Por Bea Bosio, beabosio@aol.com

Ella usaba flores en el pelo y vendía atrapasueños en la Costanera. Él no creía en la magia, pero creyó en sus caderas y la invitó a su casa. Ella llevó el amuleto, pero ni falta hizo que lo colgaran (porque con tanta caricia suelta, los malos sueños huyeron por la ventana). A él de pronto le invadió la certeza de que los hechizos existían con tanta piel volando entre los pliegos de su almohada, y le pidió –a su manera– que se quedara, pero ella vendía atrapa sueños, no sueños que se quedaran.

De pronto extrañó sus manos, añoró su cuerpo y preso de un delirio onírico despertó sudando –asustado y solo– en la inmensidad de su cama. No había amanecido, y pensó que fue un mal sueño que se infiltró entre los buenos para jugarle una mala pasada.

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“El amuleto no funciona” –resolvió– y lo descolgó de la ventana.

Pero cuando se volvió, encontró una flor entre los pliegos de su almohada, y ya no entendió si aquello había sido un sueño o un trozo de realidad ensoñada.

*Según la creencia de los Ojibwa (tribu nativa de Norteamérica) los atrapasueños sirven para filtrar los malos sueños en sus redes, y dejar pasar sólo los buenos por el centro. Se usan cerca de las camas para proteger a los niños, y todas las pesadillas atrapadas por la noche, se desvanecen con la primera luz del alba.

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