la ilusión del cielo. Colazo fue primero su cliente, luego su novio. Así conoció a “El Gato”. Amor a primera vista.

HASTA LA MUERTE

En setiembre del 8,4, Bonica y “Mantequilla” asaltaron la casa de un arquitecto. Acordaron repartir el botín después de la siesta. “El Gato” no pegó un ojo. Los ronquidos de Colazo indicaron que era el momento para maniatarlo. Lo torturó con dureza, lesionó gravemente sus genitales y lo dejó agonizar hasta matarlo con un tiro de 45 en la sien izquierda. Para evitar su identificación, descuartizó a su compinche. Entre fríos adoquines y lodazales perimetrales lo despidió en no menos de cuatro oportunidades sucesivas. El hampa se sacudió. Bonica se quedó sin veredas. Una confidente policial que hacía copas en un dancing de la avenida San Juan al 2500 reveló que Miriam y “El Gato” convivían. Prometió contar más. Una jauría de detectives inició la cacería. La presión sobre la pareja se tornó insoportable. Arrinconado, una noche estacionó un coche robado a pocos metros del domicilio de un jefe de Homicidios. Cuando lo vio llegar, le hizo luces y huyó. Horas después llamó a ese detective para recordarle lo ocurrido y poner en valor su actitud. “Lo pude matar, pero no lo hice”. El policía le agradeció. Bonica, a cambio, solo le pidió que le sacara “los perros de encima. Haré un trabajo grande más y me borro para siempre, jefe”. Tiempo de descuento. La buchona del cabaret de la avenida San Juan cumplió. Media hora más tarde comenzó el final. Miriam fue la primera en caer. “El Gato” resistió hasta quedar sin balas. El jefe Lo Russo encendió un cigarrillo y después de mirar a sus compañeros muertos se largó a caminar por Yrigoyen rodeado de periodistas: “Fue el último pistolero. No habrá otro como él. Se acabó”. No hizo más comentarios.

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