- Por Ricardo Rivas
- Periodista
Cuando promediaba 1979, junto con Fernando Aguinaga, un querido amigo y maestro de periodistas con el que trabajábamos para la agencia Noticias Argentinas, compartíamos un café en el Petit Colón -Libertad 505- con una vista magnífica del Palacio de Justicia argentino y de la Plaza Lavalle. Inesperadamente llegó el abogado Pedro B. Solo así lo mencionaré, por respeto a sus familiares y algún amigo, si alguno tuviere. Sentado a la mesa que compartíamos sin invitación, con el primero de sus comentarios supimos cuál era su propósito. “María de las Mercedes Bolla Aponte de Murano (49 - argentina), es mi defendida. No está fácil su situación”. No respondimos. Solo ordenamos tres cafés. El doctor B. hablaba incontinente
Meses atrás, María de las Mercedes ganó espacio en la historia criminal de este país como “La Yiya” o “La envenenadora de Monserrat”, uno de los barrios de la capital argentina donde residía, porque con pequeñas dosis de cianuro mató a Nilda Gamba, a Lelia Formisano de Ayala y a Carmen Zulema del Giorgio de Venturini, su prima y tercera de sus víctimas.
El defensor nos explicó que “La Yiya” estaba en la cárcel de mujeres en la localidad bonaerense de Ezeiza -casi 38 km al Sudoeste de aquí- luego que fuera detenida el 27 de abril del 79 porque en los cadáveres de Nilda, Lelia y Carmen Zulema, los forenses encontraran rastros de cianuro. Las tres le prestaron plata a mi clienta y todas comieron unas deliciosas masitas petit fours, hechas por ella misma, excelente cocinera, para agradecerles la ayuda pecuniaria”. Cuando quisimos saber por qué aceptó defenderla, Pedro B. nos desorientó. “Me encantó la historia (sic) y, por mi propia voluntad me presenté en el juzgado, pedí hablar con ella y en ese mismo momento me designó su defensor”. Dudas pero, aun así, la información, debidamente verificada, fue noticia hasta que la aplastaron varias otras novedades atroces en aquellos tiempos oscuros y crueles de la última dictadura cívico-militar. Cuando el caso decaía en la prensa. Pedro B. reapareció.
Emilia Basil (62), libanesa, desde el 28 de marzo de 1973, estaba presa en la cárcel de Ezeiza. Estranguló a su amante, José Petriella (65), con una cuerda de nylon. Dueña del restaurante Yamile, para ocultar el crimen, descuartizó el cadáver y transformó aquel amor en insumo gastronómico. Un muslo de José fue carne al horno bien sazonada. El otro, cortado a cuchillo, relleno para fatay o empanadas árabes. Con la cabeza, preparó caldo. Sus clientes, que comían por buenos precios en su local de Garay 2200, fueron involuntariamente caníbales. También sus dos hijas. Emilia, por el contrario, siempre supo qué comió aquel día.
De ella nos habló el doctor B. “Visité a ‘La Yiya’ en la cárcel”, confidenció. Una vez más ordenamos tres cafés. “Está muy mal. Deprimida. Para que no decaiga y prevenir que atente contra su vida, semanas atrás solicité al juez (nunca dijo el nombre del magistrado) que le asignara alguna tarea. Aceptó. La pusieron a cocinar”. Creímos ver una sonrisa siniestra en su cara. “Mi mayor sorpresa es que su compañera de trabajo es Emilia Basil”, agregó el abogado. Inmediatamente, abandonó la mesa con alguna excusa banal. Antes de partir, desde la puerta del Petit Colón, hasta sugirió un título: “Condenadas a la cocina”. Rozaba lo perverso. Días más tarde, dos jefes penitenciarios lo confirmaron. Decidimos no publicarlo.
Con el tiempo supimos lo que sospechábamos. El doctor Pedro B., era colaboracionista de los dictadores. Amigo y asesor jurídico de Emilio Massera, dictador naval argentino; y, defensor voluntario del nazi Erich Priebke, que masacró civiles en las Fosas Ardeatinas durante la Guerra Mundial II que fuera capturado en la villa turística patagónica de Bariloche, unos 1.580 km al sudoeste de aquí, antes que fuera extraditado a Italia, era también un hábil distractor que, montándose sobre resonantes hechos criminales, ganaba espacio en los medios periodísticos por sobre la barbarie del terrorismo de Estado.